El pueblo de los gatos, de Haruki Murakami
Él es un joven anónimo, sin nombre, completamente desdibujado y sin características propias más allá de su carácter nomádico: viaja de un lado a otros quedándose unos días en donde encuentra un cierto nuevo hogar y se va automáticamente del lugar que no suscita su interés; conforma constantes rutas de progresión hacia nuevos territorios donde desarrollarse. Si no tiene nombre, si no tiene características con los cuales darle una cierta semblanza, es intencionado, él es un arquetipo de una cierta forma de ver el mundo; es la idea en sí misma cristalizada en un personaje impersonal, mudable por cualquier lector dado. La llegada a El pueblo de los gatos es del lector por partida doble, pues llega literalmente (al relato) y metafóricamente (al lugar físico a través de la empatía con respecto de su protagonista).
Una de las características más notorias de Haruki Murakami es, precisamente, esa capacidad para invadir un mundo metafórico que se presenta literal pero que no deja ser eminentemente metafórico, un mundo de ideas que cristalizan en consecuencias tangencialmente reales. Por eso al acércanos a este relato debemos tener en mente siempre algo que está muy presente en la obra del japonés: toda noción de lo fantástico es un desarrollo hermenéutico de problemáticas humanas indisolubles. Si éste personaje anónimo, el lector en potencia, se acerca a El pueblo de los gatos es por una actitud nomádica, de búsqueda constante de nuevos territorios que colonizar, debe conocer el hecho de la necesidad consustancial de su actitud de abandonar el pueblo; no puede hacer de un sólo lugar su hogar, pues junto con él lleva toda la carga que necesita. Si no asume esta realidad, se verá abocado a un destino más cruel que la propia muerte: la desaparición.
El cuento es triste, pero no lo es por lo que dice en sí sino por las consecuencias electivas de su personaje. Este personaje, que llamaremos El Nómada, se deja llevar por los flujos ininterrumpidos del mundo en busca siempre de nuevas construcciones para sí, su vida se fundamenta en una construcción continua no alienante de deseos permutables. Al llegar a esta ciudad, deshabitada y sólo condicionada por la existencia de gatos dentro de ella, éste ve como el deseo se conjura en una posibilidad de estaticidad; el lugar debe ser cartografíado adecuadamente para aprender lo que hay de diferencia en ese punto con respecto del resto del mundo. Esto no tiene nada de malo hasta que su deseo se estanca, ha acabado de conocer los entresijos de la ciudad pero desea quedarse allí observando, lo cual produzca que él deje de ser, se convierta en un fantasma de su propio deseo. El deseo estancado es la cárcel para la muerte que construimos en nuestra propia medida.
Quizás el lector medio del cuento no vaya a encontrarse desaparecido en un pueblo habitado por gatos, pero sí puede acabar en este sedentarismo asesino. El hacer que el deseo deje de fluir, estancarlo en ciertas ideas y formas preconcebidas ‑como sólo leer a Murakami, o negarse taxativamente a leer a Murakami‑, se estancará en un proceso del cual es imposible salir indemne; se negará a sí mismo la capacidad de ir más allá de sus deseos, de auto-refutarse sus propias ideas en el futuro.
Por eso podemos decir que el relato es triste, o incluso quizás aterrador, porque no nos está contado una historia fantasiosa imposible, sino que nos está contando un mito ‑como los mitos clásicos, pero también como los cuentos de nuestra infancia- que nos explica que le ocurre al nómada, a aquel que hace que sus deseos siempre alcancen nuevas fronteras, que se permite estancarse en un deseo exclusivista. Encerrado en una prisión que es él mismo perece lentamente en un solipsismo imposible de quebrar. El deseo se estanca, ya no evoluciona sino que se mantiene estático en una única forma posible, para convertirse en una continua regresión hacia los espectros de lo que fue y no un abrazo constante y continuo de la necesidad presente; se pierde cualquier deseo de hacer evolucionar nuestra vida, nuestras ideas o nuestro amor, hacerlos más fuertes, complejos y ricos, en favor de un único deseo estancado pudriéndose lentamente. Y no existe nada más triste en este mundo.