13 Tzameti, de Géla Babluani
El fruto de la fortuna puede caer tanto del lado de la dulzura propia del durazno como tornarse del lado del durazno amargo, aquel que ataca nuestras papilas como la insidiosa demostración de que incluso lo que pensamos que necesariamente ha de ser bueno se puede volver contra las expectativas depositadas en él. Lo que normalmente llamamos suerte o fortuna no deja de ser el fruto de la casualidad, una oportunidad que pasa ante nosotros pero que de su bondad o maldad ‑siempre hipotéticas, en tanto formas de la existencia no tienen cualidades morales- es indefinible por sí misma en primera instancia. ¿Cómo podemos decir que la suerte es buena o mala cuando, de hecho, esta no es más que un acontecimiento que por casualidad viro en una u otra dirección por los caprichos de los sucesos del mundo que han propiciado tal acontecimiento? Porque aunque sabemos perfectamente que no hay nada de milagroso en el mundo, que todo cuanto ocurre viene propiciado por las acciones que en el mundo se practican, siempre queda un último rescoldo de pensamiento mágico, del y sí… de la posibilidad de La Fortuna.
En una película como 13 Tzameti esto es algo tan obvio que prácticamente se puede respirar a cada instante. El encuentro fortuito de la invitación formal donde se puede ganar mucho dinero, el lujo campestre de la pobredumbre, los tambores martilleando contra la cabeza de algún otro desconocido; ¿qué es la suerte? No lo sabemos, porque no sabemos si considerar suerte acabar en un lugar donde podríamos acabar con los sesos desparramados por la pared o llevarnos una cantidad obscena de dinero sino ocurre. Entonces preguntemos otra cosa, ¿es bueno para 13? Sólo si no acaba con los sesos desparramados por la pared.
La condición del mundo es necesariamente inmanente para todos, lo cual incluye a 13. Él no es más que un número, una persona despersonalizada hasta el punto de ser la posibilidad de un nombre caracterizado en la numeración que se le da en orden en el cual ha entrado hasta el momento en el lugar — nadie quiere ver morir el nombre de un hombre, es más sencillo ver morir a un número que se pretende hombre. Pero 13, aun cuando número, tiene sueños: conoció al anterior 13 y vio su vida sencilla, armoniosa y feliz, donde ganó una cantidad de dinero respetable como para poder retirarse del juego donde consiguió ser una suerte de leyenda subterránea ‑no es El ruletista, pero podría serlo; es el mundo posible de un mundo posible, la posibilidad de un hombre de la posibilidad de un hombre- y eso es lo que busca para sí mismo: tener una vida sencilla, armoniosa y feliz, donde ganó una cantidad donde ganó una cantidad de dinero respetable como para poder retirarse del juego donde consiguió ser una suerte de leyenda subterránea. El problema es que donde uno tiene una connotación de obligación en el suceso, pues en tanto ocurrió en el pasado necesariamente ha de haber acontecido así, el otro se sostiene bajo la condición presente del deseo: quiere que sea así, pero quizás no sea así como ocurra.
El problema es que para conseguir lo que se desea hay que apostar algo que se tiene a cambio. Para que 13 consiga su ansiada vida en paz, regida por una cantidad voluptuosa de dinero que puede gastar de forma impune en ser feliz, debe apostar algo que aprecia con una fiereza radical, debe poner en juego su vida. Pero siempre que se pone sobre la mesa el deseo se ha de poner en juego la vida para conseguirlo. Si 13 duda, se retuerce y no está seguro de si jugar a un juego donde necesariamente habrá de arrebatarle ese deseo a otros individuos para ganar ‑y por extensión, directa o indirectamente, la vida- no es porque tema la posibilidad de la perdida sino que teme la posibilidad de las consecuencias de la perdida; lo problemático no es perder en sí, no es conseguir el objeto del deseo, es que por conseguirlo podemos perder más de lo que aspirábamos a ganar. ¿Toda una vida de tranquilidad económica es una apuesta suficiente con respecto del deseo como para poner en juego la vida en sí misma? Es legítimo dudar, es legítimo que 13 dude, pero nos dice más esta pregunta y su respuesta que el conocer si lo consigue.
Es por eso que Géla Babluani decide renunciar de forma sistemática a cosas para hacer su película. Decide renunciar al color para cumplir su deseo de evocar una sencillez que roza el onirismo, decide renunciar a la explicitud de la perdida para resaltar el vacío de esta, decide renunciar a un gran presupuesto para poder hacer la película; para cumplir su deseo, aunque sea de una forma parcial o simplemente no absoluta, requiere de renunciar a todo aquello que se le muestra como una decisión en la que tiene que optar por lograr una u otra condición del valor de las cosas. Aunque la pretensión de Babluani fuera recrear toda la realidad del juego de 13 a todos sus niveles sistemáticos, en todas sus condiciones llevadas hasta sus últimas consecuencias, no podría plasmarlo porque para cumplir su deseo de hablarnos del hombre ahora conocido como 13 antes ha tenido que renunciar a otras condiciones de su historia para narrarnos esa historia de su existencia.
La posibilidad de un nombre no es sólo que denominándolo por un número le borremos parte de su estatuto de hombre, lo despersonalicemos de tal modo que nos parece menos humano por ello, sino también por todas aquellas posibilidades de lo que podría haber sido pero de hecho no es. La peculiaridad de toda existencia es que no se define por la posibilidad del deseo, sino por las elecciones del deseo que haya realizado o no en el pasado aun cuando todo ello es parte de sí mismo. Todo hombre es aquello que ha elegido y lo que ha dejado pasar, sin embargo sólo se le puede caracterizar a través de la elección de cuales de estas se mostrarán y de que modo, amplificando así ad infinitum la posibilidad de un hombre, porque representamos a un hombre desde otro hombres (el autor) que es representado desde otro hombre (el espectador) pudiendo tender hacia el infinito en como esa posibilidad varía y se difumina en tanto las lecturas se disipan en su propia razón. ¿Quién es 13? Podemos saberlo fácticamente, pues con ver 13 Tzameti podemos conocer lo más importante de éste, pero incluso sabiéndolo siempre nos quedará el hecho de saber que lo hemos conocido de un modo específico que igual que ha sido ese las elecciones vitales que le llevaron a causarnos esa impresión específica podrían haber sido otras. 13 podría haber sido otro si su director, si su Dios, hubiera elegido otra forma de mostrárnoslo en el mundo.
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