El día se presenta espectacular. Despiertas unos minutos antes de que el despertador despliegue su poderío sonoro y te obligue a comenzar esa serie de rituales matutinos que tan bien y con tanto esfuerzo has asimilado a lo largo de los años. Pero hoy es diferente, algo ha cambiado tras años estancado en un puesto monótono de nula responsabilidad, proyección ridícula en un gigante corporativo, uno de esos gigantes en los que anhelabas trabajar en tu etapa de estudiante; los mismos que te prometieron que con trabajo, esfuerzo y compromiso aumentarían tus responsabilidad y tu peso en la empresa. Hoy por fin vas a plantarte ante aquellos que te garantizaron un futuro brillante en La Empresa para decirles que no quieres seguir formando parte de su carnicería idiota.
Hoy el camino diario al frío y anodino recinto empresarial parece diferente, no sabes si es por el extraño sol que ilumina las calles, si son las temperaturas primaverales —esas mismas que te permiten salir en mangas de camisa a la calle en pleno mes de octubre sin miedo a perder la movilidad en tus miembros — , en el fondo sabes que a partir de hoy serás una persona libre, jamás volverás a pertenecer a esos inanimados ejércitos pertrechados con trajes y corbatas de dudoso gusto y peor confección.
Atraviesas acelerado el hall del Edificio Diplomático, un entusiasmo fruto sin duda de la secreción de a‑saber-qué sustancia química en el cerebro, aciertas a concluir mientras saludas a los que serán tus últimos compañeros de viaje en uno de esos inmensos ascensores que comunican los diferentes pisos. Edificio Diplomático, siempre te ha resultado curioso el nombre de este conglomerado de oficinas en forma de enorme forma geométrica afilada y violenta moldeada por toneladas de acero y hormigón en la que se asientan los anhelos y esperanzas de miles de jóvenes que, como tú, se comprometieron con La Empresa a cambio de un futuro lleno de éxito y prestigio. Qué equivocados estábamos. La planta 84 te da la bienvenida por última vez. No pierdes el tiempo, lo necesitas, aceleras el paso hasta situarte delante del despacho del responsable de recursos humanos. Una mano se posa sobre tu hombro justo en el momento en el que buscas nervioso la carta que tanto te ha costado redactar e interrumpe tus pensamientos con un voz seca y cortante: «reunión, ahora». El tono inquisitivo de siempre, las mismas formas, las mismas caras. «Hoy no» respondes. Hasta a ti te sorprende tu tono de voz: firme y seguro. Tu osadía no pasa desapercibida en los cubículos, las miradas se vuelven, ¿cuántos años hace que alguien se niega a seguir una orden? Aciertas a escuchar los primeros murmullos, incluso Ella, la única persona cuerda con la que eras capaz de mantener una conversación en la máquina de café-brebaje-insalubre, te mira con los ojos de sorpresa: como si hubiera visto un fantasma. O un muerto.
Los pensamientos se disparan a una velocidad endiablada mientras la expresión de tu interlocutor cambia. Su gélido «sígueme» los interrumpe a la vez que se da la vuelta y encamina sus pasos decididos hacia una de las docenas de puertas que decoran los pasillos estrechos del bloque B19. No tienes muy claro por qué, pero terminas acompañando al personaje; ni siquiera conoces su nombre aunque lo hayas visto cientos de veces moverse hierático y con ese indescriptible hedor corporativo. Al mismo tiempo que descendéis por las escaleras metálicas —no puedes creer que este ladrillo caravista grisáceo haya envejecido tan mal— la sombra camina unos pasos por delante tuyo, esa sombra que se siente feliz mientras se mueve a ritmo vivo a través de despachos y puertas a cada cual más pesada y ruidosa. Todo lo que te rodea se vuelve más confuso; ya no recuerdas si estás subiendo o bajando, tampoco eres capaz de mirar la hora, ni siquiera atinas en establecer el tiempo que tu misterioso guía y tú lleváis dando vuelvas por las entrañas del Edificio Diplomático.
Esta excursión, todavía no sabes si voluntaria o no, por los intestinos del Edificio termina de forma brusca cuando os detenéis ante una puerta blanca. «Adelante, sólo tú puedes entrar aquí». La invitación de Alfred —así has decidido bautizar a tu guía-mayordomo durante tu viaje— suena amable, es más, te atreves a afirmar que has visto un amago de sonrisa, o mueca de sonrisa, en su rostro plano. Decides no mostrar miedo y aceptas encantado dibujando una terrible sonrisa en tu cara mientras cruzas el umbral de la puerta blanca. Y nada.
Nada, vacío, niente, ná, nanay. Una habitación con lo que crees que son gruesas paredes de hormigón, de ese hormigón rugoso y afilado de una pared que no se ha terminado de construir, de una casa en proceso. Nada más. Una luz intensa pero a la que rápidamente te acostumbras ilumina la estancia que no tendrá más de diez pasos de largo por otros tantos de ancho. ¿Qué hacer? Ni siquiera hay una silla, no se ve una mesa. No hay espejos dobles —ese «yo» peliculero, que todos guardamos en nuestro subconsciente, se apodera de tu mente a una velocidad sobrenatural — , tampoco ves cámaras de ningún tipo. Nada. Intentas hacerte con el lugar caminando de lado a lado, decidido a activar algún tipo de mecanismo o algo que te libere de este purgatorio en el que te encuentras. Pero nada. Pasa el tiempo, sigues ahí, solo, desamparado. Esperas a que la puerta blanca que te ha llevado ahí —y a través de todo ese laberinto de escaleras y pasillos— se abra de una vez y alguien te explique qué es lo que está sucediendo. Te acomodas más o menos apoyándote torpemente en una de las paredes. Notas los pinchazos del hormigón en la espalda pero no los evitas, los buscas: es lo único que ahora mismo te ata a la realidad. Rascas nervioso la superficie de la pared esperando encontrar una salida oculta, un botón de escape, una bandera blanca. Pero nada.
Notas una sensación extraña en la mano: el polvo del hormigón que ha quedado en tus dedos se hace cada vez más pesado. Cubre la primera falange de tu dedo índice y observas aterrorizado como poco a poco se apodera de la mano entera. Gritas. Corres de un lado para otro, tropiezas, caes. El hormigón sigue subiendo por tu mano derecha y ésta se vuelve más y más pesada. No entiendes nada. Arrastras tu cuerpo hacia la puerta blanca que te ha traído a esta celda, pero ya no está ahí. Todo es hormigón. Todo es gris. Tu mano derecha inmovilizada por completo. Eres capaz de sentir cómo cada célula, cada poro, cada músculo de tu brazo derecho se rinde ante el poder del plastón grisáceo. Notas como las pequeñas trazas de acero de la mezcla se clavan en puntos estratégicos, una suposición basada en el intenso dolor que comienza a subir por tu brazo. O lo que hace unos minutos era tu brazo.
Vencido, con el dolor y el pánico en aumento, todavía no consigues explicar(te) cómo has acabado así. ¿Qué está pasando? ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Las preguntas te atraviesan la cabeza a la velocidad de la muerte inminente. Sentado, derrotado, ya no hay forma de ver el contorno de tu brazo: es uno con la pared, esa pared que en mala hora decidiste rascar. Inmóvil, esperando lo inevitable con el terror en los ojos y la forzada respiración agarrotando los músculos de los que todavía eres consciente. El corazón se te va a salir del pecho y los pulmones se van a colapsar —ahora maldices todos esos años de fumador. Tarde. Siempre tarde — , quizás desmayarte sea una más que válida opción para escapar del dolor. Esa idea se fuga con el siguiente pinchazo en tu brazo. Inmóvil, petrificado —nunca dejará de sorprenderte tu capacidad para hacer juegos de palabras idiotas en situaciones de vida o muerte — , te das cuenta de que no es ni el pánico ni tu respiración lo que ha paralizado tus músculos; es el hormigón. Tus extremidades inferiores se fusionan con el suelo, ya no hay marcha atrás.
Asumes de un modo u otro que este es el fin y descubres la horrible realidad que se esconde tras el inocente Edificio Diplomático. Quieras o no, tu existencia queda irremediablemente ligada a la Corporación. ¿La única forma de salir? Ahí está la clave, no existe salida. Fugazmente vuelves a pensar en Ella, ya todo da igual, pero Ella sigue ahí y tú ya no estás ni estarás. Maldices no haberle invit… Ya da igual, es el fin. Las lágrimas brotan de tus ojos, encuentras el descanso a medida que el hormigón asciende por tu pecho y se aproxima hacia tu cara. Es inminente, ellos han ganado. Sientes paz mientras tus lágrimas se funden con el hormigón que invade definitivamente tu boca y fosas nasales.
Te falta el aire, pero ya da igual: ya no luchas. Inmóvil, dejando que las últimas briznas de vida abandonen tu cuerpo, escuchas una voz oscura y mecánica: acabas de ser asimilado.