Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, de Adam McKay
¿Qué es la risa? La risa es el mecanismo de auto-defensa a través del cual nos defendemos del caos imperante del mundo. Cada vez que nos reímos lo hacemos porque consideramos algo como humorístico pero, sea cual sea ese acontecimiento humorístico, siempre está cortado por un mismo patrón: retrata el fracaso radical de un individuo en su interacción con el orden inherente que le suponía al mundo. El ejemplo más evidente sería un acontecimiento relativamente común: una persona se cae y, por puro instinto y contra nuestra voluntad, rompemos a carcajadas. ¿Significa esto que nos resulte divertido o que dispone de nuestro evidente beneplácito que ese individuo se haya caído? No, porque si fuera así nos regoderíamos en la crueldad latente del acontecimiento que le ha ocurrido —y entonces, para el caso, nos reiríamos ante el terror suscitado de vernos enfrentados ante nuestra propia crueldad; los psicópatas nunca ríen— y, sin embargo, de lo que nos reímos es precisamente del ver como en el enfrentamiento contra (su idea de) lo real una persona ha perdido. No nos reímos porque un acto sea humorístico de forma ajena a cualquier otro aspecto de lo real o de nosotros mismos, nos reímos porque en lo humorístico nos situamos en la posibilidad de ser nosotros el objeto del fracaso (la caída) del cual pretendemos huir riendo; con la risa escapamos del terror que no se puede expresar ya de modo natural, el terror conformado en tanto descubrimos que la realidad no se ajusta a lo que nosotros creíamos conocer de forma fehaciente de ella.
Ahora bien, sería necesario resaltar otro valor operativo propio del humor que engarza con el anterior: la condición de acontecimiento humorístico aumenta en la misma medida que la posibilidad de fracaso disminuye. Aunque nos haga gracia que una persona se resbale y se caiga sobre suelo mojado, siempre nos hará menos gracia que si lo hace sobre un suelo seco y éste, a su vez, menos que si cae al resbalarse sobre una piel de plátano; todo acontecimiento humorístico se magnifica cuanto más improbable es el fracaso porque, en su acontecer, se torna más terrorífico al ver que el caos que impregna el mundo es absoluto: nada ni nadie, por perfecto que lo presupongamos, escapa a la caótica posibilidad del fracaso. Que Anchorman sea una película descacharrante se debe precisamente a que el protagonista víctima del humor, Ron Burgundy, es un hombre que se nos muestra como una entidad a la que es, según la idea que nos ha formado el cine al respecto de las personas como él, teóricamente imposible que alcance el fracaso.
Ron Bungurdy es presentador de las noticias del KVWN Channel 4, un hacha con las mujeres y rey absoluto del microcosmos local que se ha edificado alrededor de su figura: la imagen idealizada del triunfador cultivada durante una década entera por el cine de Hollywood. Ahora bien, su imperio de la apariencia caerá moribundo ante la llegada de su némesis inexorable —inexorable en tanto no sólo es que no puede evitarla, es que no desea evitarla — : Veronica Corningstone, cuya aspiración es conseguir llegar a ser presentadora del noticiario. Hasta que ella hace su aparición, es el entorno del propio Burgundy lo que nos resulta humorístico, pues nada de lo que le rodea se circunscribe dentro de lo que podríamos considerar como una lógica del sentido común o de la moderación, incluso para alguien que damos por hecho que es excesivo —produciéndose el humor, precisamente, en tanto fracasan nuestras convenciones de la normalidad; ese es el mecanismo del humor absurdo: hacer que nuestra idea sobre lo real, sobre lo que puede ocurrir, sea puesto en duda — . Con la llegada de Corningstone esto desaparece en tanto el humor se polarizará hacia el punto que da un sentido pleno a la película en sí, aquello que define el mensaje que transmite el propio Burgundy en su propio ser, el como sucede el fracaso absoluto en todos los ámbitos existenciales de un hombre de éxito incontestable.
La película se convierte así en una concatenación de acontecimientos en los cuales Burgundy fracasará de una forma estrepitosa: el intento de seducción de Corningstone y la perdida de su puesto en favor de ella (el fracaso de la misoginia), la perdida de sus compañeros de trabajo (el fracaso de la amistad) y la perdida del cariño de sus espectadores (el fracaso del triunfo en sí) son sólo algunos de los ejemplos de la terribilitá paródico existencial con la cual se nos retrata al derrotado Burgundy. Ahora bien, ¿por qué ocurre esto? Porque aunque éste sea un triunfador, también es profundamente imbécil; nos hace gracia su fracaso porque, de hecho, antes ha conseguido triunfar de una manera rotunda sobre la imposibilidad de su triunfo. Pierde a Corningstone sólo después de seducirla, su trabajo se ve arrebatado por ella en un intento constante de sabotearla y sus espectadores pasan a odiarle sólo después de que se niegue a pensar si lo que está leyendo en el telesketch es conveniente decirlo o no. El humor no se desata aquí porque se hagan imbecilidades que induzcan a la risa —que también de un modo subsidiario, pero en el papel del oficialmente retrasado mental Brick Tamland—, sino porque ver como fracasa de forma radical un hombre que en el estereotipo de películas de la época no podría haber fracasado jamás nos resulta incómodo aun teniendo la certeza de que es imbécil y su triunfo es inmerecido; si nos reímos del fracaso del triunfador es porque se han destruido todas nuestras expectativas sobre el mundo: por imbécil que fuera, creíamos que el triunfador nunca fracasaría. Pero, también, puede resultarnos placentero, siendo la risa en tal caso la incomodidad ante nuestra propia crueldad latente y no el terror ante la descomposición de nuestra idea pre-concebida sobre el triunfo de esta clase de sujetos; nos pensábamos más allá del mal, cuando no es así.
Hagamos la lectura que hagamos, sea cual sea la sensación que nos arrastra, la base del humor es el acontecimiento de la destrucción de nuestra comprensión de lo real. Por eso funciona también la parodia, la caída de aquello que ya concebimos como algo connatural a la realidad en sí, porque nos hace sentir incómodos de una forma tan radical (con nuestra crueldad si despreciamos lo parodiado, con su fracaso si lo apreciamos) que la risa es nuestra única ruta de escape para aplacar ese sentimiento de perder pie que sentimos cuando esto sucede. Esa es la magia de cualquier buena comedia, incluso cuando, como en este caso, el moralismo de la marca Apatow no puede evitar arreglar el fracaso de un Ron Burgundy acabado que se redime en tanto se da cuenta de cuales son los auténticos valores que merece la pena practicar. Porque, señor Apatow, el fracaso (que nos hace carcajear) llega incluso cuando uno sigue la moral buenrollista oficial de Hollywood en tanto el mundo no es una irónico castigo de un ser superior, sino la caótica contingencia donde todo es posible.