el terror cósmico escapa de toda razón conocida

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A lo lar­go del úl­ti­mo si­glo ha ha­bi­do una mór­bi­da pro­li­fe­ra­ción del gé­ne­ro de te­rror en to­da cla­se de re­pre­sen­ta­cio­nes ar­tís­ti­cas y cul­tu­ra­les. Desde los fan­tas­mas has­ta los psi­có­pa­tas pa­san­do por to­da cla­se de mons­truos, na­tu­ra­les o no, pa­re­ce que cuan­to más nos acer­ca­mos ha­cia la ra­zón más den­sa es la os­cu­ri­dad que es­con­de los rin­co­nes que no con­si­gue ilu­mi­nar la luz de la cien­cia. Quizás por ello la cons­tan­te más ha­bi­tual en el gé­ne­ro sea la os­cu­ri­dad más den­sa de to­das: el es­pa­cio. Escapando de mo­das, siem­pre hay si­tio en la cul­tu­ra ge­ne­ral pa­ra cria­tu­ras que vie­nen de más allá de nues­tro mun­do dis­pues­tas a pa­ra­si­tar nues­tra vi­da has­ta nues­tra ab­so­lu­ta ex­ter­mi­na­ción; es lo ab­so­lu­ta­men­te le­jano, lo ab­so­lu­ta­men­te otro, que no po­de­mos ver sino de for­ma di­fu­sa. Es por ello que Cthulhu ‑y los mi­tos lo­ve­craft­nia­nos en general- en­car­na uno de los te­rro­res más bru­ta­les al ser, a su vez, re­mi­nis­cen­cia de un pa­sa­do tan re­mo­to que ape­nas si sa­be­mos na­da co­mo pro­yec­ción de reali­da­des tan le­ja­nas que per­ma­ne­cen os­cu­ras a nues­tro co­no­ci­mien­to. Cthulhu es el má­xi­mo te­rror de la hu­ma­ni­dad por­que es­tá de­ma­sia­do le­jos en el es­pa­cio y en el tiem­po pa­ra ser conocido.

Por to­do es­to The Unnamable Symphony de Vanished Empire se si­túa co­mo un fra­ca­so ge­nial, pe­ro fra­ca­so: es im­po­si­ble de­li­mi­tar lo ab­so­lu­ta­men­te si­nies­tro en una vi­sión con­cre­ta de los mis­mos. Con su EBM, ex­tre­ma­da­men­te ágil y bai­la­ble, con un ca­riz más épi­co he­re­da­do de los to­ques sin­fó­ni­cos de al­gu­nos gru­pos de black me­tal con­si­guen crear una at­mós­fe­ra car­ga­da, ca­si alie­ni­ge­na, que aun con to­do res­pe­ta la fuer­te per­so­na­li­dad del gru­po. El pro­ble­ma es que no sue­na co­mo un sin­fo­nía en ho­nor de Cthulhu tan­to co­mo una sin­fo­nía de Vanished Empire con res­pec­to de Cthulhu. Esto que, per sé, no es un fra­ca­so lo es en el mo­men­to que in­ten­tan prac­ti­car una re­pre­sen­ta­ción de aque­llo que no pue­de ser re­pre­sen­ta­do; que no pue­de ser nom­bra­do. Y no pue­de por­que, aun­que Cthulhu uti­li­za­ra nues­tro mis­mo len­gua­je, es­tá más allá de nues­tro tiem­po y nues­tro es­pa­cio, es una cria­tu­ra to­tal­men­te alie­ní­ge­na cu­yo pen­sa­mien­to ex­ce­de cual­quier ló­gi­ca hu­ma­na a tra­vés de la cual se ar­ti­cu­le el len­gua­je. Es por ello que es im­po­si­ble crear una sin­fo­nía de los pri­mi­ge­nios, en tan­to to­da mú­si­ca es un len­gua­je, pues re­pre­sen­ta la ima­gen que te­ne­mos de unas en­ti­da­des que es­tán más allá de nues­tra po­si­bi­li­dad de representarlas.

No hay po­si­bi­li­dad de re­pre­sen­ta­ción de los mi­tos que no aca­be en fra­ca­so. Se pue­de con­se­guir unos triun­fos más o me­nos exac­tos, pe­ro siem­pre se en­fren­ta­rá con el he­cho de que re­pre­sen­tan lo si­nies­tro; lo que se cier­ne en las som­bras de la reali­dad hu­ma­na. Por eso la úni­ca re­pre­sen­ta­ción vá­li­da de los mi­tos se­rá aque­lla que los des­di­bu­ja, los de­ja co­mo unos tra­zos di­fu­sos que so­fo­can la men­te sin ra­zón, ha­cien­do im­po­si­ble afe­rrar­se a na­da pa­ra com­pren­der aque­llo que ha­ya su­ce­di­do. En el es­pa­cio y en el tiem­po hay co­sas más allá de la representación.

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