Asimilado. Un relato de Xabier Cortés Aramendi

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El día se pre­sen­ta es­pec­ta­cu­lar. Despiertas unos mi­nu­tos an­tes de que el des­per­ta­dor des­plie­gue su po­de­río so­no­ro y te obli­gue a co­men­zar esa se­rie de ri­tua­les ma­tu­ti­nos que tan bien y con tan­to es­fuer­zo has asi­mi­la­do a lo lar­go de los años. Pero hoy es di­fe­ren­te, al­go ha cam­bia­do tras años es­tan­ca­do en un pues­to mo­nó­tono de nu­la res­pon­sa­bi­li­dad, pro­yec­ción ri­dí­cu­la en un gi­gan­te cor­po­ra­ti­vo, uno de esos gi­gan­tes en los que anhe­la­bas tra­ba­jar en tu eta­pa de es­tu­dian­te; los mis­mos que te pro­me­tie­ron que con tra­ba­jo, es­fuer­zo y com­pro­mi­so au­men­ta­rían tus res­pon­sa­bi­li­dad y tu pe­so en la em­pre­sa. Hoy por fin vas a plan­tar­te an­te aque­llos que te ga­ran­ti­za­ron un fu­tu­ro bri­llan­te en La Empresa pa­ra de­cir­les que no quie­res se­guir for­man­do par­te de su car­ni­ce­ría idiota.

Hoy el ca­mino dia­rio al frío y ano­dino re­cin­to em­pre­sa­rial pa­re­ce di­fe­ren­te, no sa­bes si es por el ex­tra­ño sol que ilu­mi­na las ca­lles, si son las tem­pe­ra­tu­ras pri­ma­ve­ra­les —esas mis­mas que te per­mi­ten sa­lir en man­gas de ca­mi­sa a la ca­lle en pleno mes de oc­tu­bre sin mie­do a per­der la mo­vi­li­dad en tus miem­bros — , en el fon­do sa­bes que a par­tir de hoy se­rás una per­so­na li­bre, ja­más vol­ve­rás a per­te­ne­cer a esos in­ani­ma­dos ejér­ci­tos per­tre­cha­dos con tra­jes y cor­ba­tas de du­do­so gus­to y peor confección.

Atraviesas ace­le­ra­do el hall del Edificio Diplomático, un en­tu­sias­mo fru­to sin du­da de la se­cre­ción de a‑saber-qué sus­tan­cia quí­mi­ca en el ce­re­bro, acier­tas a con­cluir mien­tras sa­lu­das a los que se­rán tus úl­ti­mos com­pa­ñe­ros de via­je en uno de esos in­men­sos as­cen­so­res que co­mu­ni­can los di­fe­ren­tes pi­sos. Edificio Diplomático, siem­pre te ha re­sul­ta­do cu­rio­so el nom­bre de es­te con­glo­me­ra­do de ofi­ci­nas en for­ma de enor­me for­ma geo­mé­tri­ca afi­la­da y vio­len­ta mol­dea­da por to­ne­la­das de ace­ro y hor­mi­gón en la que se asien­tan los anhe­los y es­pe­ran­zas de mi­les de jó­ve­nes que, co­mo tú, se com­pro­me­tie­ron con La Empresa a cam­bio de un fu­tu­ro lleno de éxi­to y pres­ti­gio. Qué equi­vo­ca­dos es­tá­ba­mos. La plan­ta 84 te da la bien­ve­ni­da por úl­ti­ma vez. No pier­des el tiem­po, lo ne­ce­si­tas, ace­le­ras el pa­so has­ta si­tuar­te de­lan­te del des­pa­cho del res­pon­sa­ble de re­cur­sos hu­ma­nos. Una mano se po­sa so­bre tu hom­bro jus­to en el mo­men­to en el que bus­cas ner­vio­so la car­ta que tan­to te ha cos­ta­do re­dac­tar e in­te­rrum­pe tus pen­sa­mien­tos con un voz se­ca y cor­tan­te: «reu­nión, aho­ra». El tono in­qui­si­ti­vo de siem­pre, las mis­mas for­mas, las mis­mas ca­ras. «Hoy no» res­pon­des. Hasta a ti te sor­pren­de tu tono de voz: fir­me y se­gu­ro. Tu osa­día no pa­sa des­aper­ci­bi­da en los cu­bícu­los, las mi­ra­das se vuel­ven, ¿cuán­tos años ha­ce que al­guien se nie­ga a se­guir una or­den? Aciertas a es­cu­char los pri­me­ros mur­mu­llos, in­clu­so Ella, la úni­ca per­so­na cuer­da con la que eras ca­paz de man­te­ner una con­ver­sa­ción en la má­qui­na de café-brebaje-insalubre, te mi­ra con los ojos de sor­pre­sa: co­mo si hu­bie­ra vis­to un fan­tas­ma. O un muerto.

Los pen­sa­mien­tos se dis­pa­ran a una ve­lo­ci­dad en­dia­bla­da mien­tras la ex­pre­sión de tu in­ter­lo­cu­tor cam­bia. Su gé­li­do «sí­gue­me» los in­te­rrum­pe a la vez que se da la vuel­ta y en­ca­mi­na sus pa­sos de­ci­di­dos ha­cia una de las do­ce­nas de puer­tas que de­co­ran los pa­si­llos es­tre­chos del blo­que B19. No tie­nes muy cla­ro por qué, pe­ro ter­mi­nas acom­pa­ñan­do al per­so­na­je; ni si­quie­ra co­no­ces su nom­bre aun­que lo ha­yas vis­to cien­tos de ve­ces mo­ver­se hie­rá­ti­co y con ese in­des­crip­ti­ble he­dor cor­po­ra­ti­vo. Al mis­mo tiem­po que des­cen­déis por las es­ca­le­ras me­tá­li­cas —no pue­des creer que es­te la­dri­llo ca­ra­vis­ta gri­sá­ceo ha­ya en­ve­je­ci­do tan mal— la som­bra ca­mi­na unos pa­sos por de­lan­te tu­yo, esa som­bra que se sien­te fe­liz mien­tras se mue­ve a rit­mo vi­vo a tra­vés de des­pa­chos y puer­tas a ca­da cual más pe­sa­da y rui­do­sa. Todo lo que te ro­dea se vuel­ve más con­fu­so; ya no re­cuer­das si es­tás su­bien­do o ba­jan­do, tam­po­co eres ca­paz de mi­rar la ho­ra, ni si­quie­ra ati­nas en es­ta­ble­cer el tiem­po que tu mis­te­rio­so guía y tú lle­váis dan­do vuel­vas por las en­tra­ñas del Edificio Diplomático.

Esta ex­cur­sión, to­da­vía no sa­bes si vo­lun­ta­ria o no, por los in­tes­ti­nos del Edificio ter­mi­na de for­ma brus­ca cuan­do os de­te­néis an­te una puer­ta blan­ca. «Adelante, só­lo tú pue­des en­trar aquí». La in­vi­ta­ción de Alfred —así has de­ci­di­do bau­ti­zar a tu guía-mayordomo du­ran­te tu via­je— sue­na ama­ble, es más, te atre­ves a afir­mar que has vis­to un ama­go de son­ri­sa, o mue­ca de son­ri­sa, en su ros­tro plano. Decides no mos­trar mie­do y acep­tas en­can­ta­do di­bu­jan­do una te­rri­ble son­ri­sa en tu ca­ra mien­tras cru­zas el um­bral de la puer­ta blan­ca. Y nada.

Nada, va­cío, nien­te, ná, na­nay. Una ha­bi­ta­ción con lo que crees que son grue­sas pa­re­des de hor­mi­gón, de ese hor­mi­gón ru­go­so y afi­la­do de una pa­red que no se ha ter­mi­na­do de cons­truir, de una ca­sa en pro­ce­so. Nada más. Una luz in­ten­sa pe­ro a la que rá­pi­da­men­te te acos­tum­bras ilu­mi­na la es­tan­cia que no ten­drá más de diez pa­sos de lar­go por otros tan­tos de an­cho. ¿Qué ha­cer? Ni si­quie­ra hay una si­lla, no se ve una me­sa. No hay es­pe­jos do­bles —ese «yo» pe­li­cu­le­ro, que to­dos guar­da­mos en nues­tro sub­cons­cien­te, se apo­de­ra de tu men­te a una ve­lo­ci­dad so­bre­na­tu­ral — , tam­po­co ves cá­ma­ras de nin­gún ti­po. Nada. Intentas ha­cer­te con el lu­gar ca­mi­nan­do de la­do a la­do, de­ci­di­do a ac­ti­var al­gún ti­po de me­ca­nis­mo o al­go que te li­be­re de es­te pur­ga­to­rio en el que te en­cuen­tras. Pero na­da. Pasa el tiem­po, si­gues ahí, so­lo, des­am­pa­ra­do. Esperas a que la puer­ta blan­ca que te ha lle­va­do ahí —y a tra­vés de to­do ese la­be­rin­to de es­ca­le­ras y pa­si­llos— se abra de una vez y al­guien te ex­pli­que qué es lo que es­tá su­ce­dien­do. Te aco­mo­das más o me­nos apo­yán­do­te tor­pe­men­te en una de las pa­re­des. Notas los pin­cha­zos del hor­mi­gón en la es­pal­da pe­ro no los evi­tas, los bus­cas: es lo úni­co que aho­ra mis­mo te ata a la reali­dad. Rascas ner­vio­so la su­per­fi­cie de la pa­red es­pe­ran­do en­con­trar una sa­li­da ocul­ta, un bo­tón de es­ca­pe, una ban­de­ra blan­ca. Pero nada.

Notas una sen­sa­ción ex­tra­ña en la mano: el pol­vo del hor­mi­gón que ha que­da­do en tus de­dos se ha­ce ca­da vez más pe­sa­do. Cubre la pri­me­ra fa­lan­ge de tu de­do ín­di­ce y ob­ser­vas ate­rro­ri­za­do co­mo po­co a po­co se apo­de­ra de la mano en­te­ra. Gritas. Corres de un la­do pa­ra otro, tro­pie­zas, caes. El hor­mi­gón si­gue su­bien­do por tu mano de­re­cha y és­ta se vuel­ve más y más pe­sa­da. No en­tien­des na­da. Arrastras tu cuer­po ha­cia la puer­ta blan­ca que te ha traí­do a es­ta cel­da, pe­ro ya no es­tá ahí. Todo es hor­mi­gón. Todo es gris. Tu mano de­re­cha in­mo­vi­li­za­da por com­ple­to. Eres ca­paz de sen­tir có­mo ca­da cé­lu­la, ca­da po­ro, ca­da múscu­lo de tu bra­zo de­re­cho se rin­de an­te el po­der del plas­tón gri­sá­ceo. Notas co­mo las pe­que­ñas tra­zas de ace­ro de la mez­cla se cla­van en pun­tos es­tra­té­gi­cos, una su­po­si­ción ba­sa­da en el in­ten­so do­lor que co­mien­za a su­bir por tu bra­zo. O lo que ha­ce unos mi­nu­tos era tu brazo.

Vencido, con el do­lor y el pá­ni­co en au­men­to, to­da­vía no con­si­gues explicar(te) có­mo has aca­ba­do así. ¿Qué es­tá pa­san­do? ¿Por qué? ¿Cómo es po­si­ble? Las pre­gun­tas te atra­vie­san la ca­be­za a la ve­lo­ci­dad de la muer­te in­mi­nen­te. Sentado, de­rro­ta­do, ya no hay for­ma de ver el con­torno de tu bra­zo: es uno con la pa­red, esa pa­red que en ma­la ho­ra de­ci­dis­te ras­car. Inmóvil, es­pe­ran­do lo in­evi­ta­ble con el te­rror en los ojos y la for­za­da res­pi­ra­ción aga­rro­tan­do los múscu­los de los que to­da­vía eres cons­cien­te. El co­ra­zón se te va a sa­lir del pe­cho y los pul­mo­nes se van a co­lap­sar —aho­ra mal­di­ces to­dos esos años de fu­ma­dor. Tarde. Siempre tar­de — , qui­zás des­ma­yar­te sea una más que vá­li­da op­ción pa­ra es­ca­par del do­lor. Esa idea se fu­ga con el si­guien­te pin­cha­zo en tu bra­zo. Inmóvil, pe­tri­fi­ca­do —nun­ca de­ja­rá de sor­pren­der­te tu ca­pa­ci­dad pa­ra ha­cer jue­gos de pa­la­bras idio­tas en si­tua­cio­nes de vi­da o muer­te — , te das cuen­ta de que no es ni el pá­ni­co ni tu res­pi­ra­ción lo que ha pa­ra­li­za­do tus múscu­los; es el hor­mi­gón. Tus ex­tre­mi­da­des in­fe­rio­res se fu­sio­nan con el sue­lo, ya no hay mar­cha atrás.

Asumes de un mo­do u otro que es­te es el fin y des­cu­bres la ho­rri­ble reali­dad que se es­con­de tras el ino­cen­te Edificio Diplomático. Quieras o no, tu exis­ten­cia que­da irre­me­dia­ble­men­te li­ga­da a la Corporación. ¿La úni­ca for­ma de sa­lir? Ahí es­tá la cla­ve, no exis­te sa­li­da. Fugazmente vuel­ves a pen­sar en Ella, ya to­do da igual, pe­ro Ella si­gue ahí y tú ya no es­tás ni es­ta­rás. Maldices no ha­ber­le in­vit… Ya da igual, es el fin. Las lá­gri­mas bro­tan de tus ojos, en­cuen­tras el des­can­so a me­di­da que el hor­mi­gón as­cien­de por tu pe­cho y se apro­xi­ma ha­cia tu ca­ra. Es in­mi­nen­te, ellos han ga­na­do. Sientes paz mien­tras tus lá­gri­mas se fun­den con el hor­mi­gón que in­va­de de­fi­ni­ti­va­men­te tu bo­ca y fo­sas nasales.

Te fal­ta el ai­re, pe­ro ya da igual: ya no lu­chas. Inmóvil, de­jan­do que las úl­ti­mas briz­nas de vi­da aban­do­nen tu cuer­po, es­cu­chas una voz os­cu­ra y me­cá­ni­ca: aca­bas de ser asimilado.

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