La figura del artista adolescente es, por definición, fácil de ridiculizar: en tanto adolescente, aún buscando posiciones que siempre resultan endebles, resuelto a interpretar de forma negativa cualquier propuesta exterior a su propia personal —haciéndole caer en no pocos casos en personalismos definidos por ser reversos estrictos, ausentes de crítica, de la normatividad clásica — , suele caer en actitudes vitales que reconocemos como familiares de su tiempo, con el ánimo biliar a la cabeza. Esos árboles pueden impedirnos ver el bosque. Árboles del nihilismo que pueden hacernos creer que nada hay en el bosque, o que no hay bosque en absoluto, pero una mirada descargada de prejuicios nos puede hacer comprender que en el malditismo, incluso cuando sobrepasa la adolescencia, puede haber un poso de realidad en su pretensión de mirar el mundo con otros ojos; es posible que la adolescencia tenga tendencia hacia la distorsión de la realidad, pero también existe una disposición crítica que rara vez recuerdan los adultos.
Victor, asocial y torturado, más por gusto que por obligación, se proyecta en recuerdos de adolescencia donde se imaginaba escribiendo la gran obra del mundo, aquella que contendría la verdad inasible de cuanto es posible conocer, desde la perspectiva de su fracaso al vivir de escribir una serie de novelas sobre un detective que, más que buscar la inefable verdad del ser, se encuentra buscando los más mundanos principios del espiar deslices ajenos. Enfermo de nervios, que es como enfermar de literatura pero imaginando causas probables, no rara vez se encuentra pensando en Lulu, chica que resulta chico, atracción que resulta repulsión, a quien encontró de forma fortuita en la fiesta de clausura de un campamento del verano de 1973. Todos sus recuerdos, su vida como fracaso metafísico, se prodigan en la búsqueda, en la construcción metódica, de los acontecimientos que llevaron hasta aquel encuentro con Lulu que después se prodigó de forma consecuente en el tiempo: describe el medio que la creó y que la destruyó en lo social y en lo personal. O lo que es lo mismo, cómo penetró en su cabeza hasta hacerlo enfermar de obsesión.
Como todo buen escritor, Mircea Cărtărescu juega con nuestras expectativas desde su único campo de batalla: la narración. Lulu, la historia de un amor imposible, de un encuentro desgarrado con la carne propia, es en su estructura algo menos noble —menos noble, al menos, según quienes defiendan el elitismo literario; no existe nobleza, o su ausencia, en ciertas formas literarias por encima de otros: todo es género, incluso aquello que no parece serlo— de lo que aparenta: no auto-biografía introspectiva, sino historia de detectives. Todo cuanto nos entrega Cărtărescu es una incógnita, «¿por qué Victor se ve acosado por la imagen de Lulu diecisiete años después?», un escenario, «el campamento de verano de 1973», y la reconstrucción metódica del caso, «cómo acabó en brazos de Lulu». Nada más. Existe reflexión, pero supeditada al caso. Es una típica novela de detectives atípicos. Típica porque en nada se sale de la estructura, respetando aquello que debe ser una novela detectivesca; atípica porque no encontramos ningún arquetipo clásico, sino que adapta otra clase de personaje: el antihéroe angustiado que busca un sentido último de la existencia que le es, por definición, vetado.
Su adolescente protagonista, brillante y torturado, literato que se desprecia a sí mismo por aquello que es incluso dentro de la novela: seguidor de las estructuras de género, escritor de novelas detectivescas, encuentra fustigamiento en considerar que lo detectivesco es sólo una forma amable de construir historias para un lector, en cualquier caso, alejado de su ideal universal. El género no establece obligaciones contractuales de tono o nivel, sólo de estructura; una novela de detectives tiene que tener un misterio que se resuelve al final, partiendo de un detective que se ve en la necesidad de resolverlo. Nada más. Lo que hace Cărtărescu, es jugar con ello: asume la presunción del género cargándolo de detalles, disparándolo en todas direcciones, para hacer de una anécdota un brillante desarrollo literario. También lo hace con el prejuicio, en forma de su protagonista, que escribe una novela existencial creyendo estar escribiendo una auto-biografía que es una de sus despreciadas, y que afirma varias veces negarse a escribir, novelas de detectives; aquel desprecio que siente el mismo que escribe esa literatura de género, desprecio por considerarlo poco literario, es el juego bajo el que sostiene sus propias premisas Cărtărescu: el género es estructura, la forma y el fondo es lo que definen su calidad. O su ausencia de ella.
Detective psicológico, Victor necesita transitar sus propios recuerdos para poder penetrar en el disparadero del subconsciente, allá donde se revela la verdad profunda oculta tras su ser. ¿Qué es la introspección sino un análisis detectivesco de la psique de uno mismo? Lo brillante es como el detective y el criminal eran el mismo, pues Lulu lo único que hizo fue ser la detonación que permitiría activarse el recuerdo de aquel crimen perpetuado en su contención perpetua. Lulu fue orden, no acto, de liberación. Como un giallo de Dario Argento, salvo porque aquí el crimen del «eros» no desemboca en «thanatos», sino el crimen del «thanatos» desemboca en «eros»: la obsesión por Lulu es una obsesión de género, algo que no puede abandonar incluso cuando es lo único que desea. Siempre vuelve a ella. Todos nacemos con predisposiciones, connaturales o culturales, que no podemos dejar atrás. También él. Aun siendo considerado hombre y escritor de novelas literarias —término nefasto por lo que implica: una novela será literaria por su calidad, no por su género; puede escribirse una novela detectivesca de gran calado literario, y una novela existencial que no pase de folletinesco bestseller—, siempre vuelve tras él la consciencia de su ser mujer y escritor de novelas detectivescas: sólo cuando acepta sumergirse en esa psique torturada, fragmentada, se descubre como aquello que es. No mujer u hombre, no escritor de novelas literarias o detectivescas, sino todo ello al tiempo; se descubre, por sus contradicciones, como completo.
¿Por qué la obsesión con Lulu? Por su propio travestismo, por su condición de niña encerrada en el cuerpo de un niño, niña que ya no es en tanto hombre, niña que recuerda porque aún contiene dentro de sí, manifestado tanto en la represión de sus recuerdos como aquella represión consecuente desarrollada en su enfermedad literaria: querer ser más noble de lo que es acudiendo a las fantasías de una nobleza inexistente. Lulu es su sexo, su vagina, su coño fantasma reclamándole a través de los tiempos.
Oh, Lulu, no permitas olvidar que como araña somos todo vientre.