Aunque la mayoría de las personas se obcequen en creer que existen realidades absolutas sin ningún tipo de relativismo la verdad es que, en la mayoría de ocasiones, todo se rige bajo una profunda escala de grises. Esto es así porque, aun cuando diéramos por hecho que existe una “Realidad cultural humana”, el ser humano es incapaz de reunir todos los puntos de vista de una misma cuestión para contrastarlos y sacar una conclusión preclara; aunque exista La Verdad siempre se verá supeditada a la imposibilidad de tener toda la información necesaria para evaluar los hechos. Bajo esta premisa deberíamos ver el antepenúltimo delirio de Yoshihiro Nishimura, “Vampire Girl vs. Frankenstein Girl”.
El día de San Valentín es común entre los japoneses que las chicas les regalen chocolate a los chicos por quienes sienten alguna clase de amor ‑el cual, por otra parte, no tiene porque ser romántico‑, lo cual hace de esa festividad un momento importante en las relaciones interpersonales niponas; a través del mercantilismo cristalizan los flujos sentimentales. Y, por eso, Mizushima recibirá de regalo un pequeño bombón de chocolate relleno de la enigmática Monami. Si él no saliera con la hija del vicedirector, la gothic lolita Keiko, el bombón no estuviera relleno de sangre y Monami no fuera una vampiro con una edad indeterminada no se iniciaría la cruenta batalla que estará apunto de comenzar. Todo, al final, no es más que una competición sentimental por ver quien se queda con el corazón del chico, si Keiko o Monami, pero sin tener en cuenta en momento alguno la opinión del mismo. Así se nos heroifica la figura de la vampiro confrontado unas fuerzas del mal que, en último término, sólo son el mal porque se oponen a sus deseos.
Aunque Nishimura insista, y le de un trato de, heroína a Monami la realidad es que la película se recrea en una ambigüedad ética ‑que en ningún caso moral; moralmente todos son monstruos desalmados- que no nos permite dilucidar realmente quien tiene razón. En ambos casos estamos ante chicas posesivas que hacen lo que haga falta para cumplir sus deseos; para imponer su visión del mundo como único método posible de interactuar con el mismo. Por eso no hay aquí ni bien ni mal, sólo una desopilante consecución de escenas a cada cual más surrealista en la que, según que visión del mundo queramos adoptar, veremos unas connotaciones u otras en sus acciones.
Y esto es así porque, en último término, nadie actúa bien. Mientras una es una manipuladora sentimental que se dedica a hacer del ruido informacional su arma para que todos hagan lo que ella le plazca, la otra es una sanguinaria vampiro que mata y miente en todo lo necesario para saciar sus necesidades sanguíneas mientras, nuestro idiota pseudo-protagonista, apenas sí es un pusilánime que se deja arrastrar por la amenaza que le intimide más que la anterior; no hay dimensión heroica en la hipérbole de la metáfora. Pero, precisamente en tanto metáfora, podemos entender las motivaciones de uno u otro personaje: durante toda la película Nishimura consigue que nos identifiquemos con alguno de los personajes, que sintamos empatía por su situación, llevando finalmente las consecuencias éticas de su comportamiento hasta el límite. Es imposible dilucidar la bondad o la maldad en las acciones de los personajes, hacer una linea firme donde comienza la heroína y donde empieza la villana, porque esa visión siempre estará mediada por aquello de los personajes por quienes sintamos una empatía más profunda. La realidad es un hecho relativo según la mirada que elijamos.
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