no existe cambio que no reclame sufrimiento

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La otre­dad de los de­más só­lo pue­de ser pen­sa­da des­de la pos­tu­ra de un “Yo” auto-consciente que crea un con­tex­to ex­pe­rien­cial a tra­vés del cual juz­gar lo que es na­tu­ral; lo que me es cer­cano y pro­pio y, por lo tan­to, asu­mi­ble co­mo cer­cano de mí mis­mo. De és­te mo­do la opo­si­ción del Yo siem­pre es ha­cia un cier­to otro Yo al cual no pue­do re­du­cir a los cá­no­nes es­tric­ta­men­te pro­pios que di­ri­mo co­mo esen­cia­les. En un ni­vel so­cial, en­ton­ces, po­dría­mos ha­blar de ese Yo co­mo una se­rie de adop­cio­nes cul­tu­ra­les co­mu­nes que asu­mi­mos co­mo un apren­di­za­je ne­ce­sa­rio a tra­vés del cual crear una opo­si­ción de lo de­más, de lo que no es nues­tra cul­tu­ra. Esta ca­te­go­ri­za­ción de la cul­tu­ra co­mo lo que nos de­fi­ne abre la po­si­bi­li­dad de ha­cer de to­do un ab­so­lu­to otro: cual­quie­ra que no se ajus­te ya no a mis creen­cias, sub­je­ti­vas y mol­dea­bles, sino a la creen­cia ab­so­lu­ta de la ra­zón, ob­je­ti­va y uni­for­me, es una en­ti­dad alie­ni­ge­na to­tal­men­te ale­ja­da de la com­pren­sión hu­ma­na. De és­te mo­do al ni­ño sal­va­je se le edu­ca en la cul­tu­ra del im­pe­rio, al bár­ba­ro se le ins­tru­ye en las cos­tum­bres de la po­lis, al co­lo­ni­za­do se le con­ce­de la vi­sión pri­vi­le­gia­da de la me­tró­po­lis y al in­fiel se le da la ilu­mi­na­ción de la fé. Éste tra­ta­mien­to sis­te­ma­ti­za­do de tor­tu­ra y mu­ti­la­ción, emi­nen­te­men­te psi­co­ló­gi­ca pe­ro en oca­sio­nes tam­bién fí­si­ca, se­ría la ba­se de “Crisálida” del di­rec­tor F. Calvelo.

En és­te per­tur­ba­dor cor­to po­de­mos ver co­mo un jo­ven des­apa­re­ci­do lla­ma por te­lé­fono a ca­sa pa­ra exi­gir­le a su ma­dre que de­je de col­gar car­te­les so­bre su des­apa­ri­ción por to­da la ciu­dad. El res­to es un via­je, pri­me­ro fí­si­co pe­ro des­pués men­tal, ha­cia los si­mas más pro­fun­das de la al­te­ri­dad hu­ma­na: se da una bús­que­da del ori­gen del trán­si­to de un Yo co­mo en­ti­dad re­co­no­ci­ble ha­cia un Yo co­mo al­te­ri­dad con res­pec­to de mí mis­mo. Este de­ve­nir que se da en la par­si­mo­nio­sa con­ver­sa­ción en­tre rap­tor y se­cues­tra­do se de­sa­rro­lla con una cal­ma com­ple­ta­men­te anti-natural con res­pec­to de la, apa­ren­te, gra­ve mag­ni­tud del asun­to. La con­ver­sa­ción fa­mi­liar, lle­na de omi­sio­nes con res­pec­to de lo que se da por he­cho, usan­do un len­gua­je me­ta­fó­ri­ca­men­te flo­ri­do no es el len­gua­je en­tre vic­ti­ma y ver­du­go, es el len­gua­je de la in­tros­pec­ción; no hay dos sino que am­bos per­so­na­jes son uno. La tor­tu­ra, ya bien in­ter­pre­ta­mos que sea real o só­lo me­ta­fó­ri­ca, ha­cia el hom­bre en la cri­sá­li­da pa­re­ce, fi­nal­men­te, só­lo ra­di­car en uno de los afo­ris­mos más po­pu­la­res de Nietzsche: “lo que no me ma­ta me ha­ce más fuer­te”. Por eso no hay otre­dad po­si­ble pues, el Yo tor­tu­ra­dor, es el Yo de la vic­ti­ma que evo­lu­cio­na a tra­vés de la auto-experimentación.

El tor­tu­ra­dor, en tan­to ara­ña, te­je las te­las que han de des­truir las de­fen­sas de su vic­ti­ma que, en es­ta oca­sión y a di­fe­ren­cia de lo que po­dría ha­cer pen­sar una in­ter­pre­ta­ción más su­per­fi­cial, es la ara­ña mis­ma. Siguiendo con la idea de Nietzsche es la ara­ña la que se en­ve­ne­na, la que se tor­tu­ra y en­re­da en una cri­sá­li­da pa­ra, así, po­der tras­cen­der su con­di­ción ha­cia un si­guien­te pa­so más allá de lo que es; obli­te­ra to­das sus con­di­cio­nes socio-culturales, de un Yo de­fi­ni­do a tra­vés de la otre­dad, pa­ra con­ver­tir­se en una otre­dad ab­so­lu­ta evo­lu­ción de su an­te­rior Yo cul­tu­ral. Porque la pseu­do­muer­te de la cri­sá­li­da es­con­de el pa­vo­ro­so via­je ha­cia el superhombre.

2 thoughts on “no existe cambio que no reclame sufrimiento”

  1. ¿He de su­po­ner por su co­men­ta­rio que no le gus­ta o le pa­re­ce inade­cua­da mi vi­sión con res­pec­to del cor­to? Si pue­de am­pliar­me el por qué de ese im­pre­sio­na­do emo­ti­cono, se lo agradecería.

    De cual­quie­ra de las for­mas, mu­chas gra­cias por pa­sar­se por el blog y co­men­tar, aun­que sea tan brevemente.
    Un saludo.

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