vivencias en la huída del continuo apocalipsis cotidiano

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El es­ta­do na­tu­ral del ser hu­mano es di­ri­gir­se siem­pre ha­cia el ho­ri­zon­te sin mi­rar atrás; co­mo el hé­roe cre­pus­cu­lar de­be creer­se el úl­ti­mo de los de su cla­se di­ri­gién­do­se es­toi­co, pe­ro de­ci­di­do, ha­cia el si­guien­te pue­blo don­de ne­ce­si­ten de sus des­tre­zas an­ti­guas y su ho­nor ol­vi­da­do. Nada hay que le ate en el pa­sa­do, siem­pre se si­túa en un pre­sen­te con­ti­nuo. Y aho­ra mis­mo en la mú­si­ca no hay ma­yor hé­roe cre­pus­cu­lar que Bill Callahan co­mo nos de­mues­tra en su im­pres­cin­di­ble Apocalypse.

Desprovisto de to­dos los re­mien­dos or­ques­ta­les, sal­vo al­gún des­te­llo de vio­li­nes pun­tual, que tien­den a po­blar su mú­si­ca nos en­con­tra­mos aquí un Callahan más so­brio, más in­tros­pec­ti­vo, re­tra­tán­do­nos to­do lo que hay de du­ro y en­can­ta­dor en la vi­da. Este via­je de auto-conocimiento ale­ja­do de las ca­rre­te­ras del de­sier­to y muy cer­ca de los la­zos que se crean en co­mu­ni­dad nos va des­gra­nan­do el co­mo se en­fren­ta con la co­ti­dia­ni­dad de la vi­da; co­mo acep­ta los mi­cro apo­ca­lip­sis exis­ten­cia­les que nos im­po­ne la so­cie­dad. Aquí no hay va­lo­res uni­ver­sa­les, que ten­gan un au­tén­ti­co va­lor en el co­ra­zón de un hom­bre bueno, pues só­lo en­con­tra­rán el gri­to deses­pe­ra­do de la ins­ti­tu­cio­na­li­za­ción de to­dos aque­llos va­lo­res edi­fi­can­tes. Por ello no nos ha­bla de amor, nos ha­bla del sa­cri­fi­cio del ma­tri­mo­nio, y tam­po­co nos ha­bla de jus­ti­cia, sino que nos ha­bla del ca­rác­ter egoís­ta de la gue­rra; re­tra­ta la so­cie­dad con­tem­po­rá­nea ‑aun cuan­do sa­be que siem­pre fue así- co­mo un lu­gar de so­le­dad pa­ra el ser cre­pus­cu­lar que vi­ve en tan­to por sus idea­les, sean cua­les sean es­tos, con­ver­ti­dos en he­rra­mien­tas de con­trol y ex­clu­sión so­cial. Pero no in­ten­ta huir ha­cia un pa­sa­do que, sa­be, en reali­dad ja­más exis­tió, si­gue ade­lan­te hu­yen­do de to­do aque­llo que le ha­ce ins­tau­rar­se co­mo una en­ti­dad pa­sa­da que só­lo pue­de vi­vir a tra­vés de un fé­rreo con­trol de sus de­seos. El apo­ca­lip­sis es el eterno re­torno de to­do aque­llo que nos in­ten­ta so­me­ter con los gri­lle­tes fan­tas­ma­les de la con­di­ción ne­ce­sa­ria.

Entre to­da es­ta ra­bia y re­sen­ti­mien­to con­tra la so­cie­dad nos de­ja a so­las con la vi­sión de nues­tras ca­de­nas, nues­tros flu­jos mo­le­cu­la­res, que nos con­di­cio­nan ha­cia el fu­nes­to pasado-presente del cual el nos na­rra su eter­na hui­da. Pero nun­ca es tar­de pa­ra co­men­zar una hui­da eter­na, ¿que­rrás co­ger tu ca­ba­llo y acom­pa­ñar­me en un via­je con­ti­nuo ha­cia nin­gu­na par­te? Pero el do­lor y la frus­tra­ción, no es mía / per­te­ne­ce a la ga­na­de­ría, a tra­vés del valle.

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