[●REC] & [●REC]², de Jaume Balagueró y Paco Plaza
Aquello a lo que más tememos no es necesariamente lo que no vemos, que no deja de ser una reminiscencia de la idea de que podemos morir a cada instante, sino aquello que no podemos concebir como posible en un mundo que suponíamos perfectamente ordenado a nuestra medida. Esto, que es la base del cosmicismo de Lovecraft, no deja de ser la premisa de todo buen relato de terror: el mundo, fascinante y oscuro, viola cualquier responsabilidad tácita con respecto del ser humano poniéndole en una posición de incomodidad desconocida ‑lo cual, por otra parte, no deja de ser una problemática nacida exclusivamente de la obsesión humana por ponerse como centro absoluto de la existencia. Bajo esta perspectiva el terror no sería el temor de morir en sí, sino el hecho de encontrarse un punto donde nuestra racionalidad no sería capaz de atar los cabos necesarios para saber lo que está pasando para sí; el auténtico terror es el desconocimiento que acecha en la oscuridad.
Las dos primeras de iteraciones de [●REC] nacen de esta premisa particular, de la necesidad de racionalizar cada instante del mundo a través de su articulación en la plasmación de lo real. Si la primera de las películas comienza con la reportera Ángela Vidal grabando un reportaje sobre los bomberos que le llevará hasta el edificio más tenebroso de Barcelona no es por un mero capricho argumental, es porque de hecho es la forma de mediar con lo que vamos a ver. El montaje, el que toda la estructura de grabación quede ajena de la grabación en sí misma, fictializa todo cuanto se graba pues parece darnos una visión objetiva que no es tal; la cámara del montaje, con su sutil mirada manipulada, articula una ficción que legitima la racionalidad del film en sí pero no el discurso de realidad que este sostiene. En el montage, en la visión subjetivo-digégica de la cámara ‑aquí caracterizado por sus menciones constantes y, especialmente, por la grabación con dispositivos siempre representados en pantalla en su ausencia‑, sin embargo se produce un discurso que es subjetivo per sé por lo cual legitima en sí mismo el mensaje visual: no hay manipulación porque es lo que vimos.
Este lo que vimos, lo que vio cualquiera de los involucrados en la investigación del edificio, se legitima exclusivamente en un concepto base: el ser humano, como el mundo, es racional y, en tanto ello, su mirada no puede mentir; si se han grabado los hechos tal cual acontecieron, sin manipulación, entonces estamos ante una plasmación de la realidad en sí misma. A partir de esta premisa, por otra parte irracional, entendemos la obsesión de Ángela porque Pablo no deje de grabar ni un sólo segundo de lo que ocurre, ya que es necesario que los demás sepan que ha pasado aquí. Por ello se escudan ante la investigación de lo real y, por extensión, aun cuando el mundo pueda estar presentándose como irreal en tanto ellos lo captan, que son racionales, el mundo es captado como un todo racional dentro de su irracionalidad.
El problema de todo esto es que el mundo, a diferencia de lo que el humanismo pretenda hacer creer, no es racional. O, al menos, no lo es del mismo modo que los seres humanos. Con este hecho en mente deberíamos entonces comprender la obsesión de el cura y todos los encargados de la situación de que no se sepa que está ocurriendo exactamente en el interior: no temen que se sepa que ocurre, temen que se desvele que no son infectados si no poseídos ‑o, peor aun ‑y esto son puras elucubraciones‑, que sean alguna clase de experimento. Por ello la obsesión por plasmar la realidad aquí se nos presenta como una vertiente doble de negación, de los infectados/poseídos y de la conspiración, que se constituye a su vez simplemente como negación de la realidad. Los personajes, de una forma constante, se ven negando un mundo que se les presenta como absurdo e imposible ‑que una conspiración en las sombras les manipule, que puedan existir los poseídos o que puedan no-morir- a través del intento de su afirmación constante a través del montage, del rodaje sin edulcorar; sólo son capaces de discernir el mundo tal cual es a través de la mirada exclusivista de la cámara.
De éste modo se nos descubre el mundo como algo tan terrorífico, tan irreal, que sólo podemos discernirlo a través de un profiláctico que actué como salvaconducto de nuestra racionalidad. El mundo es absurdo, completamente ajeno de la razón, y por ello sólo en tanto lo observamos a través de la cámara sin filtrar podemos vislumbrar que es efectivamente así; los personajes de la película graban cada uno de sus pasos no para registrar la realidad para los otros, si no para poder comprender una realidad arracional con respecto de sí mismos. Por ello, si sufren y sufren terror ‑y, por extensión, si el espectador lo sufre viendo la película‑, es porque no acepta la muerte: el hombre no puede aceptar su irracionalidad ‑y, por extensión, la irracionalidad del cosmos en sí mismo- y por eso sufre. De repente, y sin razón alguna, el mundo se les/nos presenta como un lugar irracional, que no acepta los códigos humanos que creíamos que lo regían, dejándonos en la posición de delirantes náufragos en la mismidad de un ser errado. Por eso la cámara, lo ficticio (para el espectador; en el montaje) o lo constatado como real (para los personajes; en el montage), es el resguardo a través del cual interactuar con un mundo en colapso. No graban para el otro, graban para sí mismos.
Sólo bajo esta perspectiva se puede comprender por qué la niña Medeiros sólo puede ser vislumbrada a través de la cámara ya al final de la primera película, pues ante el terror de la irracionalidad el hombre no es capaz de interactuar con el mundo. Sólo a través de la cámara, de la oscuridad, del no interactuar de forma directa a través de la mirada con el terror, se puede realizar una interacción consciente con lo que se escapa de lo racional; sólo en la oscuridad (lo que oculta lo irracional) o a través de la cámara (lo que racionaliza lo irracional) el hombre puede vislumbrar todo cuanto acontece realmente en el mundo. Y, por extensión, si sólo pueden confrontar a Medeiros o encontrar la manera de llegar hasta ella a través de la cámara es porque, de hecho, sólo a través de la mirada ajena de sí mismos pueden interactuar con un terror más profundo que el abismo de la irracionalidad misma.
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