Down, de Warren Ellis
Una de las constantes dentro de la crítica y la teoría cultural es que todo autor, en el interior de su corpus creativo, tiene su trabajo dividido en dos categorías básicas que se delimitarían con respecto de la calidad media de su trabajo: las obras mayores, para las piezas donde ha expresado las formas más triunfalistas de su talento, y las obras menores, para los trabajos de transición o fallidos. El problema de esta delimitación es que supone que se puede hacer una diferenciación clara e indistinta con un carácter absoluto cuando esto, aunque posible, está teñido del absurdo propio de un intento de hacer del particular (del gusto más o menos fundamentado) un universal. O, lo que es peor, se pueden discriminar las menores cuando en estas, casi siempre, se encuentran fórmulas e iteraciones del autor tan o más interesantes del propio autor como las que se dan en sus mal catalogadas obras mayores.
Para esto el caso de Down es absolutamente paradigmático: parte de su condición de obra menor desde la absoluta consciencia de serlo y, sin embargo, se va tiñendo aquí y allá de elementos, de ideas en fuga, que definirían ciertas conformaciones propias de un Warren Ellis más maduro en su estilo; incluso si podemos hablar del cómic que nos ocupa como menor tiene una importancia historiográfica a la hora de comprender el estilo de su autor. Toda obra, independientemente de su clasificación, tiene un valor per se al ser parte inherente del pensamiento del autor en un momento dado de su existencia.
¿Por qué se la denomina como menor? Hay una concatenación de argumentos más o menos razonables para suponer que, a la hora de abordar Down, estamos ante una obra menor. Su historia, quizás excesivamente manida y apenas sí con una patina nueva que lo vigorice, no deja de ser un caso típico de policía que acaba corrompido a la hora de confrontar una realidad social, la de la mafia, que le supera y le seduce aun cuando él lo lleva un paso más lejos: a Deanna, su protagonista, no le seduce el dinero o el poder sino el poder acometer justicia, su clase de justicia. Por ello todo no deja de ser una concatenación de tiroteos, ataques y una lenta corrupción que llevará a la protagonista desde su posición de policía demasiado embebida en su idea de justicia, de eliminar a todo aquel que no merezca vivir, hasta una posición realmente adecuada para poder limpiar el mundo de La Injusticia; la policía demasiado constreñida por leyes constituye un espacio a través del cual permite que la protagonista cree fuera de la ley un estamento pseudo-criminal basado en una suerte de honor samurái llevado hasta sus últimas consecuencias.
La historia es breve y se fundamenta sobre un código de honor basado en clichés ‑pues la necesidad de limpiar las calles de violadores y asesinos se ven determinados porque la protagonista fue violada cuatro veces durante su adolescencia, en un intento de justificación extremadamente exagerado- que hacen del personaje alguien con el que es imposible conectar desde un principio. La calidad desigual, aunque nunca negativa, de los lápices de Harris y Hamner terminan por delimitar ese quiero y no puedo, la constante sensación de que Ellis tenía un buen material que, sin embargo, se le escapo como fina arena entre los dedos. En el intento de contar una historia desprejuiciada con mucha violencia donde se delimitara ese conflicto de intereses entre justicia y estado policial fracasa estrepitosamente en su desarrollo por la incapacidad de mostrar nada más que una corrupción terrible de opereta. O así es hasta que llega el final donde, con el giro final que hace, dota de un sentido ulterior más profundo e inteligente a la obra.
A Deanna le gusta matar gente y, a quien le gusta matar gente, tiene que querer morir. Al final podemos presenciarla a ella rodeada de sus hombres instándola a no entrar en guerra contra todos los criminales de la ciudad en un acto suicida donde los matarán a todos, donde ella sólo puede asentir en el placer de que eso ocurra. Ella es el individuo de la moral del esclavo de Hegel que para encontrar su auto-reconocimiento debe someter a El Otro, al que posee la moral soberana, para así poder constituirse. Pero ella, a diferencia de los demás individuos que siguen la moral del amo, no tiene pretensión de esclavizar a nadie sino que, precisamente, destruye sistemáticamente a todos aquellos que se constituyen como amos a través de la esclavización del otro. Es por eso que su única opción es la muerte, porque en su imposibilidad de constitución, bajo esta premisa, al hombre sólo le queda la muerte sin honor ni sentido; sólo puede crear la auténtica justicia en el mundo destruyendo toda noción de moral hegeliana, incluído ella misma. Porque sólo en la emancipación de categorías de diferenciación ‑de amo-esclavo, de obras mayores-menores- se encuentra la auténtica dimensión real del mundo.
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