Ninguna existencia está exenta de verse mediada por el deseo. Cualquier intento de obliterar toda condición deseante en nuestras vidas, lo cual nos convertiría en el equivalente armónico de una piedra —una piedra muy zen, pero piedra; la extinción absoluta del deseo es una quimera, porque sólo desde él nos ponemos en relación con el mundo: construimos mundo a partir de aquello que queremos, pero no tenemos — , nos haría caer en la propia imposibilidad de liberarnos del deseo; cuando nos creemos libres del mismo es cuando más profundamente estamos sumergidos en su seno. Somos lo que deseamos, lo que soñamos, lo que necesitamos, porque todo lo demás no es más que nuestra condición de entes: entre un ciervo y un humano sólo media la diferencia de poder construir mundo, de convertir la naturaleza en cultura, lo cual sólo puede acontecer a través del deseo. Quien nada desea nada cambia, está estancado, en nada se diferencia de los muertos.
El mundo es caótico, el ser humano es el que lo hace ordenado. Lo que en los animales es instinto, un orden aleatorio de imperativos biológicos, en los humanos se convierte, por la fuerza del deseo, en una lógica sentimental más compleja que la mera suma de sus partes constituyentes; no existe cura para lo sentimental, porque los sentimientos son la expresión abstracta de nuestro deseo, de cómo nos sentimos con respecto al ordenamiento del mundo. La felicidad sólo es posible en un mundo ordenado, coherente, lógico. Es por eso por lo que la música es el arte más perfecto para vehicular sentimientos, ya que su condición de lenguaje abstracto lo sintoniza bien con la inconcretud de lo sentimental; los matices idiomáticos se pierden en la traducción, una misma palabra no significa lo mismo para dos personas distintas, y la música tiene un carácter intuitivo, subconsciente, que hace innecesaria su traducción.
Desde ese punto de vista, el nombre de The Cure se antoja contradictorio: su música (en tanto música) es una búsqueda sentimental, pero no supone una cura de ninguna clase. El arte no busca una catarsis tanto como una confirmación de aquello que atesoramos dentro; la música no nos libera, pero al menos sí plasma nuestros sentimientos en un lenguaje potencialmente compartido. Entonces, ¿por qué es la cura? Porque nos expone ante nuestros sentimientos, ante aquello que deseamos, de un modo abstracto que no podemos enfrentar de forma lógica; derriba nuestras defensas no exponiendo argumentos, sino haciéndonos ver lo que sentimos de una forma primaria. La música, como arte abstracta por esencia, captura dentro de sí la condición pura del sentimiento como expresión del deseo.
Para comprender por qué The Cure tienen un nombre apropiado, es importante incidir en su historia discográfica. Siendo un grupo que lleva veinte años sin levantar cabeza, hubo un tiempo remoto donde lograron parir un último gran disco que abrazó el conceptualismo para construir el testimonio de su propia incapacidad futura: Wish. Allí encontrábamos unos The Cure en plena forma, con algunos momentos de brillo que intentaron explotar de forma sistemática en The Cure —fracasando en el proceso, por supuesto; aquí los momentos luminosos se manejan como contrastes afectivos con respecto de una oscuridad profunda mientras, más allá, su uso era un mero cliché impostado carente de fuerza expositiva dentro de la lógica desarrollada en la música: en The Cure arrojan luz para traer hacia sí una catarsis, logrando sólo caer de rodillas ante la evidencia de no comprender por qué son buenos — , dándonos un conjunto de canciones brillantes y con una obsesión progresiva hasta entonces desconocida en el grupo. O cuando no desconocida, al menos sí ajena en tanto lo que tiene de contradictorio en primera instancia: el disco desarrolla un discurso profundamente sentimental a través de un trabajo de progresión lógica, intelectualmente cargado.
Tomemos como ejemplo From the Edge of the Deep Green Sea, composición brillante sobre la imposibilidad de no caer derrotado ante un deseo que nos consume de forma constante, en tanto caso paradigmático del disco: durante cerca de ocho minutos Robert Smith sobrepasa todos sus límites vocales mientras su grupo va desgranando una oda gothic rock que va creciendo ad infinitum en una composición de tintes sinfónicos. A pesar de seguir un concepto, el deseo como catalizador de lo sentimental, y desarrollar una melodía compleja, cuyo placer generado gana enteros al destriparla con plena consciencia de su complejidad, es por esos dos aspectos por los cuales se nos antoja sentimental: no pretende enseñarnos nada, darnos una explicación, sino hacernos perder bajo una lógica metafórica y, por extensión, abstracta. From the Edge of the Deep Green Sea habla de los ojos verdes de una mujer (de una bruja, pues verdes son sus ojos), el lugar donde estamos siempre al borde de caer y morir en ellos, pero la canción es, en su forma musical, como lo que el título expresa: un constante vaivén violento, un ser empujados por las olas al fondo del mar cada vez que conseguimos salir a la superficie a respirar. Todo en la canción es pleno, inabarcable, asfixiante.
¿Qué es Wish? Una singularidad en la carrera de The Cure, un disco conceptual sobre el deseo y la autodestrucción a través del mismo por la imposibilidad de modular los sentimientos en correspondencia con un mundo (o una persona) que insiste en atentar de forma constante contra el contenido del mismo. Sus contrastes violentos, su salto de canciones optimistas hacia auténticos fosos oscuros de negación —en un clásico, pero efectivo, uso pasivo agresivo del montaje musical— y su desarrollo rayano lo psicodélico va creando una forma en capas que esconde siempre otro matiz nuevo, otra abstracción posible, cada vez que creemos haber llegado hasta su límite. Es una obra de arquitectura lógica que no apela por necesidad a la razón, sino a la experiencia sentimental.
No cabe aquí un sólo minuto que no exhale terror constante, que no se sienta como el aliento del lobo en la nuca. Podemos comprender lo que hay detrás, racionalizar por qué es terrorífico, pero incluso a través de la catarsis no deja de aterrorizarnos: nos grita a la cara que no hay salida, que nuestro mayor terror se esconde detrás de nuestro mayor deseo. No importa lo que hagamos, porque el único modo de dejar de tener miedo es dejar de luchar, es estar muertos.
Todo final del terror pasa por el final del deseo. Cuando consigamos obliterar toda nuestra condición deseante, convertirnos en esa piedra zen que ni siente ni padece ni existe, entonces podremos saber que no existe nada que nos pueda hacer temer en este mundo; cuando ya no deseamos nada, estar vivos o estar muertos no supondrá diferencia alguna para nosotros. La última frase del disco, repetida hasta tres veces, es «yo no soy ninguna de esas cosas»: todo lo que se ha sido, se ha podido ser o será queda muerto, es, como nos dice el nombre de la canción, El Fin. Huir de nuestro deseo es huir de nosotros mismos, ceder ante la imposibilidad de poder tener una existencia completa, convirtiéndonos en marionetas ridículas de lo que los demás quieran hacer de nosotros; dejarnos llevar por deseos ajenos, ser como piedras que se cogen para romper ventanas o construir casas indistintamente, es el destino de aquel que acaba con su deseo. De aquel que conoce el fin del deseo a través de su propia vida transitada como la muerte de toda esperanza o sentimiento que pueda llamar real o suyo.
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