Nada es más difícil que aprender a vivir. Necesitamos una vida entera para descubrirnos, para conocer nuestros deseos más íntimos, e incluso así la mayoría no llegaran nunca a conocerse, saber aquello que son de forma más profunda que la máscara que exhiben orgullosos ante los demás; aquello que somos está sepultado bajo las consecutivas capas de la experiencia, capas que necesitamos remover para ver en qué ha sedimentado nuestra existencia si queremos poder conocer aquello que somos, aquello en lo que nos hemos convertido. En tanto habitamos aquello que vivimos, nosotros mismos nos somos en todo ajenos. Conocernos es un trabajo a tiempo completo, el proceso de la autoconsciencia liberándose de forma constante del prejuicio —o lo que es lo mismo, corrigiendo los juicios erróneos al descubrir en la experiencia un nuevo matiz sobre aquello que somos — , que nunca se acaba. O, para ser exactos, que acaba sólo cuando estamos muertos.
Tony Pagoda es una excepción, una rareza, un tótem viviente, uno de esos pocos individuos que con el tiempo ha aprendido a vivir. Ha necesitado setenta años, llegar hasta ese punto donde se supone que ya no se vive, sino que se recrea la vida, para comprender todo aquello a través de lo cual ha podido aprender; un divorcio, innumerables amigos, convertirse en un mito —con la fama, el prestigio, las críticas y la soberbia que ello conlleva — , enfrentarse a los mitos que florecen en su mente: experiencias que llegan al orden del infinito, algunas aterradoras y otras graciosas, la mayor parte de ellas con tendencia hacia la melancolía. Ahí radica la vida. Tony Pagoda, de profesión canalla, lengua afilada, observador infinitamente inteligente de mundo y del siglo XX, actúa como si el siglo XIX nunca hubiera existido y como si el siglo XX hubiera sido un chiste donde la seriedad radica sólo en la disciplina, en la voluntad férrea de los hombres capaces de ver en perspectiva su vida desde el minuto uno. Los futbolistas, un mago, un entrevistador; ellos son los héroes de Pagoda, los hombres que han sacrificado su vida para ser excepcionales en una sola cosa que ellos llaman «vida» y cuya explicación es imposible. Viven para el fútbol, la magia, las personas.
A veces se antoja que los ancianos ya no viven. Cuando los vemos no buscan nuevas experiencias, no hacen nada salvo inmiscuirse en rutinas infinitas, pero si los observamos en secreto desde la ventana de la omnipresencia, como si fuéramos narradores de lo real, podremos ver que hacen algo mucho más arduo: recuerdan. Tienen tanto que explorar en retrospectiva de sus propias vidas que cualquier juicio, cualquier conocerse en cada uno de sus nuevos actos, requiere volver atrás para seguir descubriéndose a través de la experiencia acumulada. Conocen demasiado, o no conocen nada en absoluto. O han vivido tanto que la novedad se les antoja irrisoria porque han experimentado todo lo que podían conocer o no han vivido en absoluto y ahora no tienen herramientas para comprender el mundo. Algunos aprenden a vivir, otros se conforman con subsistir.
Quienes viven recuerdan, ponen en situación los acontecimientos de su vida, como hace Tony Pagoda. Él es una antigua estrella de la canción ligera, del pop, parte de esa clase de horteras que respetan las señoras mayores y los hombres sin criterio cuando se pretenden con buen gusto, con la diferencia de que Pagoda no pelea por los focos y la atención y la deferencia. Todo eso se dirige hacia él, pero no es algo que le preocupe siquiera. Lo que nos narra son sus experiencias. Lo que hace Paolo Sorrentino en Tony Pagoda y sus amigos es arrancar las confesiones de un libertino, de un farsante, de aquel que ha logrado aprender algo de una vida rodeado de marionetas que huyen hacia adelante sin disfrutar del momento ni pensar lo que intentan lograr con sus vidas, para juzgar no al hombre público que dinamita su vida por una pizca de atención, de joie de vivre, sino del hombre mundano que querría lo mismo a pesar de su incapacidad para lograrlo. Sigue el camino de las estrellas de la farándula que en nada se diferencian del común de los mortales, como nos demuestra la broma cruel que supone Mi madre, el cuento que da cierre al libro.
Aquel que no hace nada, que ni recuerda ni encuentra aquello que es suyo, pasa los días como quien espera un gran evento: sólo espera. El problema es que el mundo no espera, el tiempo pasa y, para cuando queremos reaccionar, la vejez llama a nuestra puerta. Todas nuestras posibilidades quedan cerradas. Pagoda ni piensa en la vejez ni tiene miedo de reivindicar la juventud, que es reivindicar el actuar, como nos demuestra hablando de los chicos del Nápoles.
No me importa un pimiento que los jugadores sean unos mimados o unos arrogantes, soberbios o gallitos. Son muchachos. Saben hacer fácil lo que es difícil. Y eso es algo que no deja de conmoverme y maravillarme. Corren entre los palos de entrenamiento con esprints de guepardo y eso es suficiente para declarar que me he enamorado para siempre de ellos. Uno no construye la vida arrellanado en un sofá y quejándose. Quien corre y grita, tiene las de ganar.
La vida de Pagoda no trata ni sobre el sinsentido ni sobre la vejez ni sobre el paso del tiempo. No exactamente. Lo que le interesa a él es el profundo amor que siente hacia aquellos que emprenden actos valiosos con su vida, las personas que descubren aquello que son en lo más profundo de su ser y carecen de cualquier duda para emprender sus actos para lograr ser aquello que sienten como suyo. ¿Cómo no amar a aquel que hace lo imposible, que se entrena hasta el punto de lograr aquello donde todos puedan decir «cómo has hecho ese acto imposible»? No porque haga algo imposible en realidad, sino porque ha encontrado algo donde puede reafirmarse como individuo. Aquel que tiene un objetivo, que hace todo por lograrlo, se define en cada uno de los actos de su vida, sabe vivir porque sabe que la vida no es nada más que el sentido que le demos y él, de forma heroica, ha logrado darle un sentido que puede emprender para sí mismo. Por eso, detrás de todo el humor, detrás de todas las risas ahogadas, se oculta la melancolía de un hombre que ve como el conocimiento le ha llegado tarde. No demasiado tarde, porque al menos ha llegado.
Se tarda una vida entera en aprender a vivir. Sólo en unos pocos casos, cuando la consciencia se adelanta convirtiéndonos en ancianos —que no en viejos, pues nos hace sabios de prestado sin las inclemencias de la demencia— antes de tiempo, la vida empieza antes de que esté ya llegando hasta su final. Y esos son pocos y esos son a los únicos que Pagoda es capaz de admirar.
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