yo soy un microcosmos

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En cier­to mo­men­to del Tractatus sen­ten­cia­ría Wittgenstein que el su­je­to no per­te­ne­ce al mun­do, sino que es más bien un lí­mi­te del mun­do. Como siem­pre con­si­gue el ga­lés, ade­más de pro­vo­car un agrio de­ba­te que aun hoy es­tá en bo­ga, se si­túa ex­tre­ma­da­men­te cer­ca de otros au­to­res de su épo­ca con los que, en teo­ría, no tie­ne na­da que ver. Y en oca­sio­nes, in­clu­so so­bre­pa­sa la ba­rre­ra del es­pa­cio y el tiem­po. He ahí que la pre­mi­sa de Silent Hill, la pe­lí­cu­la adap­ta­ción del vi­deo­jue­go, se pu­die­ra re­su­mir esen­cial­men­te a tra­vés del pun­to 5.632.

Sharon su­fre de unas pe­sa­di­llas ho­rri­bles que, ade­más, van acom­pa­ña­dos de un so­nam­bu­lis­mo que lle­gan a po­ner a pe­li­grar su vi­da por ello su ma­dre, Rose, de­ci­de lle­var­la al lu­gar don­de trans­cu­rren sus pe­sa­di­llas co­mo for­ma de tra­tar sus te­rro­res noc­tur­nos: Silent Hill. Como no po­día ser de otra for­ma an­tes de lle­gar a la ciu­dad su­fri­rá un ac­ci­den­te an­te el cual cae­rán in­cons­cien­tes y, pa­ra cuan­do des­pier­te, Sharon ya no es­ta­rá en el co­che co­men­zan­do así la aven­tu­ra de Rose en bús­que­da de su hi­ja. A par­tir de aquí to­do con­sis­te en la con­fron­ta­ción de la ma­dre, en con­jun­to con una de­ter­mi­na­da po­li­cía que tam­bién aca­bó den­tro, pa­ra con­se­guir res­ca­tar a Sharon y con­se­guir huir de la ciu­dad. Sólo res­pe­tan­do la his­to­ria del vi­deo­jue­go en lo más esen­cial nos va lle­van­do en una se­rie de trans­for­ma­cio­nes y des­truc­cio­nes con­ti­nua­das de la ciu­dad: hay un pa­so con­ti­nuo en­tre el Silent Hill real, el fan­tas­ma y el de las pe­sa­di­llas; el cam­bio se de­fi­ne por quien asu­me el con­trol del mun­do en ca­da oca­sión pues si el real se de­fi­ne por el ma­ri­do de Rose, el pro­tec­tor Christopher da Silva, se de­fi­ne de igual mo­do el fan­tas­mal por los an­ti­guos ha­bi­tan­tes de la ciu­dad y el de las pe­sa­di­llas por El Mal, alias Alessa. Quizás el pro­ble­ma es que más allá de la re­pre­sen­ta­ción del mun­do a tra­vés de sus ava­ta­res, no hay na­da más. Al fi­nal, aun cuan­do el mun­do de las pe­sa­di­llas de­vo­ra al fan­tas­ma, si­guen co­rrien­do en pa­ra­le­lo los mun­dos ha­cien­do que to­do si­ga exac­ta­men­te igual; si el ser es el lí­mi­te del mun­do no pue­de es­ca­par del mun­do que le pertenece.

Ante la im­po­si­bi­li­dad de ese ir más allá de su mun­do to­do aca­ba exac­ta­men­te igual que em­pe­zó, aun cuan­do sea de otra ma­ne­ra, por­que es im­po­si­ble tras­pa­sar más allá de los lí­mi­tes del mun­do; es im­po­si­ble tras­cen­der la reali­dad más allá de no­so­tros mis­mos eter­na­men­te. Y he ahí la ma­ra­vi­llo­sa pa­ra­do­ja de la exis­ten­cia hu­ma­na: es­tá en­tré nues­tros de­be­res em­pu­jar siem­pre los mu­ros que de­li­mi­tan nues­tra reali­dad no pa­ra de­rrum­bar­los, sino pa­ra am­pliar­los pa­ra po­der ser al­go más allá de lo que fui­mos has­ta hoy.

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