Politically Inept, with Homer Simpson, de The Simpsons
Aunque algunos no lo quieran creer vivimos en un mundo más (y mejor) mediado por el discurso panóptico de los medios de comunicación que por las entidades políticas en sí. Donde los gobiernos hacen y deshacen a placer sobre la mesa los medios de comunicación se pliegan para hundir o ensalzar carreras, restar legitimidad a las protestas ciudadanas, hacer de excepciones auténticos jolgorios de la revolución o, en general, tergiversar cualquier aspecto significativo de la realidad social; los medios de comunicación crean un perfecto simulacro en las entretelas de la endeble realidad política mundial. Es por ello que no es dificil encontrarse con opinadores profesionales en todas partes pues, ya bien entrado el siglo XXI, algunas personas de a pie han recordado ‑recordado porque, de hecho, desde Platón con sus conversaciones podríamos hablar de cierto activismo social- que el control de los flujos de información es, de facto, el control de la sociedad. Aunque la política se haga en los despachos, y no necesariamente en el de los políticos, la capacidad de descorrer o no el velo de sus acciones se da, única y exclusivamente, en los medios de comunicación; la política es lo que hace el estado y lo que la sociedad le permite hacer a este.
Los Simpson, que ya han tocado todos los temas sociales inimaginables hasta ser una especie de estudio pormenorizado de los usos y costumbres de finales del siglo XX y principios del XXI occidental, no dudan ni por un momento que esto sea así cuando, por accidente, el patriarca Homer Simpson es grabado soltando una arenga contra las empresas de aviación, siendo inmediatamente subido a Youtube. Su discurso, vivido y algo estúpido, sintoniza a la perfección con el ciudadano medio convirtiéndose en el último éxito viral de la semana. Esto le llevará al punto más temible inimaginable en el que pudiera estar: Homer Simpson, tertuliano político.
Aunque de hecho Homer ya tuvo un programa de televisión con anterioridad, y se presento como candidato para alcalde de Springfield como Hombre Salamandra, es la primera vez que tiene un uso de poder enfocado a la política. Las constantes referencias hacia la comida, los himnos fáciles o el simbolismo barato ‑el sombrero salsera es el paradigma de un sentido republicano que cualquier día copiará la derecha en la realidad: algo familiar que contiene, que debe contener, los ideales propios de la familia bien avenida- consiguen que Homer conecte de una forma radical con su público al sentir que, a diferencia que el analista político medio, él está hablando su idioma. Lo que hace él, de forma completamente subrepticia y sin tener ni la más remota idea de que lo está haciendo, es llevar la discusión de barra de bar hasta el paradigma de un contexto de política seria; como si Belén Esteban se hiciera una prestigiosa analista política entre el analfabeto funcional medio. Eso es Gut Check with Homer Simpson.
Ahora bien, la legitimación total de Homer no llega por lo que dice, que es tan dudoso para el bulgo como cualquier cosa que proceda de alguien que no sea quien respalde sus prejuicios stricto sensu, sino por lo que hace: su capacidad para emocionarse por absolutamente cualquier cosa, para llorar delante de la cámara al articular sus metáforas gastronómico-políticas, hacen que su credibilidad aumenta de forma notoria ante el público. El gesto de la lagrima, del sentimentalismo desatado, legitima la opinión sincera de un hombre que siente como nosotros, como el ciudadano medio, y no como los estirados analistas políticas de la televisión; el triunfo de Homer no es sólo hablarles en su propios términos, sino también actuar en consonancia a ello. El analista político medio no es sólo inteligible para una persona que apenas sí fue capaz de terminar el instituto, sino que también resulta frío, distante, simulacral; el analista es sólo una suerte de copia de un ser humano real para estos individuos. Justo lo contrario que Homer, el cual llora, grita, se emociona y se comporta como, volviendo a la analogía básica anterior, el comportamiento propio de una tertulia de bar. Si el taxista medio con su carajillo en la mano soluciona todo en dos patás, Homer Simpson lo solucionará igualmente en un par de metáforas alimenticias y una lágrima oportuna.
¿Hasta que punto llegará su popularidad? Hasta el límite de lo irrazonable: él será el encargado de elegir el candidato para la presidencia del partido republicano. Obviando la ridícula elección por estereotipada y extrema ‑pues sólo mejor que Ted Nugent hubiera sido, seguramente, elegir a Chuck Norris, lo cual daría para otro post entero‑, aquí se abre la sima de la realidad de una forma tan clara y evidente que resulta aterradora: el poder de los medios de comunicación es tal que la política de un país es capaz de plegarse a los deseos de un cacique mediático. Esto, que parece una clásica exageración de Los Simpson, no lo es cuando hemos podido vivir recientemente como El País hacía una apuesta muy clara por un candidato específico para el PSOE desde su tribuna. ¿Eligió el grupo Prisa al próximo candidato presidencial del PSOE como Homer eligió al republicano? No, pero hizo todo lo posible para que saliera el candidato que ellos deseaban.
El retrato que se nos hace desde la figura de Homer Simpson de los medios en relación con la política y la sociedad no es sólo devastador, es que alcanza auténtica cuotas de delirio: agentes corruptos de una ideología dada que se mueven por pasiones personales, y en inducir pasiones personales en sus seguidores, para mantener siempre cerrado el círculo de la política; nada es transparente en política, los medios se encargan de empañar esta transparencia. Es por eso que el propio Homer abandona su carrera mediática hastiado de ser una herramienta política con la cual legitimar y lavar el cerebro al votante medio, el individuo que cree lo que le diga la televisión ‑o el periódico, o el charlatán de moda- porque no tiene las herramientas adecuadas para dilucidar que eso es sólo un engaño. Es por ello que la función de los medios de comunicación, teóricamente informar, se ve empañada desde el mismo momento que su implicación con el poder legislativo es, más o menos, directo, ¿qué diferencia hay entre elegir un candidato y difamar de forma flagrante al rival de ese candidato cuando se es del mismo partido? Ninguna. Por eso hoy, para combatir el ámbito de la política desde lo social se debe conseguir articular los medios necesarios para dar voz y hacer ver al vulgo la manipulación de los amigos sólo de sí mismos.
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