Boy, de Takeshi Kitano
Uno de los discursos antropológicos más queridos por la sociedad en la contemporaneidad es como la entrada en la edad adulta se dilata cada vez más en el tiempo entre las nuevas generaciones; nadie se hace adulto, todos se quedan en un perpetuo estado de infantilización más proclive en las nuevas formas sociales de la contemporaneidad. Esta crítica se hace siempre desde la focalización de Lo Adulto, como si existiera una noción absoluta, en contraposición a todas las nociones diversas que suponen una actitud infantil con respecto del mundo. Lo irónico de esto sería precisamente como sólo existe una manera de ser adulto, de alcanzar un estado de plenitud humana única, pero sin embargo se considera que hay una potencialidad cuasi infinita de modos a través de la cual ser niño: se puede tender hacia el juego, hacia lo mono, hacia no actuar de forma responsable, madura, racional, patriótica o respetuosa o, en general, se puede ser demasiado apasionado de alguna forma; el mundo infantil siempre se asocia con el mundo de ese exceso constante que escapa de una normatividad que debe ser impuesta. ¿Qué es ser adulto entonces? Es única y exclusivamente acometer la idea que los demás adultos tienen de ser adulto; sólo bale lo que Entidades Racionales han asumido como Racional.
Boy es precisamente una concatenación de tres relatos que exponen esta teoría en toda su crueldad, hasta sus últimas consecuencias, desde la mirada de aquellos que sufren más brutalmente el mundo adulto: los niños. Takeshi Kitano, con una prosa limpia pero cargada con una facilidad de elección del verbo preciso, a cada instante se mete de lleno en la mente de un grupo de niños, siempre de dos niños, que contrapuestos entre sí van descubriendo los límites de un mundo que es el suyo pero pretenden arrebatárselo; los adultos son como un herida supurante que rezuma pus infectando todo el tejido sano circundante de su alrededor, pretenden imponer su estado vital (desgraciado, por lo común) a cuantos se arroguen en su seno.
Uno de los aspectos comunes que hay entre los relatos es el retrato que se da, desde el punto de vista de los niños ‑y con niños entendemos aquí desde infantes de 5 o 6 años hasta adolescentes cercanos a la supuesta edad adulta‑, de los adultos como entidades incapaces de canalizar su propia (hipotética) madurez. Abundan los padres alcohólicos que desprecian abiertamente a sus hijos, imponiendo cosmogonías basadas en Lo Establecido® como método educativo; el maltrato psicológico, la brutalidad de acción contra ellos basado en la constante ridiculación de las constantes -¡madura! y tú no sabes nada de la vida, son dos frases que aparecen en el libro que seguramente la mayoría de lectores habrán oído alguna vez en la vida- propias de la existencia de los niños. Las madres como entidades pasivas y distantes entienden por la protección la ley del silencio, mandarles al cuarto o hacerles callar sin mediar justificación alguna más allá de su propia figura de poder, de ser el canalizador de una verdad hipotética más grande per sé que la vida infantil. Toda divergencia (infantil) es sentenciada inmediatamente como errada.
El mundo infantil en que viven los niños de Kitano, infinitamente más sensibles que los demás, no deja de ser un reflejo más cruel que el de los adultos. Sin las mediaciones culturales que impiden las coartadas morales que impiden las agresiones directas más obvias todos los personajes acaban por conocer la humillación, en mayor o menor grado, de mano de sus compañeros. Estos, como reflejos del mundo adulto, no hacen más que aplicar lo que ven de sus mayores, copian sus hábitos y costumbres basados en la perpetuación de un sistema que les es favorable por injusto al suponersele una racionalidad absoluta única y exclusivamente al valor moral dominante, el varón adulto. Los niños juegan a ser adultos copiando lo que ven en sus casas, en la calle, el desprecio de los hombres hacia el mundo entero mientras se estancan en formas pasivas del deseo y el conocimiento, no aprendiendo ni deseando nada que no esté ya firmemente estancado en una historia pasada reconocible ‑lo que es, a fin de cuentas, una forma de deseo estancado‑, exigiendo que todos se ajusten al canon establecido por sus iguales anteriores, sin mayor actitud crítica posible hacia ella. Desde la mirada infantil Kitano observa el terrible mundo del pensamiento tradicional japonés que es, en realidad, el mismo que el de nuestros padres o nuestros abuelos; no estamos tan lejos del japonés adulto de 50+ medio, de hecho lo tenemos en casa.
Ahora bien, las historias que desarrolla Kitano tienen una sensibilidad particular que hace que la luz brille en un mundo tan oscuro. Las relaciones que se dan entre las parejas protagonistas siempre son cándidas, infantiles, donde media la necesidad de cuidar el otro sin pedir nada a cambio en vez de un cambio mercantilista siempre pensando en el beneficio, como aprovecharse del prójimo. Los niños no. Aquí hay niños que luchan por sus pasiones: que obvian la ridiculez hipotética de sus pretensiones que no les llevarán jamás a ser un ente productivo (económicamente) de la sociedad y que exploran los límites de un amor tan infinito que se encuentra en las iglesias budistas, en la lejanía de las brillantes estrellas o en los cálidos labios de una semejante; ninguno de los relatos trata sobre la oscuridad que se cierne en el mundo adulto, porque está demasiado ocupado presentando las vicisitudes luminosas del mundo de la infancia.
¿Por qué deberíamos hacer caso al pensamiento infantil, errático y basado en las grandes pasiones, y no al adulto, pragmático y basado en la obtención de los mayores beneficios posibles del mundo? Porque sólo el pensamiento infantil nos lleva hacia la auténtica maravilla del mundo. No conocemos el mundo, no hay realidades objetivas en él ni nada es, ni debe ser, inamovible; todo fluye, todo cambia y nunca sabremos cuando algo colapsará quedando en nada o cuando nacerá una nueva forma de pensar que cambiará todo cuanto conocemos, el mundo, y en particular el mundo humano, es una pura contingencia en ebullición ‑como de hecho nos demuestra en el primer relato, The Champion in a Padded Kimono con la inesperada interveción de Shinichi-. Es por eso que el pensamiento adulto, pragmático e inflexible, obliga a la infancia a olvidar los juegos, a estudiar sin cesar y a ser entidades económicamente rentables como único objetivo vital, ¿la felicidad? Deberá llegar por el hecho de ser adulto en sí mismo, y eso nunca ocurre. La fascinación del niño, siempre abierta a nuevas pretensiones, especulativa y no limitada por una concepción necesariamente mercantil de la realidad ‑que, en tanto ajena al carácter humano, es dudoso que adopte creaciones de éste- es precisamente la ventana a la que debemos asomarnos para así poder traer un mundo en perpetua evolución, en perpetua especulación, para todos. No queremos ser adultos porque sólo así es como podrán existir Takeshi’s; sólo así conoceremos a los hombres obcecados en hacernos soñar porque nunca dejaron de ser niños, y quizás lleguemos a ser como ellos.