Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo
El mundo es una gigantescas ficción a través de la cual deambulamos más o menos conscientemente. Navegamos entre historias, creencias y memorias que son incompletas, algunas completamente ficticias, y aun con todo las tomamos como reales. Aceptamos creer tácitamente que los demás nos dicen la verdad, que no nos engañan, aun cuando no existe una razón explicativa para creer que efectivamente los demás no tienen motivos ocultos para engañarnos; la presunción de buena fe en la sociedad es un presupuesto básico para la existencia pacífica entre iguales. Esta presunción se hace desde la ignorancia, desde la pretensión de que el mundo no es un lugar terrible donde los vericuetos de Lo Oculto trazados por el incansable Robert Anton Wilson, no son más que pequeños cismas producidos por mentes débiles, cuando no directamente enfermas, que pretenden desestabilizar el frágil tejido de la confianza en las relaciones interpersonales.
¿Qué ocurriría si, efectivamente, esto fuera verdad? Por supuesto con esto no querría afirmar que existen fuerzas de más allá de la realidad (económica, política o humana) que controlan nuestro destino, pues esto no dejaría de ser un absurdo delirio de esa necesidad, tan humana por otra parte, de creer que su grandiosidad o penosidad está necesariamente mediada por el otro. Sin embargo si pueden existir personas que crean ficciones, entretejen complejas falsedades, a través de las cuales van mediando una serie de articulaciones que les son más propicias para sus propósitos inmediatos. Esto, que no deja de sonar como una conspiración terrible, no deja de ser algo tan común (y necesario) como la vida misma: cuando usted se inventa una razón ‑supondremos que, además, francamente estúpida- para no bajar a comprar el pan o no quedar con ese conocido pesado está, grosso modo, entretejiendo una pseudo-realidad para otros; todos somos en algún momento un espejo distorsionado de la realidad para un otro que se le articula como una verdad tangible. ¿Qué diferencia hay entre un autor de narrativa y un mero mentiroso? Que al menos el primero ratifica (de entrada y aparentemente) su derecho a mentir porque aceptamos tácitamente que nos va a mentir.
Un encuentro fortuito en un tren pueden asegurarnos un montón de historias sobre como se trata a los pacientes de un psiquiátrico, como se manifiestan las formas típicas de esquizofrenia y como, de hecho, estas pueden curarse a través de la escritura. Este mismo médico, que nos abordó en el tren después de dejar a un marido desconocido en el hospital, también nos cuenta unas historias terribles sobre su experiencia con un peligroso esquizofrénico que lo secuestro sin pudor alguno, hasta acabar muriendo descuartizado en un camión de basura; aun con todo le creemos. Quizás éste mismo médico en realidad sea Antonio Orejudo jugando a transportarnos a la mente de alguien que no es capaz de delimitar de un modo correcto la realidad. ¿Por qué haría algo así un escritor? Porque de hecho eso hacen los escritores: nos transportan a mundos diferentes ‑alucinados, soñados o vividos, eso no importa- en los que podemos experimentar otras vidas. Son vidas de mentira, vidas falsas, aun cuando quizás efectivamente alguien haya vivido eso, pero nos ayudan a comprender ciertos aspectos de la realidad.
Por supuesto no hacer ninguna diferenciación clara entre mentiras sería, en cualquier caso, tramposo por mi parte si pretendo sostener una tesis ‑si es que, de hecho, esto lleva a algún lado- que sea mínimamente creíble para alguien. Podríamos articular entonces tres tipos de articulación de pseudo-realidad según con respecto de quien de los involucrados en la novela hablemos: la ficción, la mentira y la metáfora. La ficción sería aquello que se articula en la novela, pues sabemos que no son acontecimientos reales que se representaran en un momento dado de modo fehaciente en la realidad sino que son sólo destellos de narratividad que han salido de la mente de un escritor dado, Orejudo en este caso, y que no tienen una intención clara de engañar. En la mentira encontraríamos algo igualmente irreal pero, sin embargo, aquí se daría la pretensión de engañar intencionadamente a él otro que sería el caso de Martín Urales de Úbeda, el cual engañaría con malas artes a las personas para provocar salvajes suicidios que implican trituración entre la basura. La metáfora sería aquello donde, de la ficción, se extrae algo porque esconde algo tanto real como ficticio, tanto una realidad literal como una verdad a descifrar; este sería el caso del doctor Ángel Sanagustín y sus explicaciones pormenorizadas sobre la esquizofrenia, el pretender a través de pequeñas historias hacer entender el nivel somático real de la enfermedad.
Supongamos que todas las suposiciones anteriores son mentira. La carpeta que se deja el doctor Ángel Sanagustín en el tren mientras este sigue en marcha con nosotros dentro está llena de historias terribles donde se narran atropelladas historias increíbles por lo que cuentan, pero que nos creemos, mostrándose como ejemplos de diferentes disforias propias o adyacentes de la esquizofrenia. Supongamos que nosotros, como de hecho hace Olga, auténtica pretensión de protagonista, llevamos esa carpeta pero descubrimos que el doctor no es quien dice ser, ¿qué produce esto en nuestras impresiones? De entrada lo que tomamos como verdad se convierte en mentira pero lo que pensamos como narración sigue siendo, efectivamente, narración aun cuando sea mentira. Las vivencias, aunque efectivamente son inventadas, siguen siendo articulaciones narrativas que funcionan como relatos grotescos y esto es así porque la condición metafórica protege el núcleo de la narración; la mentira se desmorona por su condición de violación de las clausulas ceteris paribus, la metáfora elude de facto toda condición necesaria de verdad: sólo necesita ser, de hecho, verosímil.
Un escritor sólo en su casa arguye una perfecta concatenación de historias ficticias que se embrollan entre sí confundiendo la realidad y la ficción interna del propio relato para articular una serie de discursos metafóricos dados. No nos miente, sólo nos oculta información. Pasamos por sus páginas incrédulos creyéndonos todo lo que nos cuenta, porque de hecho hicimos el pacto tácito con el autor de que él siempre nos sería sincero con sus intenciones; lo viola. ¿Por qué entonces podemos decir que la narrativa de esa novela no sólo no es tramposa, sino que, además, es excepcional? Porque la condición metafórica presupone algo literal, que de hecho para escribir una novela sobre la esquizofrenia de hecho ha de ser una novela esquizofrénica. No hay mentira en la ficción porque, de hecho, la ficción siempre alude a una condición profunda de la verdad del mundo.
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