Etiqueta: videojuego

  • La fusión mecánica-estética/jugador-avatar se produce en la física

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    Mirror’s Edge, de DICE

    Uno de los pro­ble­mas clá­si­cos de la re­pre­sen­ta­ción es su di­fi­cul­tad pa­ra cap­tar los ele­men­tos sub­si­dia­rios de la ima­gen que le son pro­pios a los sis­te­mas bio­ló­gi­cos; cuan­do se afir­ma que la ima­gen se nos pre­sen­ta de una for­ma ob­je­ti­va, sin me­dia­ción al­gu­na, se nos es­tá afir­man­do que esa ima­gen ha per­di­do to­do el las­tre de las di­fi­cul­ta­des de la per­cep­ción fí­si­ca na­tu­ral. Esto nos lle­va­rá de for­ma irre­so­lu­ble al he­cho de que la ima­gen téc­ni­ca eli­mi­na cual­quier sub­je­ti­vi­dad, cual­quier apre­cia­ción con­di­cio­na­da por la bio­lo­gía del su­je­to, en el ám­bi­to de la per­cep­ción en sí, pues ve­mos la ima­gen que ha cap­ta­do la cá­ma­ra pe­ro no la ima­gen que ha cap­ta­do el cá­ma­ra. Esto se pro­du­ce así por­que, aun con to­do, no eli­mi­na to­da sub­je­ti­vi­dad: si­gue ha­bien­do una elec­ción de va­lo­res que de­be rea­li­zar el fo­tó­gra­fo; aun­que el fo­tó­gra­fo no pue­de cap­tar su hi­po­té­ti­co dal­to­nis­mo en la fo­to­gra­fía (co­mo ve la ima­gen), sí pue­de ele­gir que pers­pec­ti­va usa pa­ra es­ta (co­mo pien­sa la ima­gen) en su re­pre­sen­ta­ción de la mis­ma. Esto en el vi­deo­jue­go se ha­ce pa­ten­te cuan­do, por ejem­plo, al po­ner­nos en la piel de Super Mario, no ve­mos el mun­do cam­bian­te por nues­tros po­si­bles fa­llos en la per­cep­ción ‑que Mario co­rra muy de­pri­sa, que es­té ma­rea­do o per­dien­do el conocimiento‑, sino que ve­mos la reali­dad tal cual es; no nos re­co­no­ce­mos en Mario en tan­to ju­ga­mos con Mario, pe­ro no so­mos Mario.

    Esta dis­tin­ción re­sul­ta de­ter­mi­nan­te pa­ra com­pren­der la con­cep­ción fí­si­ca de­sa­rro­lla­da co­mo es­té­ti­ca en Mirror’s Edge: to­da per­cep­ción en el jue­go alu­de, cons­tan­te y ne­ce­sa­ria­men­te, a las li­mi­ta­cio­nes fí­si­cas con­na­tu­ra­les a nues­tro ava­tar, Faith. Y es de­ter­mi­nan­te por­que en el jue­go se di­fu­mi­na la dis­tan­cia jugador/Faith a tra­vés de la com­ple­ta des­apa­ri­ción de la di­fe­ren­cia en­tre los ni­ve­les de la es­té­ti­ca y la ju­ga­bi­li­dad. O, ya vol­vien­do al pá­rra­fo an­te­rior, la ima­gen en el jue­go po­ne en con­cor­dan­cia la vi­sión del mun­do ob­je­ti­va y las par­ti­cu­la­ri­da­des físico-biológicas de la vi­sión sub­je­ti­va de nues­tro avatar.

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  • lucha a tres caídas: el videojuego como arte vs. el videojuego como juego

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    Desde ha­ce ya al­gu­nos años la ma­yor par­te de la crí­ti­ca de los vi­deo­jue­gos, co­sa que se ha ex­ten­di­do has­ta in­fec­tar a los pro­pios ju­ga­do­res, pa­re­ce te­ner só­lo una idea en men­te: la im­pe­rio­sa ne­ce­si­dad de ha­cer del vi­deo­jue­go una nue­va for­ma ar­tís­ti­ca. Esto, que no tie­ne ma­yor sen­ti­do por sí mis­mo, se uti­li­za co­mo un mé­to­do de le­gi­ti­mi­za­ción co­mo si el he­cho de que fue­ran jue­gos ‑ac­ti­vi­dad que, re­cor­de­mos, es an­ti­quí­si­ma y ne­ce­sa­ria pa­ra el hom­bre en tan­to es un mé­to­do de trans­mi­sión de conocimientos- les res­ta­ra va­lor y se­rie­dad; el idea­rio del que in­ten­tar ha­cer de és­te un ar­te tie­ne más que ver con el pres­ti­gio per­so­nal que con el he­cho de sí, efec­ti­va­men­te, el vi­deo­jue­go es ar­te o no. Fuera co­mo fue­re, de to­dos mo­dos, nos de­ja una in­tere­san­te cues­tión an­te la que ha­bría que re­fle­xio­nar, ¿ba­jo qué pers­pec­ti­va se po­dría com­pren­der co­mo ar­te el vi­deo­jue­go? Pero an­tes, se­rá me­jor abor­dar un pun­to que se tien­de a ig­no­rar: la di­fe­ren­cia en­tre ar­te y juego.

    Independientemente de si el vi­deo­jue­go es ar­te o no, de­be­mos te­ner pre­sen­te de an­te­mano que al­go sí es con to­da la po­si­ble cer­te­za: jue­go. El jue­go, a tra­vés de su in­ter­ac­ti­vi­dad, nos en­se­ña va­lo­res, es­tra­te­gias o de­sa­rro­lla cier­tas ap­ti­tu­des fí­si­cas o men­ta­les, lo cual ha­ce del mis­mo un mé­to­do pro­duc­ti­vo de ocu­par los tiem­pos de ocio; el jue­go, en tan­to con­di­ción in­fan­til, tie­ne una la­bor in­trín­se­ca de de­sa­rro­llo. De és­te mo­do los usos del jue­go, es­pe­cial­men­te en la in­fan­cia, son par­ti­cu­lar­men­te pa­ra con­se­guir un de­sa­rro­llo o apren­di­za­je ade­cua­do de los in­di­vi­duos que se di­ri­gen a la edad adul­ta. Todo jue­go es o bien un mo­do de ca­mu­flar el ejer­ci­cio fí­si­co o bien el ejer­ci­cio men­tal, cuan­do no am­bos al tiem­po. Es por eso que los vi­deo­jue­gos, co­mo va­rios es­tu­dios han de­mos­tra­do, ejer­ci­tan cier­tos cir­cui­tos fí­si­cos (re­la­ción ojo-mano, es­pe­cial­men­te) y men­ta­les (apren­di­za­je de es­tra­te­gia y coope­ra­ción, en la ma­yor par­te de los ca­sos) Pero por eso, por­que el jue­go es un apren­di­za­je so­bre uno mis­mo y so­bre el mun­do, no es ar­te; el ar­te es la con­di­ción crea­ti­va que re­tra­ta el mun­do tal y co­mo yo lo ex­pe­ri­men­to. Y no es ar­te por­que el jue­go ex­pe­ri­men­ta el mun­do, pe­ro no re­tra­ta el mun­do en tan­to mi per­cep­ción del mis­mo, al me­nos a priori.

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  • puede voltear la ciudad patas arriba si quiere pero, ¿quien sabe lo que encontrará?

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    Todo te­rror hu­mano se po­dría su­bli­mar, en úl­ti­mo tér­mino, a un só­lo te­rror uni­fi­ca­dor: el mie­do a la muer­te. No im­por­ta que lo que nos ate­rre sea la os­cu­ri­dad, lo des­co­no­ci­do, los pa­ya­sos, los te­rro­ris­tas o los in­sec­tos, pues nues­tro te­mor siem­pre vie­ne de la po­si­bi­li­dad de que nues­tros te­mo­res aca­ben ma­tán­do­nos; el te­rror es una mis­ti­fi­ca­ción del ins­tin­to de auto-conservación. Esto lo co­no­cen muy bien los tok­yo­tas de Kaiju Studio al ofre­cer­nos su nue­vo jue­go 地下鉄での死 (Death in the sub­way, 2010) pa­ra PC.

    Basado en el vi­deo­jue­go un­der­ground ru­so смерть в Метрополитен, jue­go del cual guar­dan in­clu­so su nom­bre, se­re­mos unos osa­dos cien­tí­fi­cos que se in­ter­na­rán en lo más pro­fun­do del seno del me­tro tok­yo­ta pa­ra in­ves­ti­gar ac­ti­vi­dad geo­ló­gi­ca ex­tra­ña en el lu­gar. El jue­go no tar­da­rá en im­pli­car­nos cuan­do, por una se­rie de ata­ques anarco-terroristas, se de­cla­re el es­ta­do de ex­cep­ción en Tokyo y nos vea­mos ais­la­dos en los in­con­men­su­ra­bles 304.5 km de tú­ne­les. Así co­mien­za uno de los sur­vi­val ho­rror más as­fi­xian­tes de es­ta ge­ne­ra­ción. Recorriendo tú­nel tras tú­nel, en­fren­tán­do­nos só­lo ar­ma­dos de los ob­je­tos que po­da­mos en­con­trar con­tra sin te­chos, te­rro­ris­tas y adep­tos de la sec­ta, nues­tros dos úni­cos ob­je­ti­vos son so­bre­vi­vir y en­con­trar la for­ma de es­ca­par de allí. Al me­nos has­ta que des­cu­bra­mos que hay al­go no-humano ha­bi­tan­do jus­to de­ba­jo de nues­tros pies, sien­do no­so­tros los úni­cos que po­de­mos pararlo.

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  • yo soy un microcosmos

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    En cier­to mo­men­to del Tractatus sen­ten­cia­ría Wittgenstein que el su­je­to no per­te­ne­ce al mun­do, sino que es más bien un lí­mi­te del mun­do. Como siem­pre con­si­gue el ga­lés, ade­más de pro­vo­car un agrio de­ba­te que aun hoy es­tá en bo­ga, se si­túa ex­tre­ma­da­men­te cer­ca de otros au­to­res de su épo­ca con los que, en teo­ría, no tie­ne na­da que ver. Y en oca­sio­nes, in­clu­so so­bre­pa­sa la ba­rre­ra del es­pa­cio y el tiem­po. He ahí que la pre­mi­sa de Silent Hill, la pe­lí­cu­la adap­ta­ción del vi­deo­jue­go, se pu­die­ra re­su­mir esen­cial­men­te a tra­vés del pun­to 5.632.

    Sharon su­fre de unas pe­sa­di­llas ho­rri­bles que, ade­más, van acom­pa­ña­dos de un so­nam­bu­lis­mo que lle­gan a po­ner a pe­li­grar su vi­da por ello su ma­dre, Rose, de­ci­de lle­var­la al lu­gar don­de trans­cu­rren sus pe­sa­di­llas co­mo for­ma de tra­tar sus te­rro­res noc­tur­nos: Silent Hill. Como no po­día ser de otra for­ma an­tes de lle­gar a la ciu­dad su­fri­rá un ac­ci­den­te an­te el cual cae­rán in­cons­cien­tes y, pa­ra cuan­do des­pier­te, Sharon ya no es­ta­rá en el co­che co­men­zan­do así la aven­tu­ra de Rose en bús­que­da de su hi­ja. A par­tir de aquí to­do con­sis­te en la con­fron­ta­ción de la ma­dre, en con­jun­to con una de­ter­mi­na­da po­li­cía que tam­bién aca­bó den­tro, pa­ra con­se­guir res­ca­tar a Sharon y con­se­guir huir de la ciu­dad. Sólo res­pe­tan­do la his­to­ria del vi­deo­jue­go en lo más esen­cial nos va lle­van­do en una se­rie de trans­for­ma­cio­nes y des­truc­cio­nes con­ti­nua­das de la ciu­dad: hay un pa­so con­ti­nuo en­tre el Silent Hill real, el fan­tas­ma y el de las pe­sa­di­llas; el cam­bio se de­fi­ne por quien asu­me el con­trol del mun­do en ca­da oca­sión pues si el real se de­fi­ne por el ma­ri­do de Rose, el pro­tec­tor Christopher da Silva, se de­fi­ne de igual mo­do el fan­tas­mal por los an­ti­guos ha­bi­tan­tes de la ciu­dad y el de las pe­sa­di­llas por El Mal, alias Alessa. Quizás el pro­ble­ma es que más allá de la re­pre­sen­ta­ción del mun­do a tra­vés de sus ava­ta­res, no hay na­da más. Al fi­nal, aun cuan­do el mun­do de las pe­sa­di­llas de­vo­ra al fan­tas­ma, si­guen co­rrien­do en pa­ra­le­lo los mun­dos ha­cien­do que to­do si­ga exac­ta­men­te igual; si el ser es el lí­mi­te del mun­do no pue­de es­ca­par del mun­do que le pertenece.

    Ante la im­po­si­bi­li­dad de ese ir más allá de su mun­do to­do aca­ba exac­ta­men­te igual que em­pe­zó, aun cuan­do sea de otra ma­ne­ra, por­que es im­po­si­ble tras­pa­sar más allá de los lí­mi­tes del mun­do; es im­po­si­ble tras­cen­der la reali­dad más allá de no­so­tros mis­mos eter­na­men­te. Y he ahí la ma­ra­vi­llo­sa pa­ra­do­ja de la exis­ten­cia hu­ma­na: es­tá en­tré nues­tros de­be­res em­pu­jar siem­pre los mu­ros que de­li­mi­tan nues­tra reali­dad no pa­ra de­rrum­bar­los, sino pa­ra am­pliar­los pa­ra po­der ser al­go más allá de lo que fui­mos has­ta hoy.

  • conocer el estado de los tiempos para conocer el mundo

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    El tiem­po, le­jos de ser un con­ti­nuo uni­for­me de su­ce­sio­nes de even­tos ló­gi­cos, es una amal­ga­ma caó­ti­ca de sal­tos a tra­vés de los cua­les se va re­pre­sen­tan­do el mun­do. Así no de­be­ría ex­tra­ñar­nos que aque­llo que ya se con­si­de­ra­ba muer­to y en­te­rra­do, que ha­bía des­cu­bier­to unos he­re­de­ros que lo su­bli­ma­ron, pue­da vol­ver de un mo­do di­rec­to y bru­tal an­te nues­tras ató­ni­tas mi­ra­das. Un ejem­plo es la vuel­ta del grindhou­se en ge­ne­ral y del ci­ne de vi­gi­lan­tes en par­ti­cu­lar con Hobo with a Shotgun.

    Como el muy ex­pli­ca­ti­vo nom­bre nos sen­ten­cia es­ta es una his­to­ria de un va­ga­bun­do que lle­ga a una nue­va ciu­dad don­de tie­ne la po­si­bi­li­dad de ha­cer una nue­va vi­da, o la ten­dría si la ciu­dad no es­tu­vie­ra do­mi­na­da por el san­gui­na­rio em­pre­sa­rio Drake. Aun des­pués de su en­con­tro­na­zo con­tra su om­ni­pre­sen­te po­der es­tá con­ven­ci­do de ini­ciar una nue­va vi­da en el lu­gar des­pués de co­no­cer a Abby, una pros­ti­tu­ta de buen co­ra­zón que le ayu­da­rá en su em­pre­sa. Todo cam­bia­rá cuan­do, ya har­to de la vio­len­cia que co­rroe de un mo­do cri­mi­nal la ciu­dad, se ha­ga con una es­co­pe­ta y ha­ga la úni­ca jus­ti­cia va­li­da: la del pue­blo ar­ma­do. Y es que el tiem­po no per­do­na ni a los gé­ne­ros clá­si­cos y la his­to­ria se tor­na en un cru­ce en­tre una clá­si­ca his­to­ria de vi­gi­lan­tes y un vi­deo­jue­go; es un ab­sur­do tour de for­ce don­de el va­ga­bun­do ten­drá que en­fren­tar­se con enemi­gos ca­da vez más du­ros y bru­ta­les. Como en un vi­deo­jue­go ten­drá que avan­zar pa­so a pa­so en un yo con­tra el ba­rrio pa­ra de­rro­car del po­der al cua­si in­to­ca­ble lí­der de El Mal® que ha co­rrom­pi­do la ciudad.

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