Manifiesto por la libertad de prensa. El artículo censurado de Albert Camus.

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El pre­sen­te tex­to es una tra­duc­ción del es­cri­to cen­su­ra­do, y por ello iné­di­to, de Albert Camus que de­bió apa­re­cer en en Le Soir ré­pu­bli­cain el 25 de Noviembre de 1939, al res­pec­to de la ne­ce­si­dad de la li­ber­tad de pren­sa en la so­cie­dad, pu­bli­ca­do re­cien­te­men­te por el pe­rió­di­co fran­cés Le Monde. La tra­duc­ción del tex­to ha si­do rea­li­za­do por mi. Disfruten con Camus.

Es di­fí­cil hoy en día evo­car la li­ber­tad de pren­sa sin ser gra­va­dos de ex­tra­va­gan­cia, acu­sa­dos de Mata-Hari, de es­tar con­ven­ci­dos de ser so­brino de Stalin.

Sin em­bar­go, es­ta li­ber­tad en­tre otras es só­lo una de las ca­ras de la li­ber­tad tout court1 y de­be­mos com­pren­der nues­tra obs­ti­na­ción en de­fen­der­la si que­re­mos acep­tar que no hay otro mo­do de ga­nar real­men­te la guerra.

Desde lue­go, la li­ber­tad tie­ne sus lí­mi­tes. También es ne­ce­sa­rio que sea li­bre­men­te re­co­no­ci­da. Los obs­tácu­los que son dis­pues­tos hoy a la li­ber­tad de pen­sa­mien­to, tam­bién he­mos di­cho to­do lo que se po­día de­cir y de­ci­mos una vez más, has­ta la sa­cie­dad, to­do lo que nos se­rá po­si­ble de­cir2. En par­ti­cu­lar, no nos asom­bra­re­mos nun­ca lo bas­tan­te, de que el prin­ci­pio de la cen­su­ra una vez pro­nun­cia­da pro­du­ce que la re­pro­duc­ción de tex­tos pu­bli­ca­dos en Francia, y pre­ten­di­do por la cen­su­ra, sea prohi­bi­do en el área me­tro­po­li­ta­na en Soir ré­pu­bli­cain (pe­rió­di­co, pu­bli­ca­do en Argel, del cual Albert Camus fue edi­tor en je­fe en su tiem­po), por ejem­plo. El he­cho de que a es­te res­pec­to un dia­rio de­pen­da del es­ta­do de áni­mo o la com­pe­ten­cia de un hom­bre de­mues­tra me­jor que cual­quier otra co­sa el gra­do de con­cien­cia que he­mos logrado.

Uno de los bue­nos pre­cep­tos de una fi­lo­so­fía dig­na de es­te nom­bre es no res­tre­gar­se por la ca­ra la­men­ta­cio­nes inú­ti­les fren­te a una si­tua­ción que no pue­de evi­tar­se. El te­ma en Francia ya no es sa­ber el mo­do de po­der pre­ser­var las li­ber­ta­des de la pren­sa. Se tra­ta de in­ves­ti­gar có­mo, fren­te a la su­pre­sión de es­tas li­ber­ta­des, un pe­rio­dis­ta pue­de per­ma­ne­cer li­bre. El pro­ble­ma ya no es­tá ra­di­ca­do en la co­mu­ni­dad. Incumbe al individuo.

Y pre­ci­sa­men­te lo que se op­tó por de­fi­nir aquí, son las con­di­cio­nes y los me­dios por las que, den­tro de la gue­rra y sus ser­vi­dum­bres, la li­ber­tad pue­de pue­de ser, no só­lo pre­ser­va­da, sino tam­bién ma­ni­fes­tar­se. Estos me­dios son cua­tro: la lu­ci­dez, el re­cha­zo, la iro­nía y la obs­ti­na­ción. La lu­ci­dez su­po­ne el en­tre­na­mien­to de re­sis­ten­cia al cul­to del odio y la fa­ta­li­dad. En el mun­do de nues­tra ex­pe­rien­cia, lo cier­to es que to­do pue­de ser evi­ta­do. La gue­rra en sí, que es un fe­nó­meno hu­mano, pue­de ser evi­ta­da en to­do mo­men­to o ser de­te­ni­do por los me­dios hu­ma­nos. Basta con co­no­cer la his­to­ria de po­lí­ti­ca eu­ro­pea de los úl­ti­mos años pa­ra cer­cio­rar­se de que la gue­rra, sea cual sea es­ta, tie­ne unas cau­sas evi­den­tes. Esta vi­sión cla­ra de las co­sas ex­clu­ye el odio cie­go y la de­ses­pe­ra­ción que lais­se fai­re3. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, no se deses­pe­ra y lu­char por lo que él cree que es ver­dad, co­mo si su ac­ción pu­die­ra afec­tar el cur­so de los acon­te­ci­mien­tos. El no pu­bli­ca­rá na­da que pue­da in­ci­tar al odio o pro­vo­car la de­ses­pe­ra­ción. Todo ello es­tá en su poder.

Frente a la cre­cien­te ola de es­tu­pi­dez, es­to es igual­men­te ne­ce­sa­rio pa­ra opo­ner­se a al­gu­nos re­cha­zos. Ni to­das las res­tric­cio­nes del mun­do ha­rán que un es­pí­ri­tu mí­ni­ma­men­te hon­ra­do se com­pro­me­ta an­te la des­ho­nes­ti­dad. Ahora bien, sí co­no­ce­mos los me­ca­nis­mos de la in­for­ma­ción, es fá­cil com­pro­bar la au­ten­ti­ci­dad de una no­ti­cia. Eso es a lo que un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te de­be pres­tar to­da su aten­ción. En efec­to, si se pue­de de­cir lo que pien­sa, él no pue­de afir­mar aque­llo que él no pien­sa o que cree co­mo fal­so. Y así es co­mo un pe­rió­di­co li­bre se mi­de tan­to por lo que di­ce co­mo por lo que no di­ce. Cualquier efec­to ne­ga­ti­vo de es­ta li­ber­tad, con mu­cho, es lo más im­por­tan­te de to­do, si se sa­be man­te­ner. En tan­to alla­na el ca­mino a la au­tén­ti­ca li­ber­tad. En con­se­cuen­cia, un pe­rió­di­co in­de­pen­dien­te da el ori­gen de su in­for­ma­ción, ayu­da al pú­bli­co pa­ra su pon­de­ra­ción, re­pu­dia el la­va­do de ce­re­bro, eli­mi­na la in­ju­ria, su­pera los co­men­ta­rios de la es­tan­da­ri­za­ción del con­jun­to de la in­for­ma­ción, en re­su­men, es la ver­dad en la me­di­da de la fuer­za hu­ma­na. Esta me­di­da, si re­sul­ta fa­mi­liar, le per­mi­te al me­nos ne­gar que no hay fuer­za en el mun­do que co­mo no po­dría ha­cer­le acep­tar es­tar: al ser­vi­cio de la mentira.

Esto nos lle­va a la iro­nía. Uno pue­de pos­tu­lar un es­pí­ri­tu que po­see el gus­to y los me­dios pa­ra im­po­ner la res­tric­ción que se mues­tre in­sen­si­ble an­te la iro­nía. No ve­mos a Hitler, por co­ger só­lo un ejem­plo en­tre otros, ha­cien­do uso de la iro­nía so­crá­ti­ca. Por lo tan­to, la iro­nía si­gue sien­do un ar­ma sin pre­ce­den­tes en con­tra de los de­ma­sia­do po­de­ro­sos. Es un com­ple­men­to del re­cha­zo, ya que nos per­mi­te re­cha­zar lo que es fal­so, pe­ro a me­nu­do tam­bién nos sir­ve pa­ra de­cir lo que es ver­da­de­ro. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, no tie­ne de­ma­sia­das ilu­sio­nes al res­pec­to de la in­te­li­gen­cia de los que le opri­men. Él es pe­si­mis­ta res­pec­to al hom­bre. Una ver­dad ex­pre­sa­da en un tono dog­má­ti­co es cen­su­ra­da nue­ve de ca­da diez ve­ces. La mis­ma ver­dad di­cha en bro­ma lo es tan só­lo cin­co de ca­da diez ve­ces. Esta dis­po­si­ción fi­gu­ra bas­tan­te exac­ta­men­te las po­si­bi­li­da­des de la in­te­li­gen­cia hu­ma­na. También ex­pli­có que los pe­rió­di­cos fran­ce­ses co­mo Le Merle o Le Canard aun cuan­do en­ca­de­na­dos po­drían se­guir pu­bli­can­do re­gu­lar­men­te los va­lien­tes ar­tícu­los que les co­no­ce­mos. Un pe­rio­dis­ta in­de­pen­dien­te, en 1939, es ne­ce­sa­ria­men­te iró­ni­co, sin em­bar­go, es­to es a me­nu­do de ma­la ga­na. Pero la ver­dad y la li­ber­tad son aman­tes exi­gen­tes, por­que tie­nen po­cos amantes.

Esta dis­po­si­ción del es­pí­ri­tu se de­fi­ne bre­ve­men­te, es evi­den­te que no se pue­de sos­te­ner con efi­ca­cia sin un mí­ni­mo de obs­ti­na­ción. Son los mu­chos obs­tácu­los que se co­lo­can a la li­ber­tad de ex­pre­sión. Estos no son lo más se­ve­ro que pue­de des­co­ra­zo­nar a un es­pí­ri­tu. Ya que las ame­na­zas, las sus­pen­sio­nes, las per­se­cu­cio­nes aco­me­ti­das ge­ne­ral­men­te en Francia, con­si­guen el efec­to con­tra­rio al pre­ten­di­do. Pero de­be­mos ad­mi­tir que se tra­ta de obs­tácu­los de enor­mes pro­por­cio­nes: la cons­tan­cia en la es­tu­pi­dez, la co­bar­día or­ga­ni­za­da, la es­tu­pi­dez agre­si­va, y no­so­tros arre­glán­do­nos­las. Aquí es­tá el gran obs­tácu­lo que de­be su­pe­rar­se. La obs­ti­na­ción es una vir­tud car­di­nal aquí. Por una cu­rio­sa, pe­ro ob­via, pa­ra­do­ja a con­ti­nua­ción se ini­cia en el ser­vi­cio de la ob­je­ti­vi­dad y de la tolerancia

Aquí hay un con­jun­to de re­glas pa­ra pre­ser­var la li­ber­tad in­clu­so den­tro de la ser­vi­dum­bre. ¿Y des­pués?, di­rán. ¿A con­ti­nua­ción? Que no se pre­ci­pi­ten. Si tan só­lo to­dos los fran­ce­ses tie­nen a bien man­te­ner den­tro de su ám­bi­to to­do lo que creen que es ver­da­de­ro y co­rrec­to, si qui­sie­ran ayu­dar con su pe­que­ña con­tri­bu­ción al man­te­ni­mien­to de la li­ber­tad, re­sis­tir el aban­dono y dar a co­no­cer su vo­lun­tad, en­ton­ces y só­lo en­ton­ces es­ta gue­rra se ga­na­ría, en el sen­ti­do más pro­fun­do de la palabra.

Sí, a me­nu­do de ma­la ga­na un es­pí­ri­tu li­bre de es­te si­glo ha he­cho sen­tir su iro­nía. ¿Qué pla­cer se pue­de en­con­trar en es­te mun­do en lla­mas? Pero la vir­tud del hom­bre es la de per­ma­ne­cer al fren­te de to­do lo que lo nie­ga. Nadie quie­re vol­ver a re­pe­tir los vein­ti­cin­co años de la do­ble ex­pe­rien­cia de 1914 y de 1939. Por lo tan­to, de­be­mos pro­bar un mé­to­do que to­da­vía es bas­tan­te nue­vo, que se­ría la jus­ti­cia y la ge­ne­ro­si­dad. Pero és­tas só­lo se ex­pre­san en los co­ra­zo­nes de los que ya es­tán li­bres y sus es­pí­ri­tus to­da­vía son cla­ri­vi­den­tes. Formar es­tos co­ra­zo­nes y es­pí­ri­tus, des­per­tar más bien4, a la fe mo­des­ta y am­bi­cio­sa que re­vier­te al hom­bre en eman­ci­pa­do. Hay que ate­ner­se a ello, sin ver más allá. La his­to­ria se­rá o no te­ner en cuen­ta es­tos es­fuer­zos. Pero que se produjeron.

  1. Aunque se po­dría tra­du­cir por es só­lo una de las ca­ras de la li­ber­tad en su to­ta­li­dad he pre­fe­ri­do de­jar la ex­pre­sión fran­ce­sa por el con­te­ni­do fi­lo­só­fi­co que tie­ne en su idio­ma na­tal y que po­dría per­der­se en es­pa­ñol. Una tra­duc­ción apro­xi­ma­da, aun cuan­do in­exac­ta y li­bre, po­dría ser es só­lo una de las ca­ras de la li­ber­tad y na­da más (NdT). []
  2. Sobre los obs­tácu­los. En es­ta fra­se es­tá ha­blan­do, de for­ma qui­zás al­go con­fu­sa e im­plí­ci­ta, so­bre ha­blar al res­pec­to de los pro­pios obs­tácu­los (NdT). []
  3. La tra­duc­ción exac­ta se­ría Esta vi­sión cla­ra de las co­sas ex­clu­ye el odio cie­go y la de­ses­pe­ra­ción que de­ja ha­cer. Se ha res­pe­ta­do la ex­pre­sión ori­gi­nal fran­ce­sa pa­ra no pro­du­cir po­si­bles con­fu­sio­nes con su tra­duc­ción (NdT). []
  4. Les ré­vei­ller plu­tôt en el ori­gi­nal (NdT). []

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