Si algo tiene en común toda sociedad independientemente de sus diferencias e, incluso, tenemos de común los mamíferos en pleno es la importancia capital que se le da a la familia. La sociedad, nuestros amigos o nuestros propios ideales están siempre un paso por detrás de la consideración que debemos tener con nuestra familia y los yakuza, en tanto una gran familia, se comportan bajo los estrictos códigos de honor familiares. Pero cuando se supera la noción de la familia como algo sagrado; inviolable, todo se torna un caos donde la lealtad o el honor no es más que un vestigio de unos ideales ya quejumbrosos. Esto y nada más es la última e imprescindible película de Takeshi Kitano, la ultra-violenta Outrage.
Los Sannokai son un enorme clan de yakuzas que controlan toda la región de Kanto donde se han establecido prácticamente como una empresa de métodos expeditivos más que como una mafia al uso. Estableciendo una compleja jerarquía donde clanes menores se subordinan en trabajo para los Sannokai mientras otros aun menores trabajan para los primeros, todo trabaja como una perfecta maquina engrasada con la sangre de los fracasos. En esta yakuza moderna, absurdamente compleja y estamental, Ôtomo no consigue encontrar su sitio como yakuza de la antigua escuela: un hombre cuyo honor es tan intachable como su inteligencia. Pero todo se irá pronto a la mierda cuando esta empresa posmoderna se encuentre con la posibilidad de una de sus filiales; uno de los clanes a los cuales pertenece Ôtomo vea la posibilidad de hacerse con el territorio de uno de los clanes menores subordinados al suyo. Nada de esto tendría problemas si el líder de ese clan no fuera el hermano de sangre del de Ôtomo y si, además, este no le mandara a él a crear una oficina en su zona de influencia para forzar un conflicto abierto en el cual ejecutar al clan rival. Aquí es donde comienza una de las masacres más brutales e inmisericordes del cine contemporáneo.
El brutal tour de force, jamás mejor usado que en esta ocasión, nos lleva por los derroteros de una yakuza que nunca fue escenificada de un modo más claro y malicioso; aquí no hay honor y buen fondo, todo es un mecanismo funcional que se nutre de los cadáveres que atascan su maquinaria. Las muertes se suceden con una velocidad pasmosa y sólo sobrevive aquel que fue capaz de, no sólo ser más inteligente que todas las demás piezas del juego, sino haber sido capaz de destacar jamás. Esta yakuza como una empresa oscura, capaz de mutilarte por la más peregrina de las razones, se confronta a la representación tradicional de la misma como una entidad honorable y respetuosa de anteriores películas de Kitano, representados en el propio personaje del director, Ôtomo. Entre las diferentes torturas y ejecuciones que cargan de hemoglobina en el ambiente nos encontramos a un hombre solitario enfrentándose contra un mundo despiadado que ya no es el suyo; un hombre antiguo con un código de honor intachable intentando combatir desnudo en el mar asolado de tiburones que es el capitalismo. Y por ello no es sólo una de las más descarnadas representaciones de la mafia japonesa sino que también nos narra algo incluso más interesante, como un hombre de honor puede sobrevivir en un mundo sin valores.
En una sociedad donde lo máximo que se puede aspirar es a jugar y manipular los valores de la bolsa, el honor es un lastre cuando sólo quepa torturar y asesinar al que tienes al lado para ser tú el que siga escalando puestos. La diferencia entre la sociedad subterránea de los yakuza y nuestra sociedad, ahora y siempre, es apenas si una invención: ellos son los mismos que nosotros en tanto viven en nuestra misma sociedad. Y por eso la mafia japonesa se ha convertido en un ente brutal, que ostenta y aspira a manejar las altas finanzas en bolsa; que repudia la droga sólo en tanto no se beneficia de ella. Ellos son nosotros.
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