pesadilla sin terror

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Los vie­jos te­rro­res a ve­ces ne­ce­si­tan que les sa­cu­dan el pol­vo y les den lus­tre pa­ra así vol­ver a cau­sar pá­ni­co an­te una nue­va olea­da de jó­ve­nes im­pre­sio­na­bles en bus­ca de mi­tos ge­ne­ra­cio­na­les. Pero cuan­do to­do es­to so­lo se ha­ce de un mo­do cha­pu­ce­ro sin res­pe­tar el que fue y de­be­ría se­guir sien­do, se ave­ci­na la ca­tás­tro­fe. El re­ma­ke de Pesadilla en Elm Street por Samuel Bayer nos lo de­ja bien claro.

Unos ado­les­cen­tes mue­ren mis­te­rio­sa­men­te en sus sue­ños, to­do es cul­pa de Freddy Kruger, un pe­de­ras­ta que abu­sa­ba de ellos de pe­que­ños por lo cual sus pa­dres lo ma­ta­ron. Hasta aquí to­do si­gue in­dem­ne en es­te re­ma­ke, el pro­ble­ma es to­do lo de­más. Todos y ca­da uno de los pro­ta­go­nis­tas son ahos­tia­bles, el guión es errá­ti­co y las muer­tes no pro­du­cen nin­gún ti­po de im­pac­to; pre­miar el sus­to fá­cil ha­cia unos per­so­na­jes que se lo me­re­cen no es al­go per­mi­si­ble. Esto su­ma­do a un Freddy que pa­re­ce un sub­nor­mal con un shock alér­gi­co ter­mi­na un ro­tun­do fias­co en la for­ma de abor­dar el re­ma­ke. Sus úni­cos triun­fos los en­cuen­tra en lo ex­pli­ci­to de la pro­pia pe­de­ras­tia de Freddy, aun­que ex­ce­si­va­men­te li­te­ra­li­za­da, sien­do lo úni­co que lle­ga a in­quie­tar mí­ni­ma­men­te a lo lar­go de la pe­lí­cu­la. Lo más ate­rra­dor es la os­cu­ri­dad co­ti­dia­na que se es­con­de de­trás de cual­quier esquina.

Resucitar a los clá­si­cos del sue­ño de los jus­tos no de­be­ría ser a cual­quier pre­cio, Freddy no me­re­cía es­te des­tino. Aun con sus acier­tos y un tra­ba­jo me­nos ne­fas­to de lo es­pe­ra­ble el re­sul­ta­do es un in­men­so ejer­ci­cio de pu­ro des­dén ha­cia el ge­ne­ro y el per­so­na­je que es­tán cul­ti­van­do. Y to­do tie­ne per­dón en es­ta vi­da, sal­vo pro­fa­nar el sue­ño de los an­ti­guos terrores.

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