la crítica como objeto analizado desde dentro de sí

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Un con­cep­to bá­si­co que pa­re­ce ha­ber­se per­di­do, de for­ma par­ti­cu­lar­men­te san­gran­te en la na­ción ta­xis­ta que es nues­tra piel de to­ro, es que de lo que no se sa­be es me­jor ca­llar. Así la ne­ce­si­dad de opi­nar aun cuan­do la ig­no­ran­cia nos in­va­de es al­go de lo cual se li­bran muy po­cas per­so­nas, en­fa­ti­za­do aun más por la de­mo­cra­cia dia­léc­ti­ca que su­po­ne Internet. Ahora bien, si hay un pro­ble­ma que pue­de com­pe­tir en su ca­pa­ci­dad de fla­ge­la­ción es el ma­ni­do y ro­to ar­gu­men­to de au­to­ri­dad. Y es así co­mo uno pue­de en­con­trar­se con idio­te­ces del ca­li­bre del ar­tícu­lo de Rolling Stone don­de Marianne Ax, pro­fe­so­ra de can­to, juz­ga las ca­pa­ci­da­des vo­ca­les de los ar­tis­tas del in­die español.

La su­po­si­ción de que al ser una ex­per­ta en el en­tre­na­mien­to de las ac­ti­tu­des vo­ca­les pa­ra el can­to ne­ce­sa­ria­men­te pue­de juz­gar to­da cla­se de cri­te­rio vo­cal se de­rrum­ba en cuan­to abre fue­go de los mo­dos más dis­pa­ra­ta­dos. Sin en­trar en la pro­ble­má­ti­ca de las no­tas, otra no­ción ab­sur­da a la cual ata­car en otro mo­men­to, sus va­lo­ra­cio­nes son siem­pre des­de una vi­sión aca­de­mi­cis­ta de una ten­den­cia pop que es­tá muy le­jos de de­fen­der pos­tu­ras ne­ce­sa­ria­men­te clá­si­cas. Esto se ve de for­ma muy pre­cla­ra en su crí­ti­ca de Los Planetas cuan­do afir­ma sin nin­gún pu­dor «Este me gus­ta bas­tan­te más que el an­te­rior (Francisco Nixon), pe­ro si­gue sien­do mo­nó­tono.» con res­pec­to a Jota. Antes que la eti­que­ta de in­die, en la cual no de­be­ría en­trar ja­más un gru­po co­mo és­te, de­be­ría­mos ha­blar de shoe­ga­ze y es ahí don­de su crí­ti­ca se vuel­ve es­tú­pi­da. Un gé­ne­ro ba­sa­do en las dis­tor­sio­nes y en los mu­ros de rui­do blan­co no se pue­de pre­ten­der te­ner una voz vi­vaz, un ba­rí­tono ex­pre­si­vo de dic­ción per­fec­cio­na­da; y no pue­de por­que iría con­tra el gé­ne­ro mis­mo. La crí­ti­ca ja­más de­be ha­cer­se des­de los ina­mo­vi­bles va­lo­res des­de el aca­de­mi­cis­mo, siem­pre es­tul­to y re­tra­sa­do, sino que de­be ba­jar has­ta el cam­po don­de se jue­ga el par­ti­do pa­ra juz­gar con sus pro­pias re­glas. De po­co va­le re­cal­car opi­nio­nes per­so­na­les o plan­tear crí­ti­cas aje­nas al ni­vel en el que se es­tá ac­tuan­do si se pre­ten­de juz­gar de un mo­do rea­lis­ta lo que se es­tá escuchando.

No se­ré yo quien pon­ga en du­da que Lurdes de Russian Red no sa­be vo­ca­li­zar bien en in­glés o si que can­te co­mo una ni­ña es feo o no, pe­ro des­de lue­go no ca­be cri­ti­car la mú­si­ca po­pu­lar des­de los cá­no­nes aca­de­mi­cis­tas. Y, de in­sis­tir en que­rer ha­cer­lo, el mun­do aca­dé­mi­co de­be­rá em­pe­zar a acep­tar que la hi­bri­da­ción de ob­je­tos cul­tu­ra­les di­ver­ge, ne­ce­sa­ria­men­te, ha­cia una di­fu­ma­ción sub­je­ti­va­da de lo que es­tá bien y mal. La cul­tu­ra só­lo se pue­de juz­gar des­de den­tro de sí misma.

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