Elogio de la anarquía por dos excéntricos chinos del siglo III, de Bao Jingyan y Xi Kang
A pesar de que en Occidente existe una fobia absoluta por denominar al pensamiento chino como filosofía, especialmente porque eso podría llegar a repercutir en una visión de ésta como un pensamiento anterior o contemporáneo de la filosofía griega —lo cual, por otra parte, tampoco sería cierto: el pensamiento de corte filosófico chino es relativamente tardío — , la realidad es que resulta sencillo encontrar sugestivos paralelismos con nuestro orden del pensamiento. ¿Cómo es posible esto? Lo resalta de una forma preclara el xinólogo Jean Levi en el prólogo de Elogio de la anarquía: el debate es la forma privilegiada de la expresión filosófica en la China antigua. El pensamiento chino se presenta dentro de una lógica que nos resulta común, una que engarza con cierta lógica socrática a la que estamos familiarizados, a través de la cual entrar de una forma profunda y sin (tanta) carga cultural separatoria que pretendiera segmentar el pensamiento chino en una mera otredad incognoscible; en tanto siguen los mismos patrones epistemológicos para reflexionar sobre el ser en tanto ser, tenemos ya al menos dos asideros desde donde entender como comunes ambas formas del pensar: se basan en el diálogo, como el socrático, y son filosofía, como la pre-socrática.
Lo que hay de sugestivo en este breve libro, que agrupa a su vez tres trifulcas vividas por Bao Jingyan (De la inutilidad de los príncipes) y Xi Kang (Sobre el carácter innato por el gusto del estudio y Sobre los efectos nocivos de la sociedad para la salud), es su capacidad para guiarnos en la formulación de una filosofía de los márgenes en, al menos, dos sentidos: el historiográfico y el filosófico. Es una escritura a los márgenes historiográfica porque, de hecho, nos muestra a dos filósofos considerados menores, en el caso de Bao Jingyan, además, directamente desconocido más allá de su diatriba contra el poder, que en su momento en China no tuvieron mayor repercusión que como rara avis tolerada pero no promovida; pero, a su vez, es una filosofía de los márgenes porque desarrollan un pensamiento ajeno pero propio no sólo al chino, sino también al occidental: sus reflexiones están tan cerca de algunas convenciones post-estructuralistas como del pensamiento clásico taoísta.
Bao Jingyan, el más puramente anarquista de ambos chinos que ostentan este nombramiento en el título del libro, podría resumir toda su diatriba en contra de los príncipes en una reflexión extremadamente lúcida tanto en su forma, la escritura, como en el fondo, el pensamiento en sí: devolver a la vida un muerto provoca un entusiasmo sin limites pero ¿acaso no vale más obrar de suerte que no haya muertos? El principio que sustenta este proto-Rousseau de aires existencialistas es como, de hecho, sólo en tanto creamos una institución que castigue el comportamiento pernicioso de los individuos, el comportamiento de los individuos se torna pernicioso; en la auto-gestión comunitaria, en una soberanía popular basada en la construcción de una serie de redes comunales —que, en ningún caso, comunistas— de cooperación, se daría el auténtico sentido existencial del hombre. Mejor que prevenir la violencia o los delitos es mejor que no existan los delitos en absoluto, por eso alude la completa ausencia de necesidad de príncipes, pues en tanto estos aparecen para crear un orden comunal a todos los hombres para evitar el mal en el mundo, es cuando nace el mal en el mundo. El hombre en estado de naturaleza es virtuoso pero, también, tendente hacia una socialización en comunidad sostenible.
El caso de Xi Kang nos resulta más singular, precisamente, por las contradicciones más marcadas —pero que, de todos modos, ya estaban de forma implícita en Bao Jingyan— que podemos encontrar tanto con el pensamiento de su época como con el nuestro propio. A pesar de que en ambos textos defiende hechos que son relativamente contemporáneos y que, a su vez, resultan completamente ajenos en la China clásica [la relatividad de la cultura, los modos de alimentación (física, moral o intelectiva) como una forma de rebeldía o control social, la perdida de valor del aprendizaje cuando se aborda desde una connotación de útilidad] parte siempre desde un pensamiento heredero de Confucio construido en una lectura ultra-ortodoxa de éste que le aleja de la visión óntica del presente (el profundo esencialismo que destila en sus argumentos, la posibilidad de la inmortalidad del hombre). En ese conflicto, en ese diálogo imposible entre dos tiempos completamente ajenos, es donde estaría la enjundia de sus textos; no hay nada en ellos que pueda suscribirse como algo más allá que un pensamiento completamente original, impropio y absurdo para su época y para la nuestra, pero sin embargo completamente comprensible en ambos tiempos. Aunque pierde comba a la hora de resaltar ese anarquismo prometido en el nominalismo adquirido de la elección de obras, pues en todo caso sería un anarquismo naïf más basado en un desprecio adquirido hacia la sociedad que hacia el poder en sí, resulta interesante por como resalta los mecanismos propios de una sociedad que es ya dada al exceso, a la imposición de deseos espurios, como método de control del hombre, un acontecimiento que siempre habíamos creído propio del occidente contemporáneo.
Ver como dos filósofos chinos del siglo III consiguieron quebrar todos los límites del espacio y el tiempo, todas las ideas pre-configuradas sobre lo que es o no es el pensamiento de un lugar y un tiempo específico, es lo que les hace plenamente anarquistas más allá de sus disposiciones políticas personales: su anarquismo es epistemológico, una lucha feroz contra la exclusión que la filosofía occidental ha practicado contra su pensamiento. Es por ello que nos resulta urgente retomar su pensamiento, volver a escuchar a esas minorías silenciosas que sólo lo son porque las mordazas de la historia las han silenciado, porque quizás con éste podamos poder pensar más y mejor nuestro propio presente desde una filosofía, por fin, completamente inclusiva.