A pesar de que Prometheus es en sí misma una declaración que va contra el finalismo religioso, su discurso se erige sólo como en oposición a la fe indómita de la religión: el creyente genuino, aquel que lo es hasta sus últimas consecuencias, lo será hasta cuando le demuestren que no existe su Dios; el creyente se aferra de un modo tan inexorable y radical a su superstición que pretende convertirla esta en real, pero con eso sólo consigue hacer una (pésima) interpretación de la contingencia del universo. En la película sería Elizabeth Shaw, protagonista y única creyente (que sepamos) en la película, la que resaltaría las problemáticas inherentes de una idea religiosa trascendental ‑obviando, en cualquier caso, cualquier posibilidad de una religión místico-materialista à la Bataille: por religión referimos una religión institucionalizada- que no sólo no encuentra respuestas sino que resalta de forma flagrante las contradicciones propia de su fe.
Durante toda la película podemos ver como su motivación para acudir en la llamada de los ingenieros ‑nombre puesto por ella y que alude de forma evidente hacia la condición de Dios como diseñador; no cree contactar con alienígenas, ni siquiera con algo así como un padre, sino con El Padre- y celebrar el descubrimiento es siempre mediado por el sentimiento religioso que arrastra tras de sí como posibilidad única en la existencia. Ella jamás duda, nunca pone en cuestión que los ingenieros puedan no querer saber nada de ellos y ni siquiera se plantea que quizás no haya un plan específico para ellos de parte de sus creadores pues su fe es tan absoluta como ciego es su pensamiento — el salvaje cristianismo abotargante de Shaw es, en primera instancia, lo que condena a la muerte a más de una docena de personas. Ahora bien, si Shaw sería la personificación particular de una condición trascendental pura de la idea religiosa, el camello según haría la descripción Nietzsche de las diferentes formas del hombre ante sí mismo, el león, el hombre que destruye la posibilidad de Dios pero se lame de sus heridas ante ello, sería otro: Peter Weyland. Este anciano millonario cree en la existencia de Dios de forma definitiva pero lo cree muerto, derrotado, como una entidad que debería ponerse ante las órdenes de un hombre que sin embargo acude a él para poder eludir sus propias condiciones de mortandad; Weyland, como el león, combate la falsedad de Dios sólo arropándose en el nihilismo negativo de la incapacidad de trascender su propia condición de esclavo ‑en éste caso, de la muerte.
¿A donde nos lleva esto? Al callejón sin salida que supone la propia contingencia radical del mundo: Dios está muerto no porque lo haya matado el hombre, que también pero ya en el ámbito cultural en sí, sino porque de hecho jamás ha existido. Esto, que no deja de ser el leit motiv básico de cualquier lectura de Prometheus, nos llevará hacia la lógica ya expresada con anterioridad de como de hecho todo sentido del universo depende sólo del hombre y no de ideas esenciales con mayúscula que pueda, en algún sentido, definir el sentido último del universo — Dios, El Hombre, El Ingeniero; figuras muertas antes de nacer, fantasías pueriles de hombres incapaces de auto-gobernarse y encontrar sus propias razones vitales para así poder vivir sus vidas por y para sí. ¿Y por qué se aferran los hombres a ellos? Por su incapacidad para erigirse como guías de sí mismos de sus propias vidas, ya sea bien por su incapacidad para concebir (Elizabeth Saw; lo cual, a su vez, podría llevarnos hacia la inversión de una idea freudiana: lo que envidian no son las mujeres el pene, sino los hombres el útero: el hombre crea arte porque no puede crear vida; la creación es, en sentido último, el paradigma de vida primero para el hombre medio) o por su incapacidad para aceptar la muerte (Peter Weyland).
En éste paradigma particular en el que existimos, donde no hay sentido último para la vida pero no animados en un completo sinsentido, la capacidad para crear sentido se convierte en la herramienta a través de la cual dotar de valor a la vida en sí. Los hombres que se aferran a las ideas reactivas de la religión cristiana, ya sea de facto o por el intento de superarlas, Saw y Weyland, necesitan creer que existe un diseño inteligente que deviene necesario en el universo en vez de una acumulación absoluta de contingencias que, por otras contingencias, se comportan como una necesidad al constituirse como un todo parte de lo real en sí: en principio fue la contingencia, y la posibilidad caótica vio que era bueno, y se quedó así fijado. Si existimos es por casualidad ya que igual que existimos podríamos no haber existido jamás, siendo posibilidad de futurabilidad ‑o parte de otro mundo posible donde, de hecho, si hayamos existido.
¿A qué podemos aferrarnos entonces si incluso la idea de la maternidad, de un Dios que nos crea a su imagen y semejanza guiándonos por la nada para que hagamos con ella algo, lo que sea, ha sido completamente corrompida? Lo mismo que hacíamos cuando llegó hasta nosotros Alien ‑donde Ridley Scott ya destruía (con no menos crueldad) esa posibilidad de que seamos parte de un plan mayor guiándonos a través de nuestras elecciones hacia el mejor de los mundos posibles-: confiar en la evolución. El ser humano crea su propio sentido de la vida y, por tanto, toda evolución que se de en su seno dentro de sus creaciones solo se perpetuará según sea conveniente para la especie en un ámbito evolutivo: los hijos y las ideas que se paren sólo sobrevivirán a nosotros en la medida que estén lo mejor capacitados posibles para existir como ideas razonables para la vida. Pero esto no deja de ser una pura contingencia. Un hijo, como una idea, no tiene por qué ser el paradigma absoluto de lo que nosotros concebimos para él ‑o para la vida, o para el mundo- en ningún caso — aunque nosotros deseemos para un hijo que sea un destacado médico ganador del nobel nada impedirá que acabe siendo un merecedor de un premio Darwin si su imbecilidad le lleva a morir sin descendencia, aun cuando siempre nos pareció el más brillante entre sus pares. Una vez queda completamente defenestrada la idea trascendental, cuando ya no existe Dios ni ningún otro ser en mayúscula al que acudir, aun nos queda la idea inmanente de la evolución: yo vivo (y muerto) según mis ideas sobre la vida, yo sobrevivo (o muero) en mis ideas.
Aun cuando la doctora Saw sobrevive donde otros perecen, la realidad es que sus ideas no sobrevivirán su propio cuerpo: la evolución condenará su pensamiento supersticioso como aquellos hijos que (no) pudo tener por la esterilidad de su visión: concibió a los ingenieros como necesidades cuando no eran más que contingencias; aun cuando Peter Weyland muere donde otros sobreviven, la realidad es que sus ideas sobrevivirán su propio cuerpo: la evolución salvará su pensamiento hipersticioso como aquellos hijos que (sí) pudo tener por la clarividencia de su visión: concibió la posibilidad de una vida que trascienda la propia necesidad de la muerte para sí, aunque se equivoco al final de receptor ‑y he ahí su fallo, cuando ya había alcanzado la inmortalidad inmanente buscó una inexistente inmortalidad trascendental-: la inmortalidad no es revertir los efectos de lo humano, es devenir en máquina. Es por ello que se hace imperante la separación radical entre la idea de vivir y la idea de sobrevivir desde el mismo instante que cualquier gran idea, cualquier forma regidora existencial del universo de forma necesaria, ha muerto aplastada bajo el frío bisturí de la evolución. La maternidad pervertida es la única fuente a través de la cual podemos perpetuar nuestra existencia más allá de nuestro ser para sí en el aquí y el ahora de la materialidad misma.
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