Máscaras que desenmascaran ausencias. Una lectura scooby-doiana de «Batman: Mask of the Phantasm»

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Existe al­go in­fi­ni­ta­men­te nues­tro en Scooby-Doo. La es­cép­ti­ca idea de que de­trás de ca­da mons­truo se es­con­de un hom­bre, ban­que­ro, agen­te de in­ver­sio­nes o in­mo­bi­lia­rio, no só­lo co­nec­ta con el dis­cur­so de la im­po­si­bi­li­dad de aque­llo que no sea cien­tí­fi­co, ra­cio­nal, sino con aquel otro que em­pa­ren­ta el di­ne­ro con el mal. Todo hom­bre co­rrom­pi­do lo es por el di­ne­ro. Eso, que se­ría co­mo de­cir que to­do hom­bre co­rrup­to lo es por que­rer ser­lo, no de­ja de ser la pos­tu­ra que, con ma­yor ten­den­cia, se apro­pian hoy la ma­yo­ría de los in­di­vi­duos; el cul­pa­ble es otro, el cul­pa­ble es el que se ha­cía pa­sar por cor­de­ro, cuan­do siem­pre fue lo­bo. A és­to, que lla­ma­re­mos «Doctrina Scooby-Doo», al creer que exis­te un mal en las som­bras que ex­pli­ca­rá el mun­do se­gún lo des­ve­le­mos, tie­ne un pro­ble­ma de ba­se: su pro­pia cer­te­za an­te la in­exis­ten­cia del mons­truo le ha­ce re­ne­gar de los efec­tos de és­te. No se pre­gun­tan «có­mo» ni «por qué», sino «quién».

Según la «Doctrina Scooby-Doo» el úni­co in­te­rés que po­dría exis­tir en Batman es quién es­tá de­trás de la más­ca­ra. El pro­ble­ma es que, aun­que exis­te una per­so­na de­trás de él, és­ta se des­ha­ce en­tre las som­bras de du­da de «quién» es Batman; si nos plan­tea­mos «quién» es Batman, en vez de pre­gun­tar­nos «por qué» al­guien se con­vier­te en Batman, po­dre­mos per­der la pers­pec­ti­va. No es así por­que la pre­gun­ta so­bre la iden­ti­dad sea ba­la­dí, sino más bien por­que es­ta se sos­tie­ne só­lo en los he­chos que vie­nen da­dos por cues­tio­nar las ra­zo­nes y las for­mas de aquel que de­ci­de ac­tuar de un mo­do de­ter­mi­na­do. No se ha­ce Batman quien pue­de ni quie­ren quie­re, sino quien lo ne­ce­si­ta. Por eso es ab­sur­do pre­ten­der res­pon­der que de­trás de Batman es­tá Bruce Wayne, cuan­do las ra­zo­nes de és­te pa­ra con­ver­tir­se en el hom­bre mur­cié­la­go son mu­cho más pro­fun­das que el he­cho de ser­lo. Wayne no es Batman por na­ci­mien­to, lo es por con­vic­ción. El au­tén­ti­co in­te­rés que po­dría­mos di­lu­ci­dar en él se­ría aquel que se nos per­mi­te in­tuir en­tre las cos­tu­ras de su tra­je — las ra­zo­nes que, en su iden­ti­dad se­cre­ta, vis­te co­mo uniforme.

¿Qué ocu­rri­ría si Batman, fo­nam­bu­lis­ta en eter­na cuer­da flo­ja, aca­ba­ra ca­yen­do en la ten­ta­ción de bus­car­se vi­da de mul­ti­mi­llo­na­rio nor­mal o ca­ye­ra en las ga­rras de la pu­ra psi­co­pa­tía cri­mi­nal? Que ya no se­ría Batman más. Ésto sue­na pa­ra­dó­ji­co si se­gui­mos la «Doctrina Scooby-Doo» en tan­to pa­re­ce ser que Batman de su al­ter ego es ajeno. No es así. Batman lo es por aque­llo que pre­sen­ta, por sus «có­mo» y sus «por qué», más que por sus «quién».

Detrás de Batman no se es­con­de una iden­ti­dad in­di­so­lu­ble, an­qui­lo­sa­da, an­te la cual se rin­de cuen­tas de for­ma ab­so­lu­ta, pre­fi­ja­da, sino una per­cha que se co­lo­ca en tan­to se coin­ci­de en las con­vic­cio­nes de to­do ac­to rea­li­za­do. Batman es pen­sa­mien­to au­tó­no­mo de sí mis­mo. En Batman: Mask of the Phantasm nos en­con­tra­mos un Bruce Wayne al cual pe­sa su ca­pa. Pesa por en­con­trar amor, fe­li­ci­dad, que le im­pi­de ser aque­llo que pre­ten­día ha­ber si­do has­ta en­ton­ces, te­me­ra­rio ra­yano con la psi­co­pa­tía. Ser Batman es in­com­pa­ti­ble en­ton­ces con los de­seos de ser Bruce Wayne: o de­ja de la­do sus de­seos pa­ra se­guir sién­do­lo o de­ja de la­do ser­lo pa­ra cum­plir sus de­seos. Sin tér­mino me­dio po­si­ble. Por eso creer que lo que se es­con­de de­ba­jo de la más­ca­ra, la ca­pa y los ca­chi­va­ches es me­ro hom­bre, aquel que ocul­ta sus in­ten­cio­nes de­ba­jo de una apa­ra­to­sa pa­ra­fer­na­lia ate­rra­do­ra, se­ría que­dar­se con lo su­per­fi­cial de su vi­ven­cia. La piel que se ha­bi­ta no es ne­ce­sa­ria­men­te aque­llo que se es per sé, sino más bien aque­llo que se es en un sen­ti­do co­yun­tu­ral en un mo­men­to es­pe­cí­fi­co de nues­tra pro­pia existencia. 

El úni­co enemi­go po­si­ble de Batman, el más pro­fun­do, el más ate­rra­dor, aquel que me­jor co­no­ce, se en­cuen­tra en­tre­te­ji­do en­tre sus te­las. El au­tén­ti­co Batman son las du­das de Bruce Wayne. Por eso ca­da vez que sien­te po­der de­cep­cio­nar o fa­llar a las per­so­nas que ama, cuan­do su de­seo con­fron­ta su pro­me­sa y cuan­do se en­cuen­tra an­te la elec­ción de de­jar­se guiar por la ven­gan­za o por la jus­ti­cia nos en­con­tra­mos con la au­tén­ti­ca esen­cia del per­so­na­je, de la per­so­na, de la más­ca­ra. Es el di­le­ma del mur­cié­la­go. ¿Qué ocu­rre cuan­do se apli­ca la doc­tri­na Scooby-Doo al di­le­ma del mur­cié­la­go? Que o bien és­te no tie­ne sen­ti­do, por­que se le va­cía de to­da sig­ni­fi­ca­ción al creer que Batman es de fac­to y esen­cial­men­te Bruce Wayne, o bien el di­le­ma del mur­cié­la­go tras­to­ca la doc­tri­na Scooby-Doo al fil­trar­se en ella, pro­vo­can­do así que ten­ga­mos que pre­gun­tar­nos por los «cómo»/«por qué» y no los «quién».

Con Batman: Mask of the Phantasm con­si­guen lle­var a Batman has­ta el pun­to ce­ro de la ex­pe­rien­cia, don­de Batman y Bruce Wayne son dos en­ti­da­des se­pa­ra­das de una mis­ma ver­dad in­có­mo­da: no hay aquí el des­cu­bri­mien­to sor­pre­si­vo del hom­bre de­trás del mons­truo, ya que el mons­truo se des­cu­bre co­mo vi­da au­tó­no­ma. Aquella que ya siem­pre ha­bía tenido.

No tie­ne sen­ti­do que re­duz­ca­mos la exis­ten­cia de Batman en la de Bruce Wayne, o vi­ce­ver­sa, en tan­to és­te po­dría re­nun­ciar a él sin que de­ja­ra de exis­tir —co­mo bien di­ce Joker, quién es­tá ma­tan­do a los gangs­te­res de la ciu­dad no es, ni tam­po­co po­dría ser, Batman; él es la idea de Batman, no quien vis­te la ca­pa — , del mis­mo mo­do que Bruce Wayne no se di­suel­ve en su exis­ten­cia co­mo Batman. Ni si­quie­ra es­tá pró­xi­mo en ha­cer­lo. Él du­da, lu­cha, con­fron­ta su des­tino: es un hé­roe: el hé­roe du­da, acep­ta la mi­sión in­clu­so cuan­do no quie­re ha­cer­lo, cuan­do se nie­ga a ha­cer­lo. Por eso creer que de­trás de la más­ca­ra del mons­truo es­tá el au­tén­ti­co mons­truo, el hom­bre que cons­pi­ra, es que­dar­se en la su­per­fi­cie más in­me­dia­ta de cual­quier ver­dad, por­que qui­zás la más­ca­ra qui­ta­da al hom­bre sea más pro­fun­da que cual­quier pen­sa­mien­to tras él mismo. 

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