Wittgenstein el Cimmerio. O como disolver terapeúticamente el cartesianismo (a espadazos)

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No es ver­dad, pues, que lo úni­co que su­ce­de, al pa­sar de una con­si­de­ra­ción so­bre un pla­ne­ta a otra so­bre la pro­pia mano, es que el error se con­vier­te en al­go más im­pro­ba­ble. Al con­tra­rio, cuan­do lle­gar­nos a cier­to pun­to ya no es ni si­quie­ra con­ce­bi­ble. Eso ya nos lo in­di­ca con cla­ri­dad el he­cho de que, en ca­so con­tra­rio, se­ría con­ce­bi­ble que nos equi­vo­cá­ra­mos en to­dos los enun­cia­dos so­bre ob­je­tos fí­si­cos, que to­dos los enun­cia­dos que hi­cié­ra­mos fue­ran in­co­rrec­tos. Así pues, ¿es po­si­ble la hi­pó­te­sis de que no exis­te nin­gu­na de las co­sas que nos ro­dean? ¿No se­ría co­mo si nos hu­bié­ra­mos equi­vo­ca­do en to­dos nues­tros cálculos?

Sobre la cer­te­za, de Ludwig Wittgenstein

He co­no­ci­do mu­chos dio­ses. El que los nie­ga es­tá tan cie­go co­mo el que con­fía de­ma­sia­do en ellos. No bus­co na­da del otro la­do de la muer­te. Puede que sea la ne­gru­ra que ase­gu­ran los es­cép­ti­cos ne­me­dios, o el rei­no de Crom de hie­lo y nu­bes, o las pla­ni­cies ne­va­das y los sa­lo­nes abo­ve­da­dos del Valhalla de Nordheimer. Ni lo sé, ni me im­por­ta. Déjame vi­vir in­ten­sa­men­te mien­tras vi­va; dé­ja­me co­no­cer los ri­cos ju­gos de la car­ne ro­ja, el pi­cor del vino en mi pa­la­dar, el ca­lien­te abra­zo de los bra­zos blan­cos, la lo­ca exul­ta­ción de la ba­ta­lla cuan­do las azu­les es­pa­das ar­den y en­ro­je­cen, y es­ta­ré con­ten­to. Que pro­fe­so­res y sa­cer­do­tes y fi­ló­so­fos se ocu­pen de las cues­tio­nes de la reali­dad y la ilu­sión. Esto sé: si la vi­da es ilu­sión, en­ton­ces yo no soy sino ilu­sión, y sién­do­lo, la ilu­sión es real pa­ra mí. Vivo, ar­do de vi­da, amo, ma­to y es­toy contento.

La rei­na de la Costa Negra, de Conan el Cimmerio

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