como LSD para chocolate

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La re­pre­sen­ta­ción del amor co­mo una dro­ga na­tu­ral es una cons­tan­te bas­tan­te ex­ten­di­da en la fic­ción de to­da cla­se. Aunque cla­ro, vien­do los des­equi­li­brios hor­mo­na­les que nos pro­du­ce el ena­mo­rar­nos no es­tá, ni mu­chí­si­mo me­nos, le­jos de la ver­dad esa ana­lo­gía. Pero el amor, co­mo el LSD, se en­cuen­tra en Sky And Sand de Paul & Fritz Kalkbrenner.

Con una me­lo­día sen­ci­lla, ca­si in­exis­ten­te, se des­plie­ga en con­jun­to con un jue­go de ba­te­ría que de­li­mi­tan y dan for­ma a la can­ción. Las ac­ti­tu­des vo­ca­les de los her­ma­nos Kalkbrenner tam­po­co des­ta­can en una can­ción que, a prio­ri, no nos ten­dría que de­cir na­da. Pero en el mi­ni­mal se jue­ga con otras re­glas y aquí me­nos es más ex­po­nen­cial­men­te. Así el so­ni­do es li­ge­ro, sen­ci­llo, con un cier­to re­gus­to am­bient en su ba­se que ayu­da a di­ge­rir una can­ción que, aun­que mí­ni­ma, es­tá cons­trui­da por y pa­ra des­per­tar en no­so­tros una cier­ta me­lan­co­lía. Justo de lo que nos ha­bla su le­tra, una his­to­ria de amor don­de el ena­mo­ra­do es in­ca­paz de te­ner los pies en la tie­rra cuan­do tie­ne den­tro de sí su de­seo. Ese cons­truir cas­ti­llos en la are­na y en el ai­re nos trans­por­ta al mun­do de los ena­mo­ra­dos y de los ra­ve­ros, el mun­do don­de el LSD y el amor tie­nen las mis­mas con­se­cuen­cias. Rayando el cie­lo mien­tras du­ra nos da­mos un tre­men­do gol­pe con­tra la reali­dad cuan­do se aca­ba, bus­can­do nues­tra si­guien­te do­sis. ¿Pero a quién le im­por­ta si se va a aca­bar? Lo más im­por­tan­te es dis­fru­tar de es­ta dro­ga mien­tras du­re, ya sea to­da una vi­da o ya sean los cua­tro bre­ví­si­mos mi­nu­tos de Sky and Sand.

Ya des­de ha­ce unos años el mi­ni­mal nos sor­pren­de con pie­zas im­pres­cin­di­bles que no de­be­ría­mos de­jar pa­sar y siem­pre lo ha­ce co­mo evo­ca­dor úl­ti­mo de sen­ti­mien­tos. Quizás sea ver­dad aque­llo de que las me­jo­res co­sas de la vi­da son aque­llas más sen­ci­llas. Nosotros, por nues­tra par­te, se­gui­re­mos ha­cien­do cas­ti­llos de are­na en el aire.

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