Existe cierta ambigüedad peligrosa en los sentimientos. Cuando intentamos pensarlos desde la razón caemos en pretender proveerlos de alguna forma de lógica a priori, como si fueran acontecimientos previsibles de antemano; cuando los declaramos ajenos a la razón caemos en lugares comunes como que «el amor es ciego», cuando lo único que es ciego es nuestra intención de rectificar nuestros prejuicios. El peligro inherente detrás de los sentimientos no es, por tanto, su ambigüedad, sino nuestra incapacidad para aceptar la dificultad de comprender su evolución. No existen principios absolutos de lo que significa estar feliz o triste o enamorado, menos aún para juzgar la conveniencia o ausencia de estarlo, ya que, de entrada, todo sentimiento es tan privado, polimórfico e independiente de la masa como el individuo mismo. Nadie siente del mismo modo exacto que ningún otro. De ahí que nuestros sentimientos sean problemáticos incluso para nosotros mismos, pues en ellos existe el germen de toda forma de transgresión.
El problema es la instrumentalización de los sentimientos que vivimos hoy en día. Cuando éstos van adquiriendo un lugar ya no predominante en la sociedad, sino en sus formas de control social, en sus costumbres, su valor se va degradando en tanto se convierten en formas institucionalizadas del poder. En nuestro mundo tenemos un ejemplo preclaro en la felicidad, donde existe cierta imposición final hacia ser —que no estar, radicando el problema en esa derivación verbal: se niega la posibilidad del sentimiento como un estado transitorio en favor de considerarlo una cualidad existencial— feliz, del mismo modo que en el fabulado por Yorgos Lanthimos en The Lobster ocurre algo similar con el amor, radicalizándolo hasta convertir la norma social en ley. La obligación de estar emparejado.
Aunque pueda parecer lo contrario, es fácil elucubrar las consecuencias que tendrá una sociedad sustentada sobre la obligatoriedad del amor romántico: nadie sabría lo que es estar verdaderamente enamorado. La gente se enamoraría porque a la otra persona también le sangra la nariz, es corta de vista o tiene un pelo bonito. Como de hecho ocurre en The Lobster. Que su destino sea convertirse en animales si no logran emparentarse antes de determinado tiempo es puramente incidental —incidental en la medida que igualmente podría ser otra pena, que la banalización del amor viene dada por castigar la soltería, no por el castigo — , pues todo lo que pueden hacer es huir hacia adelante y emparejarse. O renegar de ello y vivir al margen de la sociedad. En ambos casos, las consecuencias son exactamente iguales, en tanto todas las personas han sido criadas bajo una ideología amorosa completamente distorsionada: conciben el amor como un rito social, ya sea por aceptación (en la sociedad sólo pueden integrarse las parejas) o por negación (en la parasociedad de los rebeldes sólo se pueden integrar los solteros).
Incluso quien se sale de la sociedad sigue determinado por la sociedad. Ahí está la clave de porqué todo gesto revolucionario está condenado al fracaso, al menos, a corto plazo: hace falta que pase al menos una generación para poder inculcar nuevos valores. Y eso sólo en el mejor de los casos. Ese es su gran triunfo narrativo: evitar presentar su distopía como algo tan terrible que es imposible no percibirlo, como algo contra lo que uno puede enfrentarse si tiene el suficiente coraje como para aceptar que es algo que está intrínsecamente mal. Porque no es así. En tanto vivimos dentro del sistema, hemos sido criados en su ideología, e incluso si con el tiempo somos capaces de desentrañarla además de aprender a vivir en otra diferente estaremos siempre, en mayor o menor grado, anclados en una realidad que se parecerá sospechosamente a la que dejamos atrás. Porque si bien es posible romper con la ideología y repensarse, siempre quedarán ciertos remanentes. Tanto personales como en forma de otros individuos.
Toda la película resulta en una huida hacia adelante: primero, intentando integrarse en la sociedad; después, en la parasociedad. David, el protagonista, encuentra su sitio sólo al visitar el exterior, al conocer a alguien igual que él fuera de sistema, pero en vez de hacer de ello un gesto revolucionario, un gesto de auténtico amor, decide emparejarse con ella para continuar el statu quo. Ni él es un héroe ni puede serlo, de ahí que su gesto final sea conservador, arrancándose los ojos en un eco edípico: se cree incapaz de evitar el destino, acepta la ideología como algo inviolable. Y si se enamoró de ella por ser costa de vista, cuando es ciega la única manera de seguir amándola será ser ciego él también.
Ahora bien, ¿cómo se plasma esa ideología alienígena en la película? A través del mundo. Éste se construye a base de retazos, es una distopía de la cual nunca terminamos de conocer su verdadero alcance —ya que el grueso del metraje transcurre en un hotel para buscar pareja, en una zona de excepción, privándonos de saborear cómo acontece la vida cotidiana en esa clase de mundo — . Sabemos que los animales están prácticamente extintos, que la mayoría eran antes seres humanos, que incluso salir de casa sin pareja puede acarrear tener que lidiar con la policía, pero poco más. Ese estado de confusión, siempre intencionado, crea una sensación de extrañamiento que nos acompaña durante todo el metraje, no haciéndonos sentir que ese mundo sea malo per sé, sino algo peor todavía, que esa sociedad está configurada a través de un modo de pensar completamente diferente al nuestro. Todo lo que para nosotros es ridículo o chocante o incoherente, para ellos es natural, algo que emparenta The Lobster con el resto de la filmografía de Lanthimos, aunque especialmente con Canino.
Esa es su navaja de doble filo. Tan incoherente resulta, tan extraño, turbador e incomprensible, que, para crear asideros lógicos en los cuales sostenerse, debe recurrir o bien al binomio moral o bien ser inconsistente con respecto de su propia lógica. Lo primero es evidente, pues hay figuras en la trama cuyo único propósito es ser el mal personificado, por más que no haya nadie realmente virtuoso. Lo segundo es más complejo. Son detalles aquí y allá, pero el más problemático es la propia premisa: en un mundo en el que es obligatorio estar emparejado, abandonar una relación, además de larga duración, es un hecho que o bien es un suicidio o bien es una ejecución sumarial, si es que no ambas cosas al mismo tiempo. Por lo cual debería ser una rareza marginal a ser tratada como tal.
En cualquier caso, no deja de ser el reflejo de cuanto ocurre en la película: sus personajes no saben qué es el amor, no lo comprenden, ni siquiera podrían decir que están enamorados. Nunca amamos de verdad aquello que sólo es un reflejo de lo que ya conocemos, de lo que vemos reflejado de nosotros en los otros — enamorarse de otra persona porque también le sangra la nariz, es corta de vista o tiene un pelo bonito no es enamorarse en absoluto. El amor siempre debe ser una forma de transgresión, algo íntimo, que nos conduce más allá de nuestra zona de comodidad haciéndonos ser mejores (o cuando menos, diferentes) personas; todo amor que se estandariza o se pacta en relación con normas sociales, que no es una tajante violación de todo lo ordenado, es, por definición, algo que jamás podríamos definir como amor. Por más conveniente que nos resulte pensar lo contrario.
Sólo existe un único momento de revelación, de auténtico gesto revolucionario, cuando David canta Where The Wild Roses Grow antes de decidir huir del bosque para volver a la civilización. Cuando parece que ha descubierto lo que es el amor, que no existe algo así como el amor porque otra persona también tenga miopía y sientas celos de que otra persona le regale conejos muertos, nos damos cuenta que evade el verso capital de la canción de Nick Cave: «todo lo bello debe morir». Se ciega —o se plantea hacerlo, para ser exactos, pues la película nos escamotea el conocimiento de si llega a hacerlo— no sólo para volver a parecerse a la mujer que «ama», sino también para no ver la inmolación de la belleza.
Todo acto de amor es transgresión, pero no toda transgresión es ni un acto amoroso ni un acto revolucionario. Cegarse es transgresor, pero en el caso de The Lobster, es el gesto último de sumisión ante el sistema. Porque la revolución nunca se crea para uno mismo, sino que nos sacrificamos para lograr un futuro mejor para quienes tengan que venir tras nosotros.
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