Todo discurso es estilo, ritmo, puntuación: verdad auto-producida

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Signos de pun­tua­ción, de Theodor W. Adorno

Los gran­des ol­vi­da­dos cuan­do se ha­bla de es­cri­bir siem­pre son los sig­nos de pun­tua­ción. Imaginar una es­cri­tu­ra que no es­té sal­pi­ca­da de in­si­dio­sos mo­men­tos de per­ver­sión del dis­cur­so, de su des­com­po­si­ción en sal­tos rít­mi­cos ba­sa­dos en la li­mi­ta­da ca­pa­ci­dad pul­mo­nar del ser hu­mano me­dio, nos ha­ría sub­ver­tir el or­den in­terno del dis­cur­so. Sólo un maes­tro pue­de es­cri­bir sin pun­tua­ción y sa­lir ai­ro­so en el in­ten­to. Por en­ci­ma de in­con­sis­ten­cias en la tra­ma o la au­sen­cia de es­ti­lo, el pro­ble­ma de los as­pi­ran­tes a es­cri­to­res —y, en no po­cos ca­sos, al­gu­nos es­cri­to­res cons­ti­tui­dos en pú­bli­co co­mo tal— es siem­pre el mis­mo: cor­te­jan mal los de­seos del tex­to, los rit­mos na­tu­ra­les im­pues­tos por la pun­tua­ción. Theodor Adorno sa­bía de ello por ser buen fi­ló­so­fo, pues es di­fí­cil es­cri­bir peor que la ma­yo­ría de los fi­ló­so­fos pos­te­rio­res a Hegel, y por ello es­cri­bi­ría una bre­ve de­side­ra­ta so­bre las con­di­cio­nes ne­ce­sa­rias de una pun­tua­ción sa­na. La ma­gia del de­cir por es­cri­to se da en la con­ver­sa­ción de una con­ca­te­na­ción de pa­la­bras, na­da más que un blo­que sin sen­ti­do, en un dis­cur­so digno de ser lla­ma­do tal, un tex­to que nos con­du­ce por su sen­ti­do in­terno; la ca­tar­sis del len­gua­je no se en­cuen­tra en lo que di­ce, sino en el có­mo am­pli­fi­ca su con­te­ni­do a tra­vés de su forma. 

La co­ma, hi­ja pró­di­ga de la des­com­po­si­ción, nos di­ría Adorno que es la más sui ge­ne­ris de las hi­jas de la pun­tua­ción: per­mi­te re­quie­bros, cam­bios ex­tra­ños, con­di­men­ta­dos de cier­to sin sen­ti­do e, in­clu­so, cier­ta con­di­ción fi­nal de alea­to­rie­dad. Nada de­fi­ne me­jor a un es­cri­tor que su mo­do de po­ner las co­mas; no exis­te dos per­so­nas que sal­pi­quen igual sus dis­cur­sos de pau­sas, por­que ca­da in­ci­so es per­so­nal e in­trans­fe­ri­ble. ¿Por qué las co­mas son tan im­por­tan­tes en la es­cri­tu­ra, o al me­nos en la bue­na es­cri­tu­ra? Porque son el ele­men­to de pun­tua­ción que crea un rit­mo más de­fi­ni­do —ha­bién­do­nos es­ca­pa­do, en el pro­ce­so, de las ideas del in­sig­ne ca­ba­lle­ro de Frankfurt. La co­ma se co­lo­ca don­de se pre­ten­de que sea más na­tu­ral pa­rar a res­pi­rar o pen­sar; ¿cuán­to se es ca­paz de re­ci­tar sin to­mar ai­re de nue­vo? ¿Qué sue­na de for­ma más rít­mi­ca en la ca­be­za del es­cri­tor? ¿Donde hay que gri­tar al lec­tor «pa­ra, pien­sa un se­gun­do, asi­mi­la: aho­ra, sí, si­gue»? A tra­vés de la co­ma po­de­mos co­no­cer los bio­rit­mos del au­tor; ¿Marcel Proust es­cri­bía esas fra­ses eter­nas, im­po­si­bles, sal­pi­ca­das de una ten­den­cia im­po­si­ble ha­cia el in­ci­so, el no tan bre­ve apun­te in­ci­si­vo, só­lo por fran­cés ca­pri­cho trendy? Aunque su in­ten­ción fue­ra só­lo aho­gar al lec­tor, nin­gún es­cri­tor alar­ga una fra­se sin re­ci­tar­la has­ta aho­gar­se él mis­mo. Leer a Proust es lle­nar los pul­mo­nes más allá de lo humano.

La co­ma tie­ne más usos, ca­si tan­tos co­mo es­cri­to­res, pe­ro aquí no pre­ten­da­mos en­sa­yar so­bre la co­ma. La pun­tua­ción es bas­ta y pe­li­gro­sa. Sólo pa­ra de­jar un apun­te más so­bre la co­ma, so­bre la vi­da, so­bre la exis­ten­cia, la otra gran pe­cu­lia­ri­dad que con­tie­ne es su ca­pa­ci­dad pa­ra prio­ri­zar dis­cur­sos, pa­ra di­ri­gir la mi­ra­da ha­cia el si­tio que se pre­ten­de más im­por­tan­te den­tro del tex­to. La mis­ma fra­se, con di­fe­ren­te dis­po­si­ción de co­mas, cam­bia de for­ma con­tun­den­te al en­fa­ti­zar di­fe­ren­tes as­pec­tos del dis­cur­so; la mis­ma fra­se con di­fe­ren­te dis­po­si­ción de co­mas cam­bia, de for­ma con­tun­den­te, al en­fa­ti­zar di­fe­ren­tes as­pec­tos del dis­cur­so; la mis­ma fra­se, con di­fe­ren­te dis­po­si­ción de co­mas, cam­bia, de for­ma con­tun­den­te, al en­fa­ti­zar di­fe­ren­tes as­pec­tos del dis­cur­so. La co­ma es una ami­ga, por fa­mi­liar, olvidada. 

Si la co­ma es­tá ol­vi­da­da, ¿qué po­de­mos de­cir el pun­to y co­ma? El pun­to, que es de­fi­ni­ti­vo; la co­ma, que es tran­si­to­ria: pun­to y co­ma, hi­jo bas­tar­do, ha­ce una se­pa­ra­ción fir­ma pa­ra anun­ciar otra fra­se, pe­ro siem­pre ba­jo la con­si­de­ra­ción de exi­lia­da en re­la­ción con la an­te­rior. Se usa po­co y, ade­más, se usa mal. Cuando se pre­ten­de cor­te­jar al pun­to y co­ma, cuan­do se es­bo­za su gui­ño pre­ten­di­do, se de­be ha­cer ba­jo la pre­mi­sa de que une más que se­pa­ra; el pun­to y co­ma es el no-lugar en el cual dos fra­ses in­de­pen­dien­tes en­tre sí, que ni se co­no­cen ni ten­drían por qué co­no­cer­se uni­das, guar­dan una re­la­ción lo su­fi­cien­te es­tre­cha co­mo pa­ra no se­pa­rar­las por lo de­fi­ni­ti­vo de un pun­to. La co­ma, que es vo­lá­til y de­be ser do­mi­na­da por el es­ti­lo del es­cri­tor, es­tá cer­ca de ser la an­tí­te­sis fun­cio­nal del pun­to y co­ma: su uso es sus­ti­tu­ti­vo, re­gi­dor en su unión —pues una fra­ses aje­nas, no las se­pa­ra— y es, por per­pe­tui­dad, ol­vi­da­do por com­ple­jo; un pun­to y co­mas es, en sí mis­mo, un de­cir más que sus dos par­tes por se­pa­ra­do: las une, las fa­go­ci­ta, les da el des­tino co­mún de su co­rre­la­ción. El pun­to es com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te, pues se­pa­ra y su­pe­di­ta siem­pre lo an­te­rior a la no­ve­dad; com­po­ne un fu­tu­ro, la ne­ce­si­dad de lle­gar has­ta otro lu­gar di­fe­ren­te don­de la fra­se an­te­rior es el pre­lu­dio de una con­clu­sión por ve­nir. ¿Qué ocu­rre con los dos pun­tos? Hijos ge­me­los del pun­to son la mi­ra­da que sos­tie­nen el otro pun­to tem­po­ral: el pre­sen­te re­creán­do­se, ex­pli­cán­do­se, enu­me­rán­do­se, (de)construyéndose.

Los guio­nes —de los cua­les, por si no lo han no­ta­do, po­de­mos ha­blar mu­cho— son los her­ma­nas­tros tris­te­men­te ol­vi­da­dos de los pa­rén­te­sis y las co­mas. ¿Cuándo usar unos y no otros? Sólo cuan­do la ló­gi­ca se im­pon­ga: los guio­nes es­tán den­tro del tex­to pe­ro po­co, aun­que es­tán se­pa­ra­dos del con­tex­to ge­ne­ral aún son una par­te re­le­van­te del dis­cur­so; los pa­rén­te­sis, más com­pli­ca­dos, son ya ca­si aje­nos del tex­to —es­tán más allá, fue­ra de sí, re­la­cio­na­dos só­lo de for­ma tan­gen­cial y, ca­si, su­per­flua— o nos in­for­man de co­sas que se pue­den leer (o no) por­que ejer­cen el pa­pel de in­ci­so de va­lor, pe­ro no por ne­ce­si­dad re­le­van­te en el tex­to —co­mo po­ner al­go en­tre dos co­mas, tal que así, só­lo que ha­cien­do el al­go en­tre pa­rén­te­sis aún más (in)necesario pa­ra com­pren­der el texto.

Deben es­tar pen­san­do que es­ta lo­cu­ra es in­ne­ce­sa­ria, bur­da, des­qui­cia­da, ¿y sa­ben qué? Que tie­nen mu­cha ra­zón, ami­gos míos. No sé có­mo se me ha­brá ocu­rri­do, a mí, es­cri­bir se­me­jan­te pa­ti­na­zo in­ten­tan­do en­se­ñar­les una suer­te de epis­te­mo­lo­gía de la pun­tua­ción. Quería in­for­mar­les de que el ar­tícu­lo de Adorno es bueno, ¡in­clu­so fan­tás­ti­co!, pe­ro he aca­ba­do en­fan­ga­do en una alo­ca­da ex­pli­ca­ción que va más allá de lo que ve­nía a co­men­tar­les. Mi tex­to es los pun­tos sus­pen­si­vos del su­yo; ¿su mar­gi­na­lia, qui­zás? No es fá­cil com­po­ner un tex­to en el cual ex­pli­car, so­me­ra­men­te, co­mo ha­cer co­sas con la pun­tua­ción, y me­nos aún aho­rrán­do­nos si­ner­gias con otras ar­tes. ¿Y por qué aho­rrár­nos­las? ¿Se ima­gi­nan que la co­ma no es más que los si­len­cios, los pun­tos y co­ma las elip­sis y los pun­tos los cor­tes de pla­nos de una pe­lí­cu­la? ¿Y que la mú­si­ca tam­bién de­fi­ne su rit­mo a tra­vés de la pun­tua­ción, que ese ba­jo que oyen le­jano en al­gu­nas can­cio­nes no son más que los pa­rén­te­sis que ri­gen co­mo aje­nos (pe­ro aun con to­do, de­ter­mi­nan­tes) den­tro de su com­po­si­ción? Eso se­ría ha­cer tram­pa, eso se­ría que­rer tras­cen­der el len­gua­je y su rit­mo. Sé que me es­toy pa­san­do, dis­cúl­pen­me, pues yo ya me iba. Con el pun­to. Y final.

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