Nos gusta creer que nuestras circunstancias son únicas cuando, en su fondo esencial, responden a lo que otras muchas personas ya han vivido antes. Toda narrativa es universal, lo que cambian son los detalles que la definen. Nuestro amor no se parece al de ningún otro, porque nuestras circunstancias vienen mediadas por una infinidad de acontecimientos determinados a priori —desde convenciones culturales hasta experiencias personales, pasando por la inevitable pura casualidad de los acontecimientos inesperados — , pero todos los amores se parecen entre sí porque todos compartimos la misma base: somos seres humanos. Todos estamos cableados igual, o al menos lo suficientemente parecido como para no diferir demasiado los unos de los otros. La narrativa básica de nuestras circunstancias, aquello que somos nosotros, no difiere en nada de un ser humano a otro, lo que difiere son las particularidades que la configuran. Aunque perdamos matices cuando presenciamos las circunstancias de otro por aquellos detalles en que nos son ajenas, sea en la ficción o en la realidad, sea de otro tiempo o lugar, siempre podemos comprender la realidad profunda, aquello que hay de esencialmente humano, en lo que nos narra.
Desde occidente es fácil apreciar esta problemática en Ong Bak por lo que tiene de choque de dos mundos tan fascinantes como ajenos a nuestra lógica: la forma japonesa y el contenido tailandés. En la forma fusila la estética japonesa de los 70’s, cierto regusto kitsch heredado de una tradición fílmica cuyos orígenes son teatrales —fijando su mirada de forma particular en el cine de Seijun Suzuki, aunque las escenas de acción parezcan impregnadas del sobrio espíritu de Sonny Chiba—; en el fondo todo se mueve bajo las sólidas coordenadas del budismo, un budismo sui generis entendido a través de las particularidades regionales explicitadas a través del muay thai. ¿Cómo consiguió una película tan alejada del canon occidental ser un éxito mundial? Por el carisma de Tony Jaa, por una narrativa muy bien cuidado; en resumen, por un universalismo bien entendido.
El carisma de Tony Jaa resulta evidente. Su capacidad para hacer de la hostia una parte esencial de su personaje, comunicándose a través de actos sin necesidad de articular apenas palabras, hacen que su lenguaje sea más el movimiento que la lengua; el muay thai es su lengua madre, su uso el modo a través del cual desgranada su pensamiento. Cada golpe de Ting, el protagonista al que da vida Tony Jaa, es una expresión lingüística por sí misma. Ahora bien, no acaba con las hostias ese lenguaje: cuando está corriendo u observando su entorno o haciendo acrobacias, sus movimientos son los de un tigre acechando; cada fibra de su cuerpo, cada gesto de su rostro, parecen cincelados para ser filmados como un acontecimiento cinético.
Todo en él es armonía con el cosmos, personificación física del buda. Si tiene carisma no es porque resulte atrayente, sino porque comunica con todo su ser; no necesita palabras, sólo movimientos, gestos y golpes para transmitir aquello que desea hacernos llegar a cada instante. Es una fuerza de la naturaleza, el talento natural de un lenguaje universal pulido a través de siglos de conocimiento y años de práctica en un cuerpo perfecto.
De armonía con el todo trata Ong Bak. Al final Ting no es más que el motor búdico, el karma, que sitúa a todos los individuos allí donde deberían estar: George, que al principio de la película niega ser Humlae para sólo admitir su identidad anterior en la catarsis, es el auténtico protagonista de la historia. Historia de descubrimiento, redención y hostias inmensas donde el protagonista está desplazado, donde la fuerza primaria que supone el actor principal no puede ser protagonista de nada —porque carece de motivaciones, evolución o humanidad; es pura armonía, equilibrio cósmico, deus ex machina en movimiento — , sino conducto secundario que precipita los acontecimientos de la auténtica evolución de la historia. Ting no evoluciona, no cambia, sólo es. La pregunta esencial no es si Ting recuperará la cabeza de Ong Bak —entre otras cosas, porque es evidente que sí: en tanto representación física del karma debe restablecer el equilibrio, es imposible que no lo haga — , sino si George aceptará su destino. Si regresará al camino búdico aceptando ser Humlae.
Más allá de las hostias, del espíritu asiático, del budismo y todas las particularidades que nos alejan de su lógica interna, ¿quién no se siente identificado con la historia de un hombre huyendo de sí mismo, cuya vida le da alcance para recordarle quién es, que nadie cambia, que aquello que somos en el fondo no podemos cambiarlo? Todos nos sentimos identificados con esa historia porque, en último término, todos lo hemos vivido por más diferentes que sean los significados que le hayamos dado al proceso. Y de eso y no de hostias trata Ong Bak.
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