colisiones miméticas en la feria de los horrores

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La vi­da cul­tu­ral de Occidente y Oriente son dos ríos que van co­rrien­do en pa­ra­le­lo y, só­lo de vez en cuan­do, con­flu­yen en pun­tos co­mu­nes pa­ra en­ri­que­cer­se mu­tua­men­te y vol­ver ca­da uno por su pro­pio ca­mino. Así mien­tras el mun­do an­glo­sa­jón de­fi­ne en gran me­di­da el so­ni­do del rock, en Japón ig­no­ran cual­quier no­ción de lo que de­be­ría ser es­te mis­mo gé­ne­ro, tra­du­cién­do­lo a sus có­di­gos. Una de es­tas con­fluen­cias; co­li­sión más bien en es­te ca­so, se ha da­do re­cien­te­men­te en­tre dos gru­pos fe­ti­che de la al­ter­na­ti­vi­dad soft de am­bos la­dos del charco.

En un la­do nos en­con­tra­mos con Danger Days: The True Lives of the Fabulous Killjoys de My Chemical Romance, un dis­co fas­tuo­so que in­ten­ta ha­cer un dis­co con­cep­tual en el cual lo ja­po­nés es­tá pre­sen­te en ca­da ins­tan­te. Influenciados por el j‑rock ve­ni­do de la mano de Miyavi, el cual es­tá in­ten­tan­do ate­rri­zar en EEUU co­mo la nue­va sen­sa­ción de mo­da, su es­ti­lo cam­bia ha­cia una cier­ta fas­tuo­si­dad y ra­di­ca­li­dad pro­pia del im­pe­rio del sol na­cien­te. Por su la­do Balzac da un tre­men­do vo­lan­ta­zo en su Judgement Day pa­ra de­jar, aho­ra sí de­fi­ni­ti­va­men­te, la imi­ta­ción ba­ra­ta de los Misfits pa­ra co­men­zar a ha­cer un ho­rror punk ab­so­lu­ta­men­te per­so­nal. Pero don­de My Chemical Romance asu­me los có­di­gos que le son pro­pios a lo ja­po­nés, es­tos be­ben de una for­ma des­ca­ra­da del hard­co­re me­ló­di­co de una ve­na más pop, acer­cán­do­se in­clu­so a la tea­tra­li­dad es­pec­ta­cu­lar de Panic! At the Disco. ¿Cual es el pro­ble­ma de es­ta do­ble hi­bri­da­ción? El pro­ble­ma es que My Chemical Romance fa­lla en su ja­po­ne­sis­mo y Misfits triun­fa en su re­in­ven­ción de si mis­mos des­de có­di­gos ajenos.

El dis­co de My Chemical Romance se nos pre­sen­ta co­mo una tre­pi­dan­te road mo­vie mu­si­cal en la cual va­mos vi­vien­do con fer­vor un via­je por el de­sier­to, siem­pre car­ga­dos de una cier­ta es­té­ti­ca ni­po­na. Esto no es pre­ci­sa­men­te una no­ve­dad cuan­do Gerard Way can­ta­ría jun­to con Kyosuke Himuro en el sin­gle de es­te se­gun­do el muy bien hi­la­do te­ma de al­ma pop que es Safe And Sound; una be­llí­si­ma road mo­vie de pul­so con­te­ni­do con un ca­rác­ter per­fec­to. En es­te sin­gle ajeno ya en­con­tra­re­mos to­dos los tics que en­con­tra­re­mos de for­ma par­ti­cu­lar en el dis­co em­pe­zan­do des­de el so­ni­do ca­mu­fla­da­men­te j‑rock has­ta la te­má­ti­ca pa­san­do por el pun­to que les une a Balzac, unos co­ros más pro­pios del ho­rror punk adap­ta­dos pa­ra es­ta hu­mil­de oca­sión. El pro­ble­ma es que My Chemical Romance asu­men Japón des­de una vi­sión oc­ci­den­tal; don­de en el sin­gle de Kyosuke Himuro ha­bía fres­cu­ra y tec­ni­cis­mo en el gru­po de Gerard Way nos en­con­tra­mos con un con­ti­nuo des­pro­pó­si­to de om­bli­guis­mo y abi­ga­rra­mien­to. Muy le­jos de te­ner las ca­pa­ci­da­des com­po­si­ti­vas o si­quie­ra la vi­sión ade­cua­da, nos ofre­cen un so­ni­do tos­co y una es­té­ti­ca muy ale­ja­da del so­ni­do ja­po­nés; aquí só­lo es­tá la vi­sión ses­ga­da y con­ta­mi­na­da de unos ame­ri­ca­nos que creen que Japón es Americalandia con ojos rasgados.

Sin em­bar­go el dis­co de Balzac se nos pre­sen­ta a prio­ri co­mo un más de lo mis­mo, uno de sus con­ti­nuos pa­ra­dig­mas del te­rror don­de es­ta vez, par­ti­cu­lar­men­te, asu­men una cier­ta vi­sión in­co­ne­xa del fin del mun­do. Como ya ade­lan­te an­tes el so­ni­do da un fuer­te gi­ro pa­ra aso­mar­se ha­cia los ca­mi­nos pro­pios del hard­co­re me­ló­di­co más en bo­ga en­tre la ju­ven­tud ame­ri­ca­na pe­ro, una vez más, es­to ya se ha­bía ade­lan­ta­do en su an­te­rior tra­ba­jo en el te­ma The Eyes (That See What Isn’t There) Y, aun­que aquí ya en­con­tra­mos to­dos los tics pro­pios de es­te ál­bum, tam­bién en­con­tra­mos una in­ten­ción muy cla­ro: la bús­que­da de un so­ni­do úni­co y per­so­nal. Respetando su he­ren­cia, tan­to con el ho­rror punk y con el ca­rác­ter ja­po­nés, van dan­do vuel­tas so­bre me­lo­días que he­re­dan lo me­jor del gru­po ha­cién­do­lo so­nar en un re­gis­tro más me­ló­di­co; acer­cán­do­lo ha­cia una suer­te de epi­ci­dad de freak show. El ca­rác­ter ame­ri­cano, en reali­dad siem­pre pre­sen­te del gru­po, le acer­ca ha­cia un so­ni­do aun más ge­nuí­na­men­te ja­po­nés al ha­cer de es­te dis­co una re­pre­sen­ta­ción fe­rian­te; tre­men­da­men­te tea­tral, del fin del mundo.

En el cho­que bru­tal la car­ne y el me­tal se re­tuer­cen ba­jo los re­sul­ta­dos de una fal­sa reali­dad es­pec­ta­cu­lar tras la cual só­lo que­da el pla­cer pro­pio de la tor­sión de la reali­dad cor­pó­rea. Del mis­mo mo­do tras la co­li­sión en­tre los so­ni­dos de Oriente y Occidente am­bos aca­ban en una ca­tar­sis en cual el ca­rác­ter pro­pio de mí­me­sis adap­ta­cio­nal ni­pón ha­ce que Balzac con­si­gan adap­tar con maes­tría su des­car­na­do ho­rror punk a los có­di­gos hor­mo­na­les del hard­co­re de ca­rác­ter pop. Mientras, los ame­ri­ca­nos, se re­tuer­cen co­mo gu­sa­nos en­tre frag­men­tos de cris­tal y me­tal dis­pa­ra­dos en una fe­ria de los ho­rro­res a la cual nun­ca fue­ron invitados.

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