Esta entrada fue publicada originalmente el día 20 de Febrero de 2012 en Studio Suicide.
Unknown Pleasures, de Joy Division
Un lugar común en todas las épocas es la hipotética inexistencia de nuevos revolucionarios que lleven el arte, o cualquier otra faceta de la realidad, más allá de lo que hasta su preciso instante aconteció; la (nueva) juventud son plagiarios de sus ídolos de juventud que, a su vez, eran vistos como plagiarios de los suyos por sus adultos. En este eterno retorno de lo mismo evolucionista podríamos darnos cuenta del problema esencial del crítico —musical, o de cualquier otra clase— para con respecto del arte, pues debe situarse siempre fuera de ese ciclo de tóxica ranciedad que le haga pensar que todo está ya inventado sin poder siquiera apreciar como está cambiando el mundo. Quizás, para ello, sea útil volver la vista atrás para analizar los que una vez fueron uno más pero se convirtieron con el tiempo en leyendas (no)vivas a través de los cuales los jóvenes de hoy se constituyen, a nuestros ojos, como estultos plagiarios incapaces de crear su propia música. Ya que, aun hoy, no es fácil hablar de Joy Division.
Después de un EP combativo, como de hecho fue An Ideal for Living, con un sonido crudo y oscuro que estaba más cerca de ser una suerte de punk gótico que el sonido propio constitutivo que les convertiría en una leyenda, la llegada de Unknown Pleasures debió llegar como una furtiva patada en la futurible entrepierna del orgullo de la ya anquilosada crítica del momento. Unos jóvenes de veintipocos con un nombre marcadamente nazi, cosa que ya comenzaba a atraer a la gente indeseable, hacían una suerte de punk oscurecido con voces engoladas de afectación y una predominancia de bajos y metales que apenas sí aportan algo sustancialmente nuevo con respecto de lo visto hasta ahora; estos Joy Division no son más que una moda de los suburbios, de los jóvenes semi-lobotomizados, debió pensar más de un crítico con respecto de ellos. Es lógico, no encontramos aquí nada que no hubiéramos visto ya antes en potencia en tantos y tantos grupos de punk, ¿por qué deberíamos cederles el patronazgo de un nuevo género si hoy, en el ’79, esto es el pan nuestro de cada día sólo que más oscuro y más afectado? No había nada nuevo en unos jóvenes provocadores que atraían skinheads, por primera vez neo-nazis, en conciertos donde el cantante convulsionaba —quizás bailando, quizás por epilepsia— de forma constante.
Y un año después este mismo ente convulso se suicidó con 23 años. La primera victima del post-punk, Ian Curtis, el martir de una causa que no pidió héroes. A partir de ahí toda una generación receptiva hacia nuevos sonidos pudieron crecer fascinados con el disco de un chico muerto que escribía canciones sobre los problemas con el alcohol (Disorder), la locura (She’s Lost Control) o las mujeres (Shadowplay), exactamente los mismos problemas que ellos sentían con exactamente la misma posible caída en el suicidio que evitaban en su coqueteo; era lógico entronizar al rey muerto. A pesar de que a sus mayores seguía sin sonarles como algo nuevo, aunque tuvieran que admitir (por pura presión social) que quizás sí lo era. Porque de hecho lo era.
Ya desde Disorder encontramos un esplendoroso desarrollo de bajo, tan mítico que definiría absolutamente todo por venir después de él, que se vería complementado por la construcción de una atmósfera perfecta con una moderada distorsión de voz y guitarra que le da un tono fantasmagórico, como recubierto de una neblinosa pesadumbre, a un estilo que por lo demás es punk on steroids; es la música que los Sex Pistols hubieran hecho si en vez de unos capullos irónicos hubieran sido unos adolescentes demasiado jodidos por la vida —o si hubieran querido esteriorizarlo, al menos. Pero el trabajo no sigue menos que a su propia perfección con fraseos de guitarra que se amoldan a un bajo dominante en las sombras y una voz presente en su ausencia que harían historia casi tanto como los bajos ondulantes de Candidate o el sonido particularmente metálico de la excelsa batería, por no hablar de una guitarra que sería definición de todo la cold wave posterior, de New Fades. ¿Y por qué (hipotéticamente) no fueron capaces de ver todo esto muchos? Porque acostumbrados al sonido del punk, conocedores de los principios que arrastraban, Joy Division sólo eran un más de lo mismo con algunos detalles (nuevos) añadidos.
¿Se puede culpar a alguien en el ’79 de no ver en Shadowplay un desarrollo tan perfecto como excesivo hacia algo completamente diferente que (re)definirá toda la música acontecida hasta el momento? No, o, al menos, no lo veo posible. Joy Division fueron el paso lógico de la evolución del punk, pues después de que la ironía se agotara sólo quedaba ya una desesperación tan profunda y oscura que sólo cabía buscar nuevos caminos de expresar casi el mismo mensaje; si el medio es el mensaje, entonces se llama post-punk con razón. Y fue un paso tan elegante, tan lógico y comprensible, que sólo viendo en perspectiva lo que ocurrió, sin estar contaminados de la visión mediada de lo que supuso en el mundo la irrupción anterior del punk personalmente, podemos vislumbrar de forma equitativa por qué Joy Division firmaron uno de los grandes discos de la historia. Ya que, sin mirar atrás desde ese paso adelante, para su tiempo sólo eran otros niños jugando a revolucionar el mundo — mirando atrás desde nuestra distancia cuasi irónica podemos vislumbrar ese cambio radical entre la ruptura y el intento de recomponerse, entre los dos extremos que serpentean en oposición hasta tocarse en la consciencia de ser, en último término, lo mismo.