A la hora de escribir es necesario hacerse algunas preguntas incómodas. ¿Qué quiero comunicar? ¿Qué dice sobre el mundo lo que escribo? ¿Está mi ideología condicionando mi estética? No son preguntas capciosas, Preguntarse por los límites de las ideas o la representación es algo necesario en tanto pensamos no a través de la contemplación, sino de la acción: no sabemos lo que pensamos realmente hasta que nos ponemos a prueba. De ahí la necesidad de la deconstrucción. Si queremos ya no sólo transmitir algo que sea verdad, sino que pueda ser compartido por los otros, deberemos revisar nuestras propias actitudes ideológicas que se traslucen, más allá de nuestras intenciones, en nuestros propios textos.
No es baladí la elección de La estación del sol para hablar de ideología en la escritura. Su autor, Shintaro Ishihara, es más conocido hoy en día por haber sido amigo de Yukio Mishima y ex-gobernador de Tokio que por cualquiera de sus méritos literarios. No sin razón. La novela nunca termina de encontrar su ritmo, confiando todo en su capacidad de evocación, la cual se va perdiendo en un flujo torpe, precipitado, que nos impide sentir como propio aquello que se escurre de entre sus páginas. Su tempo no se formaliza de forma adecuada en ningún momento. Algo doloroso si pensamos que posee un ojo excepcional para retratar cierto tipo de personajes, retratos perfectos del propio Ishihara, incluso si fracasa estrepitosamente en el intento de figurar cualquier otra clase de personalidad. Seres humanos que no sean jóvenes adinerados de clase media/media-alta de un Japón donde todavía resuenan los ecos de la guerra en los corazones de sus mayores.
Con todo, Ishihara cosecho gran éxito en su momento. Inspiró toda una serie de películas, tuvo un reconocimiento mediático brutal e, incluso, algunos escritores de renombre reconocieron su labor en el ámbito artístico. ¿Cómo fue eso posible dadas sus fallas? Porque, en su propia medida, en el libro está el germen de un gran escritor. Germen, pues nunca lograría pasar de ahí. ¿Por qué razón? Porque su literatura ni era un retrato generacional, como decían los críticos, ni un talento único, como quieren ver los artistas: fue un problema ideológico.
No hace falta salir de las páginas del libro para comprobarlo. Todos los personajes con peso dentro de la historia están cortados por el mismo patrón: atléticos, guapos, con la inteligencia emocional de una acelga, confiando sólo en la amistad —pero pisoteándola por interés propio— y tratando a las mujeres como objetos desechables. ¿Cómo son los personajes que no entran dentro de esa caracterización? Parodias. Cualquiera que no esté interesado en las peleas o los deportes es un afeminado o un imbécil, siendo desdibujado hasta el extremo, midiendo el valor y la presencia de sus personajes según su nivel de masculinidad desnortada. ¿Y en el caso de las mujeres? Putas o mártires. Algo que queda de sobra demostrado en que cada relación acaba o bien en un aborto o una violación que las convierte o bien en locas incapaces de vivir habiendo sido mancilladas o en mujeres enamoradas de aquel que las forzó en uno u otro sentido. No existe la posibilidad de la mujer con personalidad, pues todo lo que tienen que aportar en la historia es alivio sexual. En el mejor de los casos, giros dramáticos.
Eso es un problema ideológico. No es sólo que la misoginia de Ishihara empape cada página sin discreción alguna, es que ello además tiene consecuencias estéticos: su rango de personajes posibles es muy estrecho. Tan estrecho como su idea de masculinidad. Al igual que el hombre es el conquistador que logra su propia libertad a través de la fuerza, la mujer es un ente débil e innecesario que vive para la satisfacción masculina. Cosas, que no personas, a ser conquistadas. Por eso ridiculiza cualquier rasgo considerado femenino en los hombres, como la sensibilidad o los sentimientos, haciendo que todos los personajes acaben siendo parodias deformes de un machismo tan recalcitrante que sería ridículo de no ser aterrador.
A pesar de que podríamos aducir que Ishihara no sabe escribir personajes convincentes, en realidad es un problema de otro orden: su visión del mundo no concibe mujeres fuertes u hombres sensibles. Para él todo empieza y acaba en su falo. De ahí que pudiera ser alabado en primera instancia por cierta clase de autores escorados hacia la derecha, ya que consideraban que con el tiempo podría pulir tanto su ritmo como su construcción de personajes, sin percatarse de que la ideología compartida era lo que castraba su narrativa.
Con eso caemos fuera del libro. Aunque nunca logró revalidar su éxito literario, si consiguió hacerse un hueco prominente en política, precisamente, por aquello que condena a su escritura: por su ideología. Siendo de buena familia y con tirón entre la gente joven, además de ganador del premio Akutagawa, su ascenso en el Partido Liberal sólo requirió que se ajustara a las ideas conservadoras que ya había demostrado en su obra. Algo que hizo aun a riesgo de tensar la cuerda demasiado. De ese modo se desvinculó de la literatura, abrazó la política y fue parlamentario durante veinticinco años con declaraciones, por lo demás tan propias de su misoginia, como que la homosexualidad es una aberración o que la existencia de las mujeres más allá de su edad fértil es una forma de pecado. Comentarios difíciles de justificar desde prácticamente cualquier punto de vista posible.
Ningún libro debe ser juzgado desde la ideología de su autor, pero ésta puede arrojar luz sobre el mismo. A veces la visión del mundo de quien escribe explica las carencias de su estética. De ahí que en el La estación del sol, cuando deberíamos sentir empatía por algunos personajes —como, por ejemplo, un violador que recibe una paliza por defender a sus amigos después de venderlos a una banda rival — , resulta difícil no sentir rechazo incluso si logramos hacernos con su ritmo informe. Sus personajes están tan embebidos de sí mismos, siguen un patrón de masculinidad tan enfermizo, que no consigue convencernos de que ahí haya samuráis, porque lo único que parecen es gentuza.
Por eso fue, pero no es. No porque entonces fuera un escritor excepcional, pero haya caído en el olvido, sino porque entonces fue un potencial buen escritor, pero jamás tuvo suficiente auto-crítica (o conocimiento de sí) como para poder trascender su limitada ideología. Porque las ideas no tienen límites, pero, para nuestra desgracia, la estética sí: los límites de lo que nuestra mente puede comprender como verosímil. Y no hay nada más inverosímil que las mujeres-percha y los hombres que son unos clones de los otros.
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