La síntesis relacional nomádica huye de la relación institucional del tú-yo

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Los Muppets, de James Bobin

Hay re­la­cio­nes que, aun cuan­do las ins­ti­tu­cio­nes en las que se las cir­cuns­cri­ben cam­bian, ja­más des­apa­re­cen. El clá­si­co ejem­plo es el de la co­mu­ni­dad que, a lo lar­go de los si­glos, ha ido cam­bian­do de for­ma no­to­ria se­gún la cul­tu­ra o la so­cie­dad don­de es­ta aflo­ra­ra; to­da co­mu­ni­dad ha si­do siem­pre un re­fle­jo de las par­ti­cu­la­ri­da­des pro­pias de ca­da tiem­po con un nú­cleo co­mún cons­tan­te: la agru­pa­ción ba­jo una mis­ma ban­de­ra de un nú­me­ro in­de­ter­mi­na­do de gen­te con el in­te­rés co­mún de vi­vir en co­mu­ni­dad. Pero si ha­bla­mos de co­mu­ni­dad tam­bién de­be­ría­mos en­ten­der que es­ta no es ex­clu­si­va­men­te hu­ma­na, pues tam­bién los ani­ma­les ge­ne­ran ins­tin­ti­va­men­te sus pro­pias co­mu­ni­da­des, o, en úl­ti­mo tér­mino, in­clu­so de­be­ría­mos con­si­de­rar que to­do ob­je­to exis­ten­te en el mun­do se cons­ti­tu­ye (ne­ce­sa­ria­men­te) en co­mu­ni­dad. Bajo es­ta pre­mi­sa, por pu­ra ex­tra­po­la­ción, cual­quier que­ja de que se es­tá di­sol­vien­do trau­má­ti­ca­men­te el con­cep­to de fa­mi­lia ‑sin ir más le­jos, en el reite­ra­ti­vo ca­so del se­ñor Rouco Varela- es ab­so­lu­ta­men­te ab­sur­do: la fa­mi­lia, co­mo la co­mu­ni­dad, es una agru­pa­ción de gen­te que se con­for­ma­da por una co­mu­nión de la­zos da­da (familiares-afectivos en el pri­me­ro, sociales-utilitaristas en el se­gun­do) que cam­bia se­gún los cam­bios cul­tu­ra­les que se pro­duz­can en la so­cie­dad; si la so­cie­dad cam­bia, las par­ti­cu­la­ri­da­des ins­ti­tu­cio­na­les de la familia/comunidad cam­bian, pe­ro no su nú­cleo esencial. 

En el ca­so de Los Muppets es­ta­ría­mos ha­blan­do pre­ci­sa­men­te de una pe­lí­cu­la que en­car­na a la per­fec­ción to­dos los ni­ve­les de es­ta con­tin­gen­cia de la ins­ti­tu­cio­na­li­za­ción de las con­for­ma­cio­nes so­cia­les a, al me­nos, tres de ellas en es­pe­cí­fi­cas: la fa­mi­lia, el amor la co­me­dia. A tra­vés de es­tas no só­lo ar­ti­cu­la­rán una co­me­dia bri­llan­te con una ca­pa­ci­dad ex­qui­si­ta pa­ra ge­ne­rar una can­ti­dad obs­ce­na de mo­men­tos de ter­nu­ra cua­si in­fi­ni­ta, sino que tam­bién hi­la­rán sin nin­gu­na di­fi­cul­tad es­ta des­ar­ti­cu­la­ción de las ins­ti­tu­cio­nes de las re­la­cio­nes que es­tas articulan. 

El ca­so de la fa­mi­lia es el más ob­vio de cuan­tos ocu­rren, en pri­me­ra ins­tan­cia, por la re­la­ción en­tre Gary y Walter, el her­mano hu­mano y el her­mano mup­pet. En su ca­so hay una cons­tan­te su­bor­di­na­ción el uno en el otro en una re­la­ción que sa­cri­fi­ca a ter­ce­ros pa­ra es­tar siem­pre el uno jun­to al otro; su re­la­ción de her­ma­nos es­tá por en­ci­ma de cual­quier otra re­la­ción que pue­dan cons­truir ha­cia los de­más. Esta só­lo se que­bra­rá an­te la pre­sen­cia de Mary al po­ner en si­tua­ción a Gary de la ne­ce­si­dad de ele­gir en­tre ella o los mup­pets, de­ci­dien­do so­bre ella en el ac­to ins­ti­tu­cio­nal por ex­ce­len­cia: la pe­ti­ción de ma­tri­mo­nio. Es por ello que du­ran­te to­da la pe­lí­cu­la se nos po­ne siem­pre en la si­tua­ción clá­si­ca de los do­bles con­tra­pues­tos, don­de los hu­ma­nos siem­pre ac­túan en fa­vor de lo re­la­cio­nes só­li­das, de las ins­ti­tu­cio­nes, los mup­pets siem­pre se con­for­man a tra­vés de re­la­cio­nes no­má­di­cas a tra­vés de las cua­les pue­den cons­ti­tuir­se li­bre­men­te. Si pa­ra que Gary sea uno con Mary han de ca­sar­se ne­ce­sa­ria­men­te ‑y, por ex­ten­sión, pa­ra ser un hombre- pa­ra que Walter sea uno de los mup­pets só­lo de­be de­sear ser un mup­pet; el amor ins­ti­tu­cio­nal es la hi­per­tro­fia del ser el otro que su­po­ne el li­bre flu­jo en la eli­mi­na­ción del tú-yo que su­po­ne el amor.

Bajo es­ta vi­sión las re­la­cio­nes hu­ma­nas no se­rían só­lo ins­ti­tu­cio­na­les, sino que tam­bién se cons­ti­tui­rían co­mo se­den­ta­rias, mien­tras que la de los mup­pets se­rían re­la­cio­nes no­má­di­cas en las cua­les ha­bría una li­bre cir­cu­la­ción del de­seo. Si co­mo he­mos vis­to la di­fe­ren­cia de la cons­ti­tu­ción del amor en­tre hu­ma­nos y mup­pets es ra­di­cal­men­te opues­ta, ¿cual se­ría en­ton­ces la di­fe­ren­cia bá­si­ca en­tre cons­truir­se en una fa­mi­lia se­den­ta­ria y en una no­má­di­ca? La po­si­bi­li­dad (o no) de ser en flu­jo; de cons­ti­tuir­se en su ca­pa­ci­dad de mo­vi­mien­to. Mientras que la re­la­ción de Gary y Mary se ba­sa en esa auto-perpetuación del no­so­tros, de un tú y yo ba­sa­do en el es­tan­ca­mien­to de la uni­di­rec­cio­na­li­dad de las re­la­cio­nes, la re­la­ción de Gustavo y Peggy es om­ni­di­rec­cio­nal: du­dan, se con­tra­rían, se ale­jan y se apro­xi­man pe­ro siem­pre se mues­tran cer­ca­nos, por­que no son dos en­tes re­la­cio­na­dos sino una úni­ca en­ti­dad en flu­jo. Mientras la má­xi­ma me­ta de Gary y Mary es el ma­tri­mo­nio, la unión institucional-sedentaria de la dua­li­dad del no­so­tros, la re­la­ción de Gustavo y Peggy se en­ca­mi­na ha­cia el amor au­tén­ti­co, una re­la­ción don­de se eva­po­ra la re­la­ción por­que no hay tú-yo o no­so­tros por­que Gustavo es Peggy y Peggy es Gustavo; en el amor au­tén­ti­co hay con­ti­nuo de­ve­nir, no hay apri­sio­na­mien­to del otro, por­que el otro soy yo en la mis­ma me­di­da que yo soy el otro.

En es­to se ba­sa pre­ci­sa­men­te la idea de amor o fa­mi­lia que pien­sa Gustavo cuan­do afir­ma que no im­por­ta su nom­bre o cuan le­jos ha­yan es­ta­do, en el es­pa­cio o en el tiem­po, unos de otros: son y se­rán siem­pre una fa­mi­lia. Así las au­tén­ti­cas re­la­cio­nes son las que se dan en una sín­te­sis que pro­du­ce que yo no sea yo, sino que sea yo y to­dos aque­llos in­vo­lu­cra­dos en la re­la­ción que he cons­ti­tui­do. Por eso Walter es un mup­pet de fac­to, por­que en tan­to él se re­co­no­ce co­mo uno de los mup­pets y ellos se re­co­no­cen co­mo él, en que es ellos mis­mos, él es un mup­pet.

Por eso el ca­so de la re­la­ción del hu­mor, que es en de­fi­ni­ti­va la reali­dad úl­ti­ma esen­cial de Los Muppets, es el ca­so que de­be de­sa­rro­llar­se ba­jo es­tos mis­mos tér­mi­nos. El hu­mor que de ver­dad se cons­ti­tu­ye co­mo hu­mor es aquel que se mues­tra no­má­di­co en su ca­pa­ci­dad de tran­si­tar en am­bas di­rec­cio­nes; el au­tén­ti­co hu­mor es aquel que se cons­ti­tu­ye co­mo la ca­pa­ci­dad de re­co­no­cer­me en am­bas fa­ce­tas del hu­mor. Pongamos por ca­so que una bo­la de bo­los im­pac­ta con­tra un vi­llano en el pe­cho lan­za­do por un pe­que­ño mu­ñe­co de fel­pa azul, en és­te ca­so el au­tén­ti­co hu­mor no se­ría tan­to el hu­mor que se­ría tal en cual­quier mo­men­to y lu­gar de for­ma aje­na a la ins­ti­tu­ción del hu­mor del mo­men­to co­mo el he­cho de que esa es­ce­na nos ha­ce sen­tir el do­lor de tal mo­do que ne­ce­si­ta­mos reír­nos pa­ra so­bre­pa­sar­lo; en tan­to yo soy el otro, ese do­lor es mío y ne­ce­si­to ra­cio­na­li­zar­lo a tra­vés de la ri­sa. Ese es el pro­duc­to de la au­tén­ti­ca sín­te­sis de la re­la­ción hu­mo­rís­ti­ca, el con­se­guir que el ob­je­to y el es­pec­ta­dor de la ac­ción hu­mo­rís­ti­ca sea la mis­ma obli­gan­do que la reac­ción an­te el ho­rror de la ac­ción ten­ga que ser esa unión sim­bó­li­ca ha­cia su acep­ta­ción: es la ri­sa que nos per­mi­te ra­cio­na­li­zar el te­rror y/o el do­lor de ese ins­tan­te que sen­ti­mos co­mo pro­pio. La ri­sa es, en úl­ti­mo tér­mino, el ca­na­li­za­dor úl­ti­mo de las re­la­cio­nes fa­lli­das del hom­bre con el mundo. 

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