la batuta del diablo

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El dia­blo ace­cha siem­pre ex­pec­tan­te pa­ra ha­cer un tra­to del que nun­ca seas el be­ne­fi­cia­rio, aun­que el dia­blo tam­bién pue­de to­mar la for­ma de un em­pre­sa­rio sin es­crú­pu­los. Esto lo sa­be bien Brian de Palma y nos cuen­ta una nue­va ver­sión del cuen­to de Fausto en Phantom of the Paradise. 

El com­po­si­tor Winslow Leach lla­ma la aten­ción de Swan, un pro­duc­tor de una im­por­tan­te dis­co­grá­fi­ca, el cual le ro­ba su ope­ra pri­ma, Faust. Después de una tram­pa con la cual aca­ba­rá en la cár­cel con­se­gui­rá huir pe­ro, tre­men­da­men­te des­fi­gu­ra­do, se con­ver­ti­rá en un re­men­dó de el fan­tas­ma de la ope­ra y fir­ma­rá un si­nies­tro con­tra­to con Swan. Escribirá Winslow pa­ra él siem­pre y cuan­do can­te su amor pla­tó­ni­co, Phoenix. Claro que, na­da es tan fá­cil co­mo pa­re­ce. Todo se tras­to­ca en una es­pe­cie de mu­si­cal don­de los odios, las ven­gan­zas, las in­tri­gas y el amor se con­fun­den y tras­tor­nan en bús­que­da del éxi­to, del triun­fo úl­ti­mo y úni­co de uno de los in­vo­lu­cra­dos y la mú­si­ca so­bre la que dan vuel­tas. Y en to­do des­ta­ca, la mú­si­ca es so­ber­bia, los mo­men­tos de slaps­tick y co­me­dia son des­ca­cha­rran­tes a la par que los dra­má­ti­cos eri­zan los ca­be­llos. Toda la his­to­ria se en­tre­la­za en to­do mo­men­to en­tre sí con re­quie­bros con­ti­nuos y na­tu­ra­les que se van en­la­zan­do en­tre sí. Pero si en al­go des­ta­ca so­bre lo de­más, en su uso de los as­pec­tos for­ma­les. Veamos una es­ce­na de ejemplo. 

Pónganse en si­tua­ción e ima­gi­nen. Estamos vien­do un en­sa­yo don­de ve­mos a un gru­po de chi­cos y chi­cas gua­pos po­nien­do mo­rri­tos y can­tan­do un pop re­sul­tón. De re­pen­te la pan­ta­lla se di­vi­de y ve­mos a Winslow po­ner una bom­ba de re­lo­je­ría en el ma­le­te­ro de un co­che de atre­zo mien­tras en la otra mi­tad de la pan­ta­lla ve­mos co­mo el en­sa­yo con­ti­nua. Al huir ve­mos co­mo lle­ga un gru­po de chi­cas que se suben al co­che y al­guien di­ce a uno de los ope­ra­rios que al­go va mal en el co­che; en es­tos mo­men­tos ya oí­mos ade­más de la mú­si­ca el co­mo el re­loj de la bom­ba va pa­san­do. Al fi­nal no con­si­gue con­ven­cer­le y sa­len al es­ce­na­rio, el cual ve­mos des­de el backs­ta­ge y des­de las gra­das. Finalmente, es­ta­lla la bom­ba y se que­ma mien­tras, ade­más, ve­mos la sa­tis­fac­ción de Winslow des­de lo al­to de una tri­bu­na de la que se va rá­pi­da­men­te. La di­vi­sión de la es­ce­na en dos pla­nos di­fe­ren­tes con­se­cu­ti­vos nos me­te en la ac­ción y nos per­mi­te ver el co­mo trans­cu­rre to­do: el mu­si­cal si­gue mien­tras las que de­ben en­trar des­pués van en un co­che bom­ba. Si le su­ma­mos los so­ni­dos, que van en con­jun­to y su­per­pues­tos, com­pro­ba­mos co­mo la es­ce­na no ten­dría ni la mi­tad de fuer­za vi­sual con las es­ce­nas por se­pa­ra­do o con so­lo una de ellas que la que tie­ne en con­jun­to. Y ese es uno de los gran­des lo­gros de De Palma en es­ta película.

Odio, amor, ven­gan­za y con­tra­tos abu­si­vos to­dos or­ques­ta­dos en la su­til so­na­ta que va di­ri­gien­do el mis­mo dia­blo pa­ra su de­lei­te per­so­nal. El caos se apo­de­ra del tea­tro pe­ro es siem­pre un caos or­de­na­do, per­fec­ta­men­te pul­cro. Es un caos téc­ni­co en el que no so­lo im­por­ta lle­gar al fin sino que se lle­ga con la me­jor de las fac­tu­ras posibles.

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