Que no todo arte está vivo es un hecho, pues cada vez que visitamos una ciudad nos encontramos siempre con los mismos ritos funerarios: museos que calcifican obras muertas, sin vida ni contexto, más allá de una etiología al respecto del estilo que se supone cultivado en su tiempo —como si los movimientos pudieran cerrarse en siglos, como si las obras particulares se pudieran reducir en movimientos — ; estatuas de individuos que, como Ozymandias, no dejaron más recuerdo que el hecho de haber estado; arquitecturas aplastadas sobre el tiempo y un urbanismo caprichoso, desconsiderado, que nace de una idea de utilitarismo que suena como monedas en el bolsillo. No hay ocasión en la cual no nos encontremos si no las mismas criptas, unas cortadas bajo el mismo patrón. Por eso cuando se dice que el arte ha muerto no se debería mirar hacia los desmanes de la posmodernidad o las vanguardias, pues su existencia radica ya en la antiguedad más recóndita, sino hacia la necesidad de clasificarlo todo bajo unas clasificaciones paralizantes: sólo está muerto aquello que ha dejado de fluír, y en el museo —como edificio o como pretensión, tanto da— lo único que fluye es la desidia.
En el arte vivo todo fluye. Es esa clase de arte que esconde sus intenciones, que parece moverse por el rabillo del ojo cuando lo miramos estático, que permanece en nuestra memoria obligándonos a elucubrar que es lo que nos quería decir, aquel que se niega a irse de nuestra memoria después de un largo tiempo; el arte vivo es aquel que permite ser pensado, que no se agota en la superficial mirada científizante. Por eso Veniss Soterrada no sólo está obsesionada con delimitar los límites de ese arte vivo, sino que es arte vivo en sí misma.
Aunque la obra de Jeff Vandermeer es desconcertante, catalogada en ese género que circunscribe aquello que se sitúa transversalmente a los géneros clásicos: el new weird, en la familiaridad del concepto encuentra su propia viveza. Aunque nos habla de un mundo futuro profundamente extraño, éste está plagado de referencias hacia un pasado que nos es familiar: hay policías con forma del dios hindú Ganesha, los osarios donde se practican extraños procesos de cambio biológico son como antiguas catedrales europeas y la trama es una reinvención del mito griego de Orfeo. Lo familiar se nos presenta como extraña al ser proyectado bajo unos supuestos que nos son conocidos — la intención de Vandermeer es tanto proyectar un catalizador de la extrañeza de su propio mundo como encontrar un modo de dotar de sentido a lo sagrado, al mito, en el contexto de su obra. Porque si toda obra de arte vivo es aquella que nos habla, nos dice algo sobre nosotros o nuestro mundo, entonces toda obra de arte tiene una dimensión mítica en su interior. Por eso las grandes escenas de la novela transcurren siempre en espacios que inducen esa conexión con lo pasado tornado intemporal, casi siempre como el encuentro con lo ctónico —la catedral-osario, el descenso hacia los infiernos, el viaje marítimo como último momento antes de encararse con el creador— pero también con lo bucólico —el bosque de aire puro donde se reunen los ganesha y los suricatos, la vivencia de antiguos recuerdos amorosos, la salida desde las profundidades de la tierra. Descubrir la ciencia como catalizadora, y no como negadora, de una forma auténtica de la religiosidad: el mito (re)descubierto a través de la alta tecnología.
La composición de la novela nos remite, de forma constante y activa, hacia la idea de lo religioso como regidor de toda verdad profunda: Quin, el mayor de los artistas vivos, es un dios que cree poder edificar todo un metarelato a través del cual conseguir perpetuar su idea hasta el fin de toda existencia. El arte vivo definitivo es la posibilidad de erigir un mundo vivo que evolucione de forma autónoma al artista.
¿Significa ésto que hay un diseño a partir del cual ocurre todo? Ni siquiera el dios lo sabe. El final queda en suspenso, permitiéndonos creer lo que nos plazca, pero subrayando en su ausencia de respuesta aquello que hasta hoy con más firmeza hemos podido conocer al respecto de toda existencia: no hay mayor sentido que el sentido que se le da a posteriori ordenando las piezas; un dios moribundo puede trazar un diseño perfecto, pero no por ello se interpretará lo ocurrido como el desee: el dios, como el artista, porque en último término son lo mismo, crea el mundo pero no lo dota de sentido; tan efectiva es la interpretación de sentido del artista-dios como la de cualquier lector-habitante del mundo. He ahí su condición de mito, su negación a dar un sentido absoluto a lo acontecido, sino a través de los breves destellos de lo que cada cual interpreta de su viaje y conocimiento de lo vivido.
Todo se corrompe, nada permanece —podría haber dicho Heráclito si fuera bastante más oscuro de lo que declaraban para él ser. Y aunque sabemos que ésto es así, también sabemos que las aguas nunca dejan de fluir por mucho que cambien las disposiciones de los ríos o de los mares: las cosas no se corrompen, sino que cambian de estado; el dios vive en su obra, igual que el hombre vive en la suya propia. Por eso es tan peligroso renunciar al mito. Por eso la escritura de Vandermeer necesita ser, y de hecho es, comedida y calmada, un paladeo lento que se permite perderse entre metáforas, entre la admiración del momento de su prosa o de sus acontecimientos, para así poder darnos una imagen del tapiz de la vida que si no es el más completo, sí es el más bello; no pretende hacer una obra que entretenga o que mantenga un riguroso valor científico, ni en el sentido práctico (ser circunscribible a cierto movimiendo determinado) ni en el teórico (ser científicamente coherente con nuestra realidad), sino erificar una obra de arte viva capaz de dotarse de sentido a través de aquellos que vendran. Porque toda gran obra de arte, toda obra de arte viva, es una narración mítica sobre nuestro mundo.
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