el humor no conoce de limites ni de aranceles

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Hablar de hu­mor en España, des­de ha­ce ya va­rios si­glos, es in­vo­car una uto­pía re­le­ga­da a un eterno un­der­ground pues siem­pre es des­te­rra­do a los már­ge­nes de la cul­tu­ra ofi­cial. Cualquiera que in­ten­te des­ta­car, que pre­ten­da te­ner una voz pro­pia en el pa­no­ra­ma es­pa­ñol, de­be­rá ale­jar­se de for­ma ta­xa­ti­va de cual­quier pre­ten­sión de rea­li­zar un hu­mor que no sea lam­pi­ño; lim­pio de to­da sos­pe­cha. Esto mis­mo que lle­va a la re­cien­te con­de­na me­diá­ti­ca al sin par Nacho Vigalondo lle­vó a su­frir el os­tra­cis­mo al aun más úni­co Enrique Jardiel Poncela. Y por eso, en es­tos ya eter­nos tiem­pos os­cu­ros, es im­por­tan­te re­cor­dar una no­ve­la tan in­te­li­gen­te co­mo Amor se es­cri­be sin hache.

En es­ta ge­nial obra Poncela sub­vier­te los có­di­gos de la no­ve­la ro­mán­ti­ca, tan en bo­ga aun hoy, pa­ra lle­var­los has­ta su ex­tre­mo más ab­sur­do y des­qui­cia­do. De es­te mo­do se­gui­mos la his­to­ria de la jo­ven Sylvia, una mu­cha­cha que irá ca­yen­do en los bra­zos de unos y otros; ha­cien­do des­gra­cia­dos a quie­nes se com­pro­me­tan con ella cuan­do an­tes los hi­zo di­cho­sos. Aquí no en­con­tra­re­mos una piz­ca de amor co­mo un he­cho edi­fi­can­te ni mu­chí­si­mo me­nos un re­tra­to ama­ble de que es o pu­die­ra ser el hom­bre o la mu­jer. Claro que tam­bién ha­bría que con­si­de­rar des­qui­cia­dos a aque­llos que crean que en las no­ve­las ro­mán­ti­cas se da un re­tra­to real de las per­so­nas y sus re­la­cio­nes. Debido a que los an­te­rio­res su­je­tos abun­dan, es­te fo­lle­tín nos da un re­tra­to iró­ni­co de co­mo real­men­te las per­so­nas ven las cues­tio­nes de gé­ne­ro y el amor: las mu­je­res son im­bé­ci­les o mal in­ten­cio­na­das; los hom­bres, in­ge­nuos y dé­bi­les; y el amor, una pa­tra­ña que se in­vo­can los unos a los otros pa­ra man­te­ner­se en un en­ga­ño perspicaz.

Ante ta­ma­ña obra que, co­mo una mu­jer, es en­ga­ño­sa y es­qui­va, só­lo le po­día va­ler el me­jor de los ves­ti­dos po­si­bles y, sin du­da, Blackie Books su­po co­mo ves­tir­la pa­ra la oca­sión. Con una edi­ción mi­ma­da en ca­da uno de sus de­ta­lles des­ta­ca esa ho­ja de ruta-ilustración de por­ta­da de Jonathan Millán que nos ha­ce re­me­mo­rar to­do el via­je de un só­lo plu­ma­zo. Y es que el li­bro, co­mo Sylvia, no nos en­ga­ña y en ca­da fra­se es par­co, cla­ro y ex­po­si­ti­vo, ja­más nos ne­ga­rá o men­ti­rá en sus ac­cio­nes; aun­que es muy pro­ba­ble que aca­be en­ga­ñán­do­nos con otros lec­to­res que nos lo co­ge­rán pres­ta­do. No se le pue­de pe­dir fi­de­li­dad a aquel que de en­tra­da nos pro­me­te la aven­tu­ra, la ne­ce­si­dad de un eterno vai­vén de emo­cio­nes sin fin pa­ra lle­gar has­ta el éx­ta­sis fi­nal. Después, an­te una per­so­na así, lo me­jor se­rá de­jar­la vo­lar li­bre y que des­cu­bra otros mun­dos, otras pa­sio­nes, o; con el ca­so de la no­ve­la de Jardiel, per­mi­tir que otros su­fran del an­gus­tio­so fla­to que pro­du­ce en­tre car­ca­ja­das. Todo lo de­más, es un ac­to de pu­ro egoísmo.

Nos di­ría el pro­pio Jardiel que «el que ha­ce hu­mo­ris­mo pien­sa, sa­be, ob­ser­va y sien­te» por eso es tan sub­ver­si­vo; de ahí el odio vis­ce­ral que le pro­ce­sa la ma­sa, siem­pre ig­no­ran­te, y el es­ta­do, una ma­sa so­li­di­fi­ca­da en po­der. No per­mi­tan que las ri­sas se apa­guen y, pa­ra eso, no hay me­jor so­lu­ción que em­pe­zar a reír­se con una co­sa se­ria co­mo el amor por­que, de las co­sas se­rias de es­ta vi­da, uno se ha de reír. Y de lo que uno no se pue­de reír, es de aque­llo de lo cual más se de­be jactar.

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