Mirror’s Edge, de DICE
Uno de los problemas clásicos de la representación es su dificultad para captar los elementos subsidiarios de la imagen que le son propios a los sistemas biológicos; cuando se afirma que la imagen se nos presenta de una forma objetiva, sin mediación alguna, se nos está afirmando que esa imagen ha perdido todo el lastre de las dificultades de la percepción física natural. Esto nos llevará de forma irresoluble al hecho de que la imagen técnica elimina cualquier subjetividad, cualquier apreciación condicionada por la biología del sujeto, en el ámbito de la percepción en sí, pues vemos la imagen que ha captado la cámara pero no la imagen que ha captado el cámara. Esto se produce así porque, aun con todo, no elimina toda subjetividad: sigue habiendo una elección de valores que debe realizar el fotógrafo; aunque el fotógrafo no puede captar su hipotético daltonismo en la fotografía (como ve la imagen), sí puede elegir que perspectiva usa para esta (como piensa la imagen) en su representación de la misma. Esto en el videojuego se hace patente cuando, por ejemplo, al ponernos en la piel de Super Mario, no vemos el mundo cambiante por nuestros posibles fallos en la percepción ‑que Mario corra muy deprisa, que esté mareado o perdiendo el conocimiento‑, sino que vemos la realidad tal cual es; no nos reconocemos en Mario en tanto jugamos con Mario, pero no somos Mario.
Esta distinción resulta determinante para comprender la concepción física desarrollada como estética en Mirror’s Edge: toda percepción en el juego alude, constante y necesariamente, a las limitaciones físicas connaturales a nuestro avatar, Faith. Y es determinante porque en el juego se difumina la distancia jugador/Faith a través de la completa desaparición de la diferencia entre los niveles de la estética y la jugabilidad. O, ya volviendo al párrafo anterior, la imagen en el juego pone en concordancia la visión del mundo objetiva y las particularidades físico-biológicas de la visión subjetiva de nuestro avatar.
Lo primero que se aprecia al ponernos en la piel de Faith es que nos situamos en una primera persona. Esto, que es una rara avis dentro del género de plataformas por la dificultad jugable que produce al situarnos fuera de la visión objetiva del mundo, está hecho con la intención de que nosotros nos sintamos plenamente identificados con la presencia de nuestro avatar. Nosotros somos nuestro, nosotros somos Faith, o al menos vemos la realidad a través de sus ojos. A lo largo de todo el juego sólo tenemos la visión de los hechos y del mundo de Faith en tanto sólo podemos utilizar sus ojos ‑ya que, en último término, no hay una cámara que nos permita dirigir la visión subjetiva para pensar la imagen- para guiarnos por el mundo. Este proceso, que se le supone a cualquier videojuego en tanto interactivo, nos sumerge en una realidad que produce una distorsión de los códigos comunes de la representación: nuestra mirada no dirige de forma privilegiada la acción, pues nuestra mirada se dirige sólo a través de lo que nosotros, Faith y el jugador, podemos ver.
Hasta aquí parece que la elección de la primera persona es una mera elección ontológica, el superponer la mirada natural sobre la mirada técnica, sin una mayor repercusión que el intentar hacer sentir al jugador lo mismo que siente Faith al recorrer al mundo. La cosa va mucho más allá. Ya que ella es una runner, una persona que se gana la vida llevando mensajes corriendo a alta velocidad entre los rascacielos de la ciudad, su visión del mundo es diferente a la del común de los mortales; Faith ve como cosas que nosotros, como jugadores, no podríamos apreciar a simple vista. Es por ello que la elección de colorear de rojo todos aquellos lugares que podemos escalar de una u otra forma, dirigiendo hacia donde tenemos que ir, no sólo no son una merma de la dificultad sino que son conditio sine qua non del juego: en tanto Faith sabe por donde tiene que dirigirse para conseguir los resultados más óptimos, cuales son los lugares que puede escalar y cuales no, al ver a través de sus ojos y su mente el mundo se nos presenta como una concatenación de lugares inaccesibles (colores fríos) y accesibles (colores calientes).
Ahora bien, el uso de los colores no para aquí. Cuando Faith es herida, el color se va decolorando hasta acabar siendo un triste lugar bitono en el cual, ya cerca de perder la vida, está todo más cerca de la monocroma inconsciencia de la muerte que de la viva representación de colores del mundo. Así el color no sólo nos vale para guiarnos en el mundo o que acciones realizar en éste ‑desde donde hay salientes adecuados hasta el momento oportuno de quitar el arma a un guardia‑, sino que también nos vale para saber cuan cerca estamos con respecto de nuestra perdida de la conciencia del mismo.
Hasta aquí podemos entender que hay una condición de estética que repercute en la jugabilidad a través del uso de colores, pero no es la única dinámica estética que se implementa de forma asombrosa dentro de la mecánica del propio juego. La otra gran conquista del juego es hacer del ímpetu del personaje una triple acción con respecto de su valor en el juego: física, estética y mecánica.
En tanto Faith corre mucho, cuando su ímpetu se ve favorecido por las elecciones favorables del jugador (el efecto en la mecánica), la pantalla se va distorsionando en sus costados (el efecto estético) de forma constante por el ímpetu (el efecto físico) que desarrolla en la carrera. Cuando Faith corre mucho presenciamos su ímpetu, el producto de la masa del cuerpo y su velocidad en un instante determinado, produciendo con esto un efecto estético en su visión del mundo, la distorsión del encuadre de la imagen a causa de la velocidad, que se traduce en una mecánica del juego, pues cuanto mejor juega el jugador más ímpetu acumula (y se hace visible) en el mundo. Por ello sólo podemos saber que estamos haciéndolo bien, que nuestro ímpetu es y se está resolviendo del modo adecuado, cuando vemos que nuestra visión se distorsiona por los efectos que produce en ésta nuestro ímpetu en sí mismo ‑dificultando nuestro mantenimiento de éste en el proceso, forzando así la mecánica en un juego de ida y vuelta.
De hecho este último concepto, el ímpetu, puede explicar también porque a pesar de ser un juego en primera persona el manejo de armas de fuego resulta tan ridículamente tosco. La mecánica del juego premia el ímpetu de Faith, el mantenimiento de la velocidad de forma constante, por lo cual el uso de armas de fuego sólo resultan en un anti-natural ralenti en la búsqueda del continuum perpetuo del ser; si nos paramos a apuntar y disparar al enemigo atentamos contra la mecánica misma del juego. Por ello carece de sentido usar armas de fuego en el juego, aun cuando parezca que hay lugares donde se hace imprescindible su uso, pues sólo en el uso adecuado del ímpetu propio del personaje ‑lo cual, en éste caso, incluye también los ataques cuerpo a cuerpo- podemos alcanzar la dinámica propia que la dinámica del juego propicia como la más adecuada para su disfrute.
El proceso que realiza Mirror’s Edge es la de situar el videojuego y su interactividad en un nuevo nivel que, aun sin ser la primera vez sí es la más brillante hasta el momento, lleva el componente del videojuego más allá del mero video para situarlo en el medio del juego. A través de la fusión de estética y mecánica consigue producir una visión del mundo basado en la interectividad de lo que vemos y, especialmente, de como evoluciona lo que vemos para que así podamos interactuar con el mundo de la forma más adecuada posible; Mirror’s Edge dirige nuestra mirada de forma constante a través de los colores y la distorsión de la imagen para que nosotros nos preocupemos sólo en jugar de aquel modo que nos resulte más natural, aquel que la mecánica misma propicia. Y por ello cuando hablamos de Faith no podemos decir ella, sino nosotros, pues al ponernos ante su mirada natural del mundo el jugador es ella en sí mismo.
Deja una respuesta