Pequeño tratado sobre el azúcar de sandía, el olvido y los pueblos que lo usan.

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En azú­car de san­día, de Richard Brautigan

El azú­car de sandía

El azú­car de san­día tie­ne tan­tas fun­cio­nes co­mo per­so­nas quie­ran usar­lo. Hay quie­nes lo uti­li­zan pa­ra con­di­men­tar los ali­men­tos, fun­ción que no por or­to­do­xa es me­nos sus­tan­cio­sa, pe­ro lue­go hay quie­nes hi­lan a tra­vés de él to­da cla­se de ro­pas o edi­fi­ca­cio­nes; en ge­ne­ral, el azú­car de san­día, es el en­vol­to­rio que cu­bre a los hom­bres de yoMUERTO de los fríos ex­te­rio­res. La vi­da allí es­ta ar­ti­cu­la­da me­ticu­losa­men­te a tra­vés de las dis­po­si­cio­nes que se crean a tra­vés del azú­car de la san­día pues, sin él, se­gu­ra­men­te to­do el sis­te­ma que tie­nen mon­ta­do se ven­dría aba­jo. Por ello no só­lo es im­por­tan­te el azú­car en sí sino que tam­bién las san­días, co­mo ele­men­tos pri­ma­rios, se con­vier­ten en pro­ta­go­nis­tas importantes.

Cada co­lor de san­día da un azú­car con unas cua­li­da­des y to­na­li­da­des de co­lor par­ti­cu­la­res pro­pias de la de­ri­va­ción de la que pro­ce­den. Quizás es­to sue­ne ex­tra­ño a los fo­ras­te­ros, ¿san­días de colores?¡menuda lo­cu­ra!, pe­ro hay que ad­mi­tir que allí no se tie­ne con­cep­ción de co­sa más na­tu­ral que los di­fe­ren­tes co­lo­res de la san­día se­gún las se­mi­llas y el día, por lo cual po­dría­mos ha­cer una san­dío­lo­gía del cli­ma. Si por ejem­plo us­ted quie­re una san­día ne­gra, co­no­ci­da por ha­cer que to­do en lo que se vean in­vo­lu­cra­das sea si­len­cio­so, ne­ce­si­ta­rá plan­tar se­mi­llas de san­día ne­gra un jue­ves, pues por al­go es el día del co­lor ne­gro. Así, con un po­co de pa­cien­cia, se con­ver­ti­rá us­ted en un cul­ti­va­dor ex­per­to en las ar­tes de la san­dio­lo­gía pe­ro, si us­ted ne­ce­si­ta sa­ber más so­bre es­te te­ma, nun­ca ol­vi­de acu­dir a En azú­car de san­día de Richard Brautigan don­de ten­drá una ex­pli­ca­ción por­me­no­ri­za­da de aque­llo que po­dría ver con só­lo abrir­se a su entorno.

La Olvidería

Más allá de yoMUERTO y sus bos­ques ad­ya­cen­tes, más allá de las úl­ti­mas ca­ba­ñas de los hom­bres sen­sa­tos, se en­cuen­tran las tie­rras de La Olvidería. Todo cuan­to allí acon­te­ce es lo que es­tá ol­vi­da­do, per­di­do en el tiem­po de la au­sen­cia de la me­mo­ria, por lo cual aun­que pue­da en­con­trar al­go que le gus­te, ¡pues cuan­tas ma­ra­vi­llas exis­ten en el mun­do que nun­ca com­pren­de­re­mos!, es po­co pro­ba­ble que le sir­va de al­go más allá de su ad­mi­ra­ción con­tem­pla­ti­va. Los ob­je­tos ol­vi­da­dos son fuen­tes de cu­rio­si­dad y ru­mo­res en yoMUERTO y se con­tem­plan co­mo lo que, de he­cho, son pa­ra sus ha­bi­tan­tes: pie­zas de ar­te, o en al­gu­nos ca­sos ju­gue­tes, de in­com­pren­si­ble uso o va­lor más allá de la me­ra fuen­te de pla­cer en su des­cu­bri­mien­to. Y así es­tá bien.

Algunas per­so­nas se pier­den en La Olvidería, sin du­da con­ta­mi­na­do por el co­no­ci­mien­to de lo ol­vi­da­do, ellos tam­bién son olvidados.

yoMUERTO

En yoMUERTO no hay im­po­si­cio­nes ni de­be­res más allá de los que ca­da uno dis­fru­te y de­ci­da im­po­ner­se en fa­vor de la co­mu­ni­dad. La pro­pie­dad exis­te, sin du­da, pe­ro es fle­xi­ble siem­pre ha­cia las ne­ce­si­da­des de quie­nes ha­bi­tan en el lu­gar; efec­ti­va­men­te, yoMUERTO asu­me el pa­pel de una co­mu­na. Es por eso que quien le gus­ten los pe­ces pue­de tra­ba­jar con las sa­bias tru­chas, quien dis­fru­te co­ci­nan­do pron­to co­no­ce­rá la co­ci­na y quien de­sea es­cri­bir con to­das sus fuer­zas, co­mo un ser­vi­dor, po­drá de­di­car­se a la siem­pre fa­ti­go­sa pe­ro pla­cen­te­ra de­ri­va del es­cri­bano. Todos pue­den cam­biar de po­si­ción, fle­xi­bi­li­zar su lu­gar en el mun­do en fa­vor de lo me­jor pa­ra la co­mu­ni­dad y pa­ra sí mis­mos, y mien­tras así sea na­die les di­rá que es lo que tie­nen que hacer. 

Nadie ha­ce lo que no quie­re en el lu­gar, e in­clu­so los ti­gres co­no­cen la paz in­te­rior por la con­mu­ta­ción de su ne­ce­si­dad na­tu­ral. Ellos de­vo­ran a los de­más pe­ro no los ma­tan, sino que pa­san a ser par­te de sí a tra­vés de la co­mi­da, aun­que no lo vean así esos ju­go­sos hu­ma­nos. Es su na­tu­ra­le­za. Por eso acep­tan que to­do el pue­blo se una pa­ra aca­bar con ellos, pa­ra ma­tar­los, aun­que sus vo­ces me­lo­dio­sas ayu­den a los ni­ños y los tran­qui­li­cen mien­tras de­vo­ran in­mi­se­ri­cor­des a sus fa­mi­lias. No lo ha­cen por­que sean mal­va­dos, no tie­nen gran­des ra­zo­nes pa­ra ha­cer­lo, lo ha­cen só­lo por­que es­tá en su na­tu­ra­le­za, en su con­di­ción de en­ti­da­des car­ní­vo­ras, y, si no co­mie­ran, se mo­ri­rían tam­bién. Por ello la gen­te de yoMUERTO res­pe­tan y ve­ne­ran la me­mo­ria de los ti­gres: no se pue­de ol­vi­dar a aquel que su­po acep­tar las con­tin­gen­cias de su exis­ten­cia, aun­que fue­ra per­ni­cio­sa pa­ra par­te de la sociedad. 

No exis­te la muer­te en yoMUERTO, aun­que su nom­bre di­ga lo con­tra­rio. La úni­ca ma­ne­ra de mo­rir allí es aca­bar con la pro­pia vi­da lo cual pue­de dar­se por un Propósito, obra ca­ren­te de sen­ti­do crea­dor que es eli­mi­na­da de la me­mo­ria del pue­blo, o por una ra­zón; só­lo la se­gun­da de es­tas cua­li­da­des se­rá re­ci­bi­da con to­dos los ho­no­res co­mo una elec­ción y, por ello, for­ma­rá par­te eter­na­men­te de las for­mas mor­tuo­rias que ani­dan ba­jo el río don­de las tru­chas na­dan in­mi­se­ri­cor­des al tiem­po. Pues en yoMUERTO só­lo hay ca­bi­da pa­ra la elec­ción na­ci­da en el más pro­fun­do de los amores.

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