Movimientos (totales) en el arte mínimo (IV)

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Nanook of the North
Robert J. Flaherty
1922

Es naïf se­guir pre­ten­dien­do de­fen­der la ob­je­ti­vi­dad del do­cu­men­ta­lis­mo. Siempre lo ha si­do. Sabemos des­de bas­tan­te an­tes del ci­ne que es im­po­si­ble co­no­cer la reali­dad de for­ma ob­je­ti­va, por eso sa­be­mos que Nanook of the North es al­go bas­tan­te más com­ple­jo que una me­ra re­pre­sen­ta­ción na­tu­ra­lis­ta —aun­que se pre­ten­da, no es el Germinal de la cul­tu­ra inuit— o una re­pre­sen­ta­ción ob­je­ti­va de los acon­te­ci­mien­tos de la vi­da al nor­te de to­do. Es una re­cons­truc­ción de la vi­da, de una vi­da, allá don­de no que­da vida.

Nanook, ca­za­dor de osos, muer­to un año des­pués de fil­mar su do­cu­men­tal, es un ac­tor. Actor que ha­ce de sí mis­mo. Nada de lo que em­pren­de es un in­ten­to de su­per­vi­ven­cia real, sino re­pli­ca de las con­di­cio­nes de vi­da más co­mu­nes que Robert Flaherty pu­do ver co­mo re­pre­sen­ta­ti­vas den­tro de la vi­da de Nanook; más que do­cu­men­tal, en­sa­yo so­bre los inuits. Ni la mu­jer de Nanook es su mu­jer ni pes­ca un pez vi­vo —ya que es­ta­ba muer­to y es así in­tro­du­ci­do ba­jo el hie­lo, no de­pen­dien­do así de la for­tu­na de con­se­guir pes­car al­go— ni el iglú es cons­trui­do por com­ple­to por el per­so­na­je; in­tro­du­ce la fic­ción co­mo un mo­men­to de la reali­dad, es­co­gien­do una vi­sión in­tere­sa­da, re­cons­trui­da, de los acon­te­ci­mien­tos. Ensayo pues no co­mo gé­ne­ro, sino co­mo he­cho: es una prác­ti­ca de reali­dad, un mo­men­to de hi­po­té­ti­ca realidad.

No ha­bía pre­ten­sión al­gu­na de reali­dad. Nanook of the North no es un do­cu­men­tal, por­que no do­cu­men­ta, ni tam­po­co es un en­sa­yo, por­que no do­cu­men­ta, es te­le­rrea­li­dad, por­que re­crea la reali­dad adul­te­ra­da a tra­vés de su ma­ni­pu­la­ción pre­sen­ta­da co­mo na­tu­ral; co­no­ce­mos a los inuit a tra­vés de la fi­gu­ra he­roi­ca de uno de ellos que, en el pro­ce­so, tras­cien­de a la con­di­ción de mi­to. El mé­ri­to de Flaherty no es in­tro­du­cir la fic­ción en la pre­ten­sión real, sino crear la pri­me­ra cons­cien­cia mi­to­ló­gi­ca ci­ne­ma­to­grá­fi­ca. Estrellas hu­bo an­tes, co­mo Charles Chaplin, y la cons­cien­cia mi­to­ló­gi­ca es inhe­ren­te a la li­te­ra­tu­ra, al me­nos­des­de Gilgamesh, pe­ro la crea­ción de una fi­gu­ra cu­yo nom­bre se aso­cie a una mar­ca pro­pia, mar­ca por cinematográfica-mitológica, mar­ca ba­sa­da por aque­lla ima­gen des­ple­ga­da de sí mis­mo, es Nanook: no exis­te ca­so igual an­tes de al­guien que triun­fa­ra por re­crear sus par­ti­cu­la­res for­mas de vi­da co­mo pa­ra­dig­ma de al­go —de los inuit, de for­ma si­mi­lar que se con­si­de­ra a Belen Esteban pa­ra­dig­ma de los ba­rrios ba­jos — , sal­vo Samuel Johnsson. Incluso así, Nanook fue el pri­me­ro en lo ci­ne­ma­to­grá­fi­co, pe­ro no só­lo: tam­bién el pri­me­ro en triun­far por ab­so­lu­ta­men­te na­da —Samuel Johnson, o su otro gran com­pa­ñe­ro en ego, Giacomo Casanova, son más fa­mo­sos por sus bio­gra­fías pe­ro han lle­ga­do acom­pa­ña­do de una obra que tes­ti­mo­nia sus lo­gros — , sal­vo vivir.

Afirmar que Nanook of the North es el pri­mer do­cu­men­tal de la his­to­ria, co­mo si tu­vie­ra al­go que ver con el do­cu­men­tal mo­derno, se­ría un ab­sur­do cuan­do su es­té­ti­ca y sen­ti­do co­lin­da con la ló­gi­ca del reality show: sa­be­mos que to­do es fic­ción, que es una re­crea­ción, bue­na o ma­la, de una vi­da, pe­ro no nos im­por­ta: lo úni­co que que­re­mos fa­go­ci­tar es vi­das aje­nas. Llámenlo cien­cia o cul­tu­ra, pren­sa o co­ra­zón, pe­ro no hay gran di­fe­ren­cia en­tre Nanook y un po­li­cía cual­quie­ra de COPS: su va­lor in­trín­se­co es re­crear sus ac­tos de su­per­vi­ven­cia pa­ra que aplau­dan, cre­yén­do­se su­pe­rio­res, se­ño­ri­tos de ciu­dad de­lan­te de una pan­ta­lla retroiluminada.

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