Lord of War, de Andrew Niccol
El arte en tanto actividad eminentemente humana, propia del pensar, tiene la obligación de plasmar dentro de sí el presente del mundo sino quiere acabar careciendo de toda importancia; un arte anclado en la lógica del siglo XIX no será poco popular hoy porque esté desfasado, por su condición demodé, sino porque no habla ni sobre, ni de, ni desde nuestro tiempo: el arte está siempre circunscrito a su presente, incluso cuando evoca un futuro que se nos muestra como dado en el indicio de un presente-futuro, si desea tener un sentido auténtico: lo importante para el hombre es pensar su presente. Andrew Niccol, que es un hijo de su tiempo, ha demostrado esto con insistencia a lo largo de su filmografía —incluso en aquellos que podríamos definir como fracasos (In Time) o conatos futuros de catástrofe (The Host)— precisamente en tanto su obsesión siempre se dirige hacia mostrar lo más íntimo del ser humano, aquello que no queremos ver porque se da en la deshumanización del ser humano en la lógica del capitalismo tardío.
En éste sentido particular es donde Lord of War se nos demuestra como una de las películas más brillantes a la hora de retratar el delicado equilibrio presente sufrido en el mundo, con el tránsito desde una lógica binaria de fuerzas políticas de la guerra fría hasta el conflicto abierto de guerra total que supuso su fin; si Fukuyama declaró que vivimos ya el fin de la historia, de lo cual se retracto recientemente, entonces Niccol nos demuestra que vivimos en el principio de la época de la inacción ante el accidente. A través de la historia de un traficante de armas que salta desde sus más rudimentarios principios como vendedor de poca monta hasta llegar a la cima absoluta del tráfico, dominando de forma práctica los flujos migratorios de la cadena armamentística según sus intereses, no sólo nos narra la historia vital de alguien que consideraremos de facto como un ser vil y despreciable, sino que también nos narra la lógica humana (demasiado humana) que ha sido adquirida de una forma particular en nuestro tiempo. Ahora bien, esta representación de nuestro mundo es realizada, subsiguientemente, a tres niveles inteconectados entre sí: el historiográfico, el económico-social y el existencial —y por interconectados refiero no solamente que están unidos entre sí de una forma lineal, como si de hecho el anterior diera sentido al consiguiente, sino que su lógica se da en un sentido rizomático: cada uno de los niveles sólo adquiere sentido pleno en la relación de lectura y re-lectura de los demás.
En un sentido historiográfico asistimos al como se evoluciona desde el conflicto de la guerra fría, el cual permitía un conflicto completamente cerrado en un binarismo conducido por un sentido de la lealtad en la lucha —uno no trafica con quien quiere, sino con quien debe — , hacia una lógica de mercado abierto; la guerra y la economía se atomizan haciendo como que hay una cantidad cuasi-infinita de conflictos y formas de tráfico, pero siempre acaban estos supeditados ante un una serie de oligarcas de desmesurado poder que no se ocultan, pero sí mantienen sus cabezas lejos del conflicto en sí: es el principio de la muerte de la ideología, el principio de la veneración de la moneda, el diamante, la sangre. Ya no hay lealtad posible, porque no hay ideología política que valga, el fundamento de toda acción será a partir de hoy la maximización del beneficio económico a través de intermediarios que mantengan a los titiriteros lejos de la acción; la guerra fría fue la última guerra ideológica, hoy vivimos en la era de la guerra como cajero automático de las grandes potencias.
En el ámbito puramente social, las repercusiones son evidentes desde la misma concepción producto de estas guerras, pues la guerra ya ni es en casa ni se la espera. Se asiste a la guerra como algo distante, exótico y fundamentalmente extraño, en lo cual no somos partícipes activos —aun cuando tengamos constancia de que nuestro gobierno o un familiar nuestro sea el que vende las armas a ambos bandos de ese conflicto— ni parece que pueda aportarnos heroísmo —pues si antes la guerra generaba héroes, ahora sólo crea víctimas— cerrando así nuestra perspectiva sobre nosotros mismos. En este distanciamiento, en este sentirse completamente ajeno del accidente que ocurre en el mundo, la posición de la gente es explícitamente el de los tres monos de la sabiduría: no ven, no oyen, no hablan; si bien la guerra fría fue la última guerra ideológico-política, actualmente la guerra cotidiana en la sociedad es la guerra de la ideología capitalista: el individuo medio, aquel que difícilmente se constituirá como ser humano nunca, se conforma con la ductilidad de las migajas que caen del dinero generado de un modo que ellos mismos desprecian: odiamos ver como asesinan impunemente en Sierra Leona los señores de la guerra, pero nuestro dinero está teñido de su sangre. La lógica capitalista, profundamente ideológica, nos obliga a desentendernos de aquello que sabemos despreciable precisamente en tanto vivimos demasiado bien ya no para denunciar los abusos del sistema, sino meramente para pensar críticamente nuestro tiempo; todo ha cambiado para que todo siga igual.
Todo lo anterior tendría un correlato a priori y atronador en el plano existencial, el ámbito último de toda realidad. Un ser humano que pretenda constituirse como tal en la sociedad actual deberá, necesariamente, tomar partido de forma crítica por una postura —lo cual, por otra parte, no es un cambio en absoluto: eso siempre ha sido así— y llevarla hasta sus últimas consecuencias sin caer en la ideología anterior; el hombre de nuestro tiempo no es un ente político inflexible ni un asceta que se desentiende del mundo, es el hombre mesurado que hace lo que cree que hay que hacer después de una reflexión metódica de sus posibilidades. Tanto Yuri como Vitaly Orlov eligen ser humanos en tanto adoptan una postura radicalmente propia sin aceptarse como cómplices de la desidia, tomando partido por algo; uno traficando con armas, manteniendo la lógica perversa del mundo y sobreviviendo a través de ella, el otro destruyéndolas, enfrentándose a aquello que su hermano defiende (y fracasando radicalmente en ello): ellos son los únicos en la película que no fracasan como seres humanos, que han sabido ser de forma radical en un tiempo inestable.
¿Por qué deberíamos considerar entonces que los demás carecen de ese ser que les haría humanos? Porque no asumen una postura coherente respecto al mundo, prefiriendo erigirse en su propio fracaso como una forma de triunfo radical. Esto se ve de forma radicalmente clara cuando Ava Fontaine le dice a su marido, Yuri Orlov, que ella no fracasará como ser humano como referencia al ser cómplice del tráfico de armas. Esa frase, tan aparentemente inocente en una lectura ligera, denota dos cosas radicalmente demoledoras: que puedo ser una fracasada como proyecto de persona, pero no fracasaré en ser lo que se supone que es lo básico de ser humano en nuestro tiempo: respetar los derechos humanos, lo cual es una crítica brutal a Orlov donde le deja como trasunto de pseudo-ser humano; y que como nunca he podido ser lo que he deseado ser, me conformo con ser lo mínimo que debo ser… pero que nunca seré porque he auspiciado lo contrario por omisión, lo cual es una crítica elidida a sí misma: al haberse permitido el uso del dinero de su marido sin preguntas, sin cuestionamiento, sin querer mostrar una actitud interrogativa ante el mundo, ya carece de toda humanidad de la cual acusa a su marido: es cómplice indirecta por no cuestionarse ni lo más esencial. Mientras él ha decidido tomar partido por algo, hacerse preguntas y tomar conclusiones —erradas o no, eso no importa, pues lo importante es que él ha decidido— ella se deja arrastrar por la corriente de pensamiento de lo que debe pensar sin hacer nada; mientras él actúa, busca activamente el accidente, ella se mantiene estática, se deja llevar por el accidente pero no acepta el accidente. Los únicos que son verdaderamente humanos entonces son aquellos que buscan el accidente, lo apresan y retuercen, se ajustan a sus colapsos o intentan evitar sus efectos.
El principio del ser humano es la acción, pero eso en los términos del presente significa tomar partido consciente y de forma crítica sobre lo que acontece en un plano económico en contraste con nuestros valores específicos de que supone ser un ser humano. Si todos aceptamos los derechos humanos, y lo hacemos, entonces la única manera de ser humano es aceptar de forma abierta nuestra postura: si defendemos el mundo presente, debemos aceptarlo (críticamente) tal como es; si repudiamos el mundo presente, debemos actuar para cambiarlo sin estar mediados por otra ideología. He ahí que cuando al final Orlov nos dice que el secreto de la supervivencia es evitar las guerras, sobre todo con uno mismo se refiere a un plano puramente ontológico con reminiscencias al mundo en sí: sobrevivir acontece en aquellos que no se implican de forma real con nada, que viven en la muerte de una vida ideologizada sin valor, sólo viven aquellos que toman partido y se juegan la vida en un perpetuo devenir todos los días, contra la sociedad, contra el mundo, contra sí mismos. Eso es hasta hoy la única realidad constante del hombre.
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