Un buen modo de conocer el auténtico carácter de las personas de una época es estudiar su comportamiento en casos extremos; ver a las personas cuando caen las máscaras de la cultura. Pero esto, que se puede presenciar a través del contraste de diferentes trabajos históricos, ¿como se podría presenciar en la estricta contemporaneidad? A través de la crónica negra de la prensa. Y nada mejor que elegir a los premios pulitzer de los mismos para presenciarlo en todo su esplendor, como nos propone Asesinato en América editado por Simone Barillari y publicado por Errata Naturae.
Desde 1924 hasta 1999 presenciamos los ocho asesinatos más atroces, o al menos relevantes, que conmocionaron la irregular paz del territorio conocido como Estados Unidos. Los asesinatos son de todo carácter y tipología casi pareciendo una catalogación de las diferentes posibilidades que tiñeron de sangre el siglo XX a Occidente; como si fuera un auténtico apéndice de la muerte violenta y sus ejecutores de un tiempo inmediatamente pasado. Desde el asesinato político que lleva a la conmoción pública de Kennedy hasta el linchamiento público que sufrieron Holmes y Thurmdom nos enseñan la otra cara de la vida del ciudadano medio: el pánico que paraliza y envenena la existencia teóricamente positiva de la masa. En cierto modo sería paralelo al de Los Ángeles de la Muerte, un grupo de ejecución de la secta Nación de Yahvé, al enseñarnos como la masa cuando se le es inculcado no es nunca inocente. Pero también se nos muestra claramente como el individuo tampoco es inocente pues el marginado, el loco, el friki siempre acaba buscando su venganza; desde el día de locura de Howard Unruh hasta la Caza del Hombre o la masacre de Columbine todas las acusaciones acaban anidando en la misma lumbre: la locura del marginado, del otro, como fuente del dolor propio. En este último, afortunadamente, se interpela la culpabilidad de la sociedad entera en un juicio certero de los hechos: el loco o el marginado no hubiera asesinado a nadie si se le hubiera prestado la atención que este demandaba y no las burlas, el ignorarle incluso, que se le concedía.
Y es en este último punto donde llegamos a una verdad incómoda: el periodismo, como los estudios historiográficos, jamás pueden mantener la objetividad. Así entre la exquisita prosa de los periodistas nos van dejando entrever sus opiniones políticas, sus cuestiones morales y los pensamientos que atenazan sus corazones; en la elección de el que y como presentarlo lo que se transmite va más allá de la propia información dada. No es dificil dilucidar un carácter religioso a través de la crónica de David Olinger del mismo modo que Royce Brier no deja de juzgar, siempre en un segundo plano, la lamentable actuación de los ciudadanos al ahorcar a dos criminales a dispensas de la ley misma. Pero también en el caso de Goldstein y Mulroy, quizás el caso más evidente, se puede ver como transpira entre ellos una auténtica admiración, aunque no desprovista de reprobación, por los crímenes de sus compañeros Leopold y Loeb; no sólo no pueden impedir que trascienda el carácter subjetivo hasta el texto, sino que no pueden renunciar al hecho de que la crónica que realizan habla tanto de los otros como de sí mismos. He ahí la paradoja del periodista de crónica negra: debe escribir desde su punto de vista personal, fracasando necesariamente en su objetividad, mientras confronta el carácter de lo más oscuro del ser humano, de todo aquello que en el fondo nosotros en conjunto en tanto comunidad hemos creado de una u otra forma.
La imposibilidad de la objetividad periodística, o de cualquier otra clase, nos lleva hasta la fatídica verdad de que estas crónicas de los asesinatos más espectaculares de América nos narran no sólo como es el ser humano en su lado más extremo, sino como lo vive aquel que debe mantenerse siempre en el otro extremo absoluto: la absoluta objetividad de pensamiento. Y es así, en la imposibilidad de mantenerse siempre en el otro lado, donde podemos ver como es el carácter del auténtico ciudadano americano durante el siglo XX, a través de la pluma y el alma de los periodistas y los asesinos.