Hablar de Orson Scott Card es hablar de su condición de mormón. Aunque en un mundo ideal, platónico, donde las ideas fueran puras e independientes de los hombres, donde al leer un libro o ver una película o escuchar un discurso o hacer cualquier cosa que implique un segundo ego, ego pletórico de convencimiento, podríamos estar seguros de que aquellas no estuvieran contaminadas de ideología más que por objetividad, resulta que vivimos en el mundo real. Mundo real muy poco dado, por poco nada, a la objetividad. La verdad absoluta e indeleble, las verdades conceptualmente contenidas en sí mismas no son una rareza sino una imposibilidad: vivimos insertos en un lenguaje que, por extensión, implica ciertas connotaciones dadas que nos refieren una verdad objetiva de los términos. No significa igual la misma palabra para dos personas distintas, del mismo modo que no significa igual la misma palabra en dos contextos distintos. Las palabras se alimentan de palabras e ideas, no son ideas; no son verdades absolutas liberadas de interpretación, que se nos dan de facto tal cual son.
Abordar El Juego de Ender desde sus paratextos contenidos resulta bastante duro, al menos en tanto tiene de indeseable: homófoba, misógina y con tendencia hacia la glorificación de la violencia, sus elementos constitutivos resultan incómodos por la defensa que su autor realiza, quizás ni siquiera de forma consciente, entre lineas. Entre lineas que defienden la superioridad innata del hombre blanco anglosajón, por ese orden estricto: el hombre sobre la mujer como la mujer blanca sobre el hombre negro y la mujer negra anglosajona sobre el hombre blanco no-anglosajón. Postura incómoda cuando el grueso de la población es automáticamente censurado de la narración. ¿Eso hace que sus prejuicios se trasluzcan evidentes? No del todo, ya que en su paternalismo puede reconocer atributos menores en los seres inferiores: las mujeres son las primeras en caer bajo presión, pero pueden ser buenas en su trabajo si las dirige un hombre (la relación Ender/Petra, pero también la relación Peter/Valentine; la mujer, cuando útil, es por consejera —o lo que es lo mismo, virgen María— o lo es por subordinada); del mismo modo que un nombre no-anglosajón puede tener atributos de valor a pesar de que siempre será inferior con respecto de cualquier anglosajón, aunque sea no-cristiano (el malagueño Bonzo Madrid tiene honor español, pero es muy inferior al musulmán anglosajón Alai).
Negar que la ideología de Orson Scott Card emponzoña el conjunto de la novela —haciendo dudoso, o directamente risible, su subtexto de la inadecuación de la pax romana, el sometimiento a través de la violencia de otras civilizaciones — , sería mostrar una amabilidad que no muestra el autor. Paz para todos, siempre que sean hombres blancos anglosajones que no requieran de la tutorización de aquellos seres superiores que son los hombres blancos anglosajones; ésto no sólo se filtra de forma no demasiado sutil a lo largo de la novela, sino que se vuelve literal al final de la misma: los insectores sobreviven porque Ender, en su magnificencia, decide salvarlos en vez de exterminarlos. Nadie se salva a sí mismo, todos deben ser salvados por Jesucristo renacido.
Si algo tiene la adaptación de Gavin Hood es la intención de pulir esos agujeros negros ideológicos, salvo por aquello que sucede detrás de ellos: el texto está cargado per sé de ideología. Si hay algo peor que un crimen, es repetirlo con la intención de rescatarlo por lo admisible. Al intentar hacer personajes fuertes hace desaparecer las mujeres, convirtiéndolas ya sólo en sujetos de interés romántico o consejeras sin otro valor inherente —ya que cuando introduce nuevos personajes femeninos, son básicamente madres in absentia; por aquello que elimina, la trama política, hace de Valentine una mera muleta de Ender cuando en el libro tenía alguna clase de poder, aunque incidental y subordinado a su hermano — , y cualquier valor inherente que tuviera cualquiera que no fuera Ender, aquí se muestra por ausente. Enmascara, que no corrige, la ideología presente en el texto original: hace de Ender un héroe absoluto, haciendo del texto algo aún más misógino y xenófobo de lo que era en origen.
El mejor ejemplo de por qué ocurre es el más sangrante: la desaparición de la subtrama política, aquella que implica que Peter y Valentine, a pesar de niños, se postulen como fuerzas vivas dentro del debate intelectual presente en Internet, hasta el punto de hacerse relevantes dentro de la política nacional e internacional —cosa que si bien no ocurre de forma tan acuciada en la realidad, bien podría haber sido lo único de visión del futuro que pudiera tener el libro — . Si bien tiene un sentido práctico, ya que no aporta nada al viaje del héroe —salvo porque la novela no es tal — , eliminarla tiene una función más significativa en su contexto: hacer de la película una odisea infantil. No adolescente, sino infantil. Sin maniqueísmos, sin dudas, toda confrontación queda despejada para dejar un blanco papel de lustroso heroísmo donde nada cabe salvo un protagonista tan blanco, tan perfecto, como es perfecto en vaciamiento. No existe tensión, no existe duda. Cualquier posibilidad de que Ender no fuera el héroe esperado, duda presente en el libro, queda automáticamente destruida en tanto superior de forma innata a todos cuanto rodea; ya no existen grupos de personas de atributos privilegiados modulables, existe un único ser que aglutina todos los atributos en sí mismo. Ni siquiera Cristo, ya es Dios.
Si El Juego de Ender en tanto película tiene un problema, problema criminal, es que en su pretenderse historia infantil no sólo no mejora el original, sino que lo convierte en una mueca paródica donde todo lo ideológicamente perverso se amplifica, por soterrado, mientras se oblitera cualquier condición positiva al respecto. Fuera interesantes lecturas políticas, fuera Andrew Wiggins como víctima absoluta de los actos que le hacen acometer: aquí sólo hay sitio para un héroe blanco como para hacer envidiar la nieve. Ni sufre, ni duda. Por eso más perverso: se pretende blanco, luminoso, cuando en realidad es una historia sobre la superioridad innata de un hombre reconocido fuera incluso de aquello que es oposición al sistema; Ayn Rand para prepúberes, con una dosis extra de malevolencia.
¿Deberíamos entonces quemar El Juego de Ender? En absoluto. Existe la diferencia entre ser consciente de que toda ideología se filtra en un texto y conocer cuando somos adoctrinados desde un texto; lo primero es inevitable, lo segundo indeseable. Mientras Orson Scott Card expone su criterio, acertado o no, como mejor le conviene, Gavin Hood vio prudente o deseable, en algún nivel, incluso en alguno inconsciente, adoctrinarnos a través de Ender. He ahí la diferencia: al primero se le discuten discordancias ideológicas, al segundo pretender filtrar aquello que pretende dar por doctrina.
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