Cuando se habla de la cultura japonesa, más que de una civilización con la que llevamos conviviendo abiertamente ya cerca de dos siglos, parece que hablemos de alienígenas absolutamente incomprensibles con quienes nos encontramos por vez primera. Aunque es innegable que su pensamiento excede los límites del pensamiento occidental también hay que decir que están mutuamente fecundados el uno con respecto del otro; después de siglos de hibridación ‑sutil en la relación Japón-Europa, evidente en la relación Europa-Japón- una y otra cultura están impregnadas de ciertos matices comunes. Para demostrarlo lo mejor será usar la obra de la artista pop japonesa Chiho Aoshima que conjuga tanto la visión del Japón sintoísta con una visión absolutamente contemporánea, neo-hegeliana incluso, de la cultura.
Artista gráfica sin educación formal en artes es parte de Kaikai Kiki Collective, el grupo coordinado por el epitome del superflat, Takashi Murakami. Sus trabajos, circunscritos en esta misma corriente, aluden hacia un imaginario pasado ‑compuesto, esencialmente, por yokais y otras criaturas de la mitología japonesa- con una estética heredada del anime. En esta mezcla de la tradición y la contemporaneidad, de la naturaleza y la cultura, es donde se esconde el punto exacto donde Oriente y Occidente chocan con fuerza: ambos se edifican bajo unos prefectos esencialistas pero crecen a partir de una visión cultural del mundo.
Según el sintoísmo, religión mayoritaria de Japón, todo aquello que esté en sinfonía de la naturaleza tiene un espíritu y, por ello, los sintoistas creen que todo cuanto hay en la naturaleza está habitado por distintos dioses. Esto nos remite directamente hasta la idea de Spinoza de Deus, sive Natura -Dios, o la Naturaleza- donde la Naturaleza es, precisamente, la figura de lo que podríamos denominar Dios y, por extensión, todo aquello que la compone un pequeño dios en sí mismo; un Dios en potencia con limitación de su poder. Un ejemplo en la obra de Aoshima sería “Chicas montaña” donde vemos tres montañas unidas coronadas en sus laderas por tres rostros femeninos. De éste modo representa en todos sus cuadros la naturaleza: como una antropomorfización de los elementos naturales. Por eso Spinoza y los sintoístas están tan cercanos, pues en ambos casos creen que todo cuanto hay en la naturaleza es divino en tanto en toda su medida componen la divinidad en sí.
Por ello el ser humano también es una parte ineludible de esta condición pues, como parte de la naturaleza, es una pequeña divinidad en potencia y, con ello, origen de parte de éste conatus, o potencia, que sumado todo en sí crea la Naturaleza como tal. Uno de los ejemplos más pintorescos sería “El gas divino” donde vemos como los gases de una señorita, representación del mar según vemos en sus ojos llorosos y sus cabellos de color esmeralda, originan las nubes que, a su vez, están cabalgadas en su punto más álgido por otra entidad antropomórfica. Es por ello que todo cuanto existe es parte de la divinidad pues sólo en su conjunción máxima, en la relación de unos con respecto de los otros, se conforma una realidad global, una potencia absoluta, que sería la naturaleza.
Por otra parte otra de las representaciones más comunes dentro de la obra de Aoshima es el de la muerte, lo cual plantea una serie de problemas en la visión de la naturaleza. La concepción de la muerte en el taoísmo, sin embargo, si suena completamente marciana a ojos occidentales: no hay predominancia de favor entre la creación o la destrucción; vida o muerte ambas son valiosas por igual. Esto es así porque, siguiendo de nuevo con Spinoza, el conatus no se destruye sino que se transfiere en el momento de la desaparición de cada parte de la naturaleza. De éste modo toda destrucción es una construcción y viceversa, habiendo así un eterno equilibrio de fuerzas. En “El nacimiento del zombi gigante”, cuando el espíritu de la nieve es asesinado, no hay una perdida de todo el conatus que éste pudiera tener sino que, como vemos sobre la cortina de sangre superior, se origina una transferencia donde ahora se harán predominantes los espíritus del agua fundida que ha dado pie la muerte de la nieve. La muerte es tan sólo transformación.
¿Y por qué siempre son mujeres las que son representadas como divinidades? Porque la divinidad debe ser aquello capaz de concebir el mundo, pues en la naturaleza todo debe perpetuarse, y la creación sólo sale de las entrañas de lo ctónico; de lo femenino. Por eso la creación natural es algo puramente femenino, ajeno de lo masculino, lo cual excluye cualquier posibilidad de que exista una naturaleza masculinizada. Pero, si seguimos a Kojève, el ser humano existe en un segundo nivel de naturaleza originado: la cultura. Como un intento de mimetizar el logro de lo femenino, los hombres intentan crear una justificación cultural de cuanto es la naturaleza; originan la creación cultural como un modo de subordinar lo femenino en lo masculino. Pero la cultura es el fracaso de esta intención pues, como nos enseña Aoshima, incluso en lo cultural se acaban por imitar los espíritus de lo femenino. El caso más paradigmático lo encontraríamos en “Ciudad brillante” donde los edificios no sólo tienen rostro femenino, sino que están apostados por encima de una frondosa selva; el intento de subordinar lo femenino-rizomático (la naturaleza) a lo masculino-raíz (la cultura) acaba por copiar, y replegarse en, lo femenino; lo ctónico.
Como podemos ver en “Comedoras de fideos flotantes” toda contraposición acaba suscitando una síntesis. Las cabezas de mujer flotando por encima de los muertos, hechos naturales, comen fideos que sobrevuelan un cementerio, hechos culturales. Además, los fideos se componen como un rizoma ‑pues no tienen un centro ni siguen un orden jerárquico- del mismo modo que lo encontraríamos en otra de sus obras, “Zombis en el cementerio”. Es por ello que Oriente y Occidente no están tan lejos pues, consciente o inconscientemente, comparten una serie de ideas comunes sobre el mundo. En cuanto lo natural se comportan las visiones mayoritarias de un modo paralela en cuanto la forma de ver el conjunto del universo, de la naturaleza, mientras que en lo cultural comparten la misma raíz común.
Por ello es interesante ver a Chiho Aoshima no como una artista extraña por su origen, ajena a nuestros códigos o valores, pues, como casi todo autor japonés, comparten una mínima base de fondo con respecto de nuestra experiencia como para ser interpretados, aun cuando tengan algunas particularidades culturales que nos resulten ajenas. He ahí que no sólo es interesante leer los relatos que nos proponen las artes pictóricas o de cualquier otra índole de otras culturas, sino que además pueden arrojar luz sobre algunos conceptos de nuestra propia cultura que permanecían oscuros.
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