Oh, el tiburón, nena, tiene semejantes dientes,
y los enseña blancos nacarados como son.
Sólo una navaja tiene el viejo Mackie, nena
y la mantiene, ah, lejos de las miradas.
La banalidad del mal es aquello que todo hombre ha vivido, quizás demasiado a menudo, cada vez que ha confrontado la burocracia: «me gustaría poder ayudarle, pero esas son las normas: yo sólo sigo órdenes» es un mantra, con posibles derivaciones de toda clase, que cualquiera que haya tenido que presentarse ante la administración ha escuchado. Un documento, una multa o una fotocopia se convierten en un «así son las normas», hagan perder dos horas o una vida. Por eso tampoco resulta dificil comprender por qué cierta clases de gente se arrogan con tanta falicidad en actos que son evidentemente malvados, no sólo en la administración —el banquero que vendió preferentes o hipotecas imposibles no fue el presidente del banco, sino las hormigas a las cuales conmutó la orden de convencer a sus clientes fuera cual fuere su situación; pero ellos no tienen la culpa, sólo siguen órdenes—, escudándose en el cumplimiento de las directrices que les han dado. Ahora bien, si Hannah Arendt concibió la banalidad del mal pensando en la fe ciega del cumplimiento del deber, no tuvo en cuenta la otra posible forma de la banalidad del mal: el mal como búsqueda de lo que se considera un objetivo absoluto.
Si cogemos al tipo menos sospechoso del mundo de querer protagonizar un capítulo de la infamia de la humanidad, Inmanuel Kant, no resultaría dificil buscarle una sencilla trava a su imperativo categórico, ¿qué ocurre cuando alguien sigue el camino autónomo, ya que en el heterónomo quedaría cortada toda vía de acción en ese sentido, en tanto legislador de un reino universal de los fines que debe buscar aquello que debiera ser universal? Que entramos en el reino de los quebraderos de cabeza de la realphilosophy —que no de, en ningún caso, nunca, jamás, el realismo — : si alguien cree que El Bien acontece sólo en el sufrimiento o en la obliteración de toda forma de mal, es dificil sentenciar que sus actos son, imperativo categórico mediante, malignos: está actuando según una norma autónoma al respecto de lo que considera, vía ley universal, como moralmente bueno.
Partiendo de esta idea, es interesante ver como Takashi Miike la retuerce, asfixia y ata en corto para componer la posibilidad de un villano que resulte auténticamente malvado. Porque no es dificil ver que en el cine de terror, si es que no en todo texto de terror, lo dificil es encontrar una posición que se entienda como auténticamente malévola: es fácil sentir empatía con el asesino o con el monstruo cuando éstos son, en último término, las víctimas de su situación: el slasher viene al mundo para vengarse de un acto desproporcionado, el monstruo sigue sus propios instintos, el asesino es una mente enferma. Sólo el nazi, el burócrata, aquel que «cumple órdenes», nos parece en verdad malvado. Por eso en The Lesson of Evil tenemos un villano con el que, si bien empatizamos a priori por su condición de profesor enrollado, no nos cuesta verle las costuras al respecto de su propio actuar: su maldad no nace de alguna clase de trauma que condiciona su situación, ni siquiera en una condición natural —ni disfruta ni siente placer por lo que hace, sólo lo hace por responsabilidad personal— que le arrastre hacia el crimen, sino que es así por una mera disposición ética al respecto del crimen. Él no se considera malvado, ni siquiera se proyecta como tal, sino que se da a sí mismo la consideración de auténtico caballero del bien por encima de un poder estatal incapaz —lo cual nos deja claro de entrada cuando propone utilizar un inhibidor de frecuencias de radio, lo cual es ilegal pero atajaría el problema del uso de móviles para copiar en los exámenes.
Cuando se mata por Dios, todo está justificado — Seiji Hasumi, nuestro sociopático protagonista, no deja de ser una versión más refinada del ya de por sí tenebroso Reverendo Harry Powell, pues quien mata en nombre de los designios del señor ha de ser, por fuerza, asistido en la virtud. Por eso lo fascinante es como esa banalidad del mal se transporta desde un estadio suprapersonal, gubernamental, donde sólo se «cumple órdenes», hacia un estadio intrapersonal, de orden ético-moral, donde sólo se «consignan los deseos del señor». Y aunque sutil, es una diferencia brutal.
La banalidad del mal heterónoma sería aquella que se produce dada por las obligaciones impuestas por el sistema, si actúan mal es por las órdenes que son dadas por los líderes de cualquier clase; la banalidad de mal autónoma sería aquella que se produce dada por las obligaciones impuestas por las convicciones personales proyectadas sobre una entidad mayor, si actúan mal es por la convicción de estar haciendo lo mejor por la humanidad. He ahí que el imperativo categórico se torna algo oscuro: actúan de tal modo que su acción sea un ejemplo de máxima universal. Por eso es perfectamente coherente cada uno de los asesinatos de Hasumi en tanto, en último término, responden sólo a la necesidad de proteger a toda costa a sus pupilos. Si para protegerlos —a los que son y a los que serán, porque tan importante es ser virtuoso hoy como poder seguir siéndolo mañana— debe exterminarlos a todos, que así sea.
Por supuesto, Miike, que no da puntada sin hilo, no deja las analogías de Hasumi con ese villano de la autonomía ahí: la canción de aquel que va acompañando de forma constante al metraje, hasta el punto de identificarla con las acciones criminales del protagonista, es Mackie Navaja. A pesar de que siempre está en la escena del crimen, nunca es sujeto de sospecha. Por eso Navaja no reporta ninguna diferencia con respecto de Hasumi y, de hecho, la canción de éste se nos muestra perfecta para acompañar cada uno de los actos del japonés como un irónico subrayado de éstos: ¡ten cuidado, el viejo Mackie está en la ciudad! — cada vez que aparece en pantalla el protagonista para cometer uno de sus crímenes nadie sospecha, porque él, como Mackie Navaja, está siempre allí, pero nunca nadie ha visto su arma. Por eso el caracter divino del personaje se multiplica en los acontecimientos, en su actuar como un ángel de la muerte que desciende para no dejar rastro, reafirmando así que él está más allá del caracter natural del tiburón —el que tiene nacarados dientes afilados, ¿no es obvio para qué necesita esos dientes? — , que su deber está más allá del entendimiento de éste mundo.
Nada queda suelto, todo queda tensado en una perfecta tela de araña cuyo centro mismo es un ser tan maligno como virtuoso. Seiji Hasumi edifica alrededor suyo toda una red de relaciones a partir de la cual puede fundamentar su propia depravación, justificada por un concepto superior de sí mismo que oculta su misantropía absoluta —que incluso así, tiene algunos correlatos hilados muy finos en la tela: él trabajó en Morgan Stanley hasta 2008 — , sabiéndose entonces como el único que está haciendo lo correcto en un mundo corrupto. Incluso cuando eso suponga pasar por encima de todas las leyes de los hombres. ¿Pero qué importa eso cuando hablamos del elegido de Dios, aquel que sigue el imperativo categórico, el hombre que conoció la banalidad del mal autónoma? Nada, no importa nada, y por nada lo entenderán Hasumi, Dios y todos sus compañeros.
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