El nacimiento, en tanto es el momento de ser arrojado en el mundo, parece ser el paralelo exacto de la muerte; el recién nacido está más cerca de lo que está más allá de la vida que de la vida misma. Además, si seguimos a Freud, la teoría cobra más sentido desde el instante que se supone que todo ser humano nace con un “subconsciente colectivo”, impreso en su ser, que lleva asociado en sí sentimientos, pensamientos y recuerdos. Es por eso que podríamos considerar, desde un punto de vista también cultural y no sólo natural, que los que están muriendo y los que están naciendo tienen una relación sincrónica particular: ambos están ya (más) sujetos al subconsciente colectivo ‑a través de, como es evidente, el temor a la muerte- que a su propio subconsciente en sí. Es por eso que, después de estar conformándonos durante meses, somos arrojados de forma expeditiva y brutal por un conducto demasiado estrechos por un mundo que nos es ajeno y no conocemos; como el moribundo que ve como se acaba el mundo que el conoce para ser arrojado a un vacío incognoscible. A éste respecto seguramente tendría algo que decirnos “The Embryo Hunts in Secret” del director japonés Koji Wakamatsu.
Koji Wakamatsu, conocido por ser el más brutal de los enfant terrible de los 60’s/70’s del mainstream nipón, nos concede un pinku eiga ‑subgénero de películas de violencia erótica que darían para un extenso monográfico sobre sus implicaciones filosóficas- que acaparó, en igual medida, la atención de los fanáticos del BDSM, los seguidores irredentos del género y, como no podía ser de otra forma, los estudiosos menos formalistas de Freud. El protagonista de la historia, un hombres desquiciado perfectamente caracterizado por Hatsuo Yamatani, encierra y tortura a una joven llamada Yuka a la cual, con insistencia metódica, procura domesticar como si se tratara de un perro; intenta hacer de la figura femenina, de un concepto amplio de La Mujer, un lugar acomodaticio para sí. Como es lógico en las películas de ésta índole la relación acaba derivando en una suerte de pseudo-amor, siempre unilateral, en el cual se da la búsqueda y realización en partes iguales del seno materno. El problema es que Yuka, lejos de ser el objeto materno deseado, se encuentra mancillada en su impureza ‑lo cual, por otra parte, coincide más con la visión jungiana del arquetipo de La Virgen- para ser la representación de su madre perdida; la realidad incumple la necesidad mitológica creada por el hombre. La búsqueda infructuosa, siempre desde una brutalidad descarnada, se torna en contradictoria desde el instante en que sus sentimientos le llevan a combar entre un instinto misógino y una enfermiza admiración amorosa edípica; en su aprisonamiento Yuka es una figura desdoblada: la figura de la mujer, confrontación paralela a la figura del hombre, y la figura de la madre, la entidad pura excepción dentro de las mujeres.
A estas alturas es imposible que a nadie se le escapara que el embrión que da nombre a la película es el protagonista en sí mismo; es la entidad sentiente incapaz de habitar por sí mismo en un mundo hostil que se refugia en su mito pre-fabricado: el útero materno. Éste útero ‑primero su apartamento pero, a posteriori, la propia Yuka- se circunscribe como todo mundo que conoce pero, además, que quiere conocer. Y es que, si estamos arrojados en el mundo, no queda esperanza para una redención basada en la pureza natural del hombre, o de la mujer.
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