la realidad es aquello que se oculta tras las sombras a las que tenemos que arrojar luz

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El he­cho de que la reali­dad, lo que ocu­rre mien­tras vi­vi­mos, se nos es­ca­pa por de­lan­te de nues­tras na­ri­ces es al­go tan ob­vio que se ha­ce ne­ce­sa­rio el pa­pel de al­guien que nos cuen­te que es lo que es­tá ocu­rrien­do en el mun­do, ahí en­tra en jue­go el pa­pel del pe­rio­dis­ta. Con la bús­que­da de los he­chos por ban­de­ra y de­jan­do la opi­nión, que no la sub­je­ti­vi­dad, en un se­gun­do plano; ha­ce un re­tra­to lo más exac­to po­si­ble de una reali­dad que elu­de cris­ta­li­zar­se en las men­tes o las li­neas de na­die. Y esa es su la­bor úl­ti­ma: re­tra­tar, lo más exac­ta­men­te po­si­ble, una reali­dad da­da, una no­ti­cia, siem­pre cons­cien­te de que ha­brá pun­tos que que­da­rán os­cu­re­ci­dos por la im­po­si­bi­li­dad de co­no­cer to­das las pers­pec­ti­vas de la ver­dad. Y ba­jo es­te pris­ma es don­de en­con­tra­ría­mos el ex­ce­len­te tra­ba­jo del pe­rio­dis­ta Pablo Pardo, “El mons­truo: Memorias de un in­te­rro­ga­dor”, pu­bli­ca­do re­cien­te­men­te co­mo pri­me­ra re­fe­ren­cia de la edi­to­rial es­pe­cia­li­za­da en tex­tos pe­rio­dís­ti­cos Libros del K.O.

La his­to­ria, por­que el li­bro se pue­de ‑y, por otra par­te, se debe- leer co­mo un ex­qui­si­to ejer­ci­cio de es­ti­lo con­fe­sio­nal, que nos na­rra Pablo Pardo es la de Damien Corsetti, un jo­ven sol­da­do el cual se ve­ría sin nin­gu­na pre­pa­ra­ción an­te­rior en el pa­pel de in­te­rro­ga­dor en la lu­cha con­tra el te­rro­ris­mo en Afganistán e Irak. La Crueldad Informal, un muy con­ve­nien­te eu­fe­mis­mo pa­ra re­fe­rir­se a la tor­tu­ra, que des­ti­la ca­da una de las pá­gi­nas nos ha­ce es­tre­me­cer­nos al obli­gar­nos a mi­rar el abis­mo de la cul­tu­ra oc­ci­den­tal: que­re­mos ser pro­te­gi­dos a to­da cos­ta pe­ro no co­no­cer los mé­to­dos que se usan. Y to­dos es­tos tra­pos su­cios sa­len a la luz aquí.

A lo lar­go de sus es­tre­me­ce­do­ras 137 pa­gi­nas Pardo con­si­gue lo que pa­re­cía du­do­so: es im­po­si­ble no sen­tir em­pa­tía ha­cia Corsetti alias El Monstruo. Esto es así por­que, la idea de fon­do que siem­pre pla­nea tras to­da la cró­ni­ca, es que Corsetti po­dría­mos ser cual­quie­ra de no­so­tros si es­tu­vié­ra­mos en el mo­men­to y el lu­gar equi­vo­ca­dos. Siguiendo la idea de la ba­na­li­dad del mal de Hannah Arendt, po­de­mos pre­sen­ciar co­mo Corsetti va co­me­tien­do atro­ci­da­des, la ma­yor par­te de las oca­sio­nes in­vo­lun­ta­ria­men­te y con des­co­no­ci­mien­to de fac­to de lo que ocu­rre exac­ta­men­te, mien­tras él se va des­com­po­nien­do psi­co­ló­gi­ca­men­te; no hay una in­ten­cio­na­li­dad de ac­tuar de for­ma mal­va­da o de pre­di­car con el su­fri­mien­to, sino que es su de­ber co­mo pa­trio­ta ame­ri­cano. Y he ahí lo te­rro­rí­fi­co de to­da la his­to­ria pues, en és­te pun­to, Corsetti es­tá al mis­mo ni­vel que los fun­cio­na­rios de los cen­tros de ex­ter­mi­nio na­zi: nin­guno sa­be que pa­sa real­men­te pe­ro, in­de­pen­dien­te­men­te de ello, de­ben se­guir las or­de­nes con pul­cri­tud por el bien de la nación.

La di­fe­ren­cia en­tre Eichmann y Corsetti es su al­tu­ra éti­ca. Mientras el pri­me­ro se es­cu­dó en las (la­men­ta­bles) ex­cu­sas de que se­guía ór­de­nes, Corsetti ha­ce jus­to lo con­tra­rio: ex­po­ne sin pu­dor, sin una bús­que­da de re­den­ción o in­ten­ción de ex­cu­sar­se, to­do cuan­to pu­do ver en el te­rri­ble más allá (de la mo­ral; de la éti­ca) que su­po­ne la gue­rra, acer­cán­do­se de és­te mo­do a la tra­di­ción, emi­nen­te­men­te fi­lo­só­fi­ca, de las con­fe­sio­nes. Y por ello, por­que sus con­fe­sio­nes es­tán va­cías de to­da in­ten­ción de ex­cu­sar­se o in­cri­mi­nar­se más allá de de­sa­rro­llar lo que ocu­rrió allí, an­te el tri­bu­nal que le juz­ga­ba por crí­me­nes de gue­rra en­mu­de­ció y ganó.

Nunca na­die con un ran­go su­pe­rior del ejer­ci­tó en­tro en nin­gu­na ba­se don­de se prac­ti­ca­ran de­ten­cio­nes ile­ga­les o ac­tos de cruel­dad in­for­mal; ofi­cial­men­te, los sol­da­dos to­ma­ron ca­da una de las de­ci­sio­nes que im­pli­ca­ban tor­tu­ra sin me­dia­ción in­for­ma­da de nin­gún ti­po de los ran­gos su­pe­rio­res. Esa, la ver­sión ofi­cial del go­bierno, es la que ha­bría que­da­do en la ca­be­za de to­das las per­so­nas si es­tas va­lien­tes per­so­nas co­mo Damien Corsetti y Pablo Pardo no se ob­ce­ca­rán en sa­car a la luz la his­to­ria de los ol­vi­da­dos. Porque, al fi­nal, de eso tra­ta el pe­rio­dis­mo: de dar la voz a los que no la tie­nen y en arro­jar luz so­bre la os­cu­ri­dad de aque­llos que han si­do ol­vi­da­dos. Y en eso, co­mo en mu­chas otras co­sas, El Monstruo es una obra ejem­plar. Aunque no exis­ta La Verdad en un mun­do he­cho de lu­ces y som­bras to­do acer­ca­mien­to se­rá co­mo el ma­ná que bro­ta de la tie­rra y el cie­lo pa­ra el hombre.

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