El Amor baja de lo alto del cielo;
el coraje viril y la nobleza del corazón renacen.
Tú, hija de la edad ingenua, dulce Simplicidad,
nos entregas el tiempo de los dioses.
Friedrich Hölderlin
La mayor dificultad de escribir con un idioma ajeno a aquel con el que se nació no es el hecho de la distancia que hay en su uso, que de hecho no tenemos la misma presteza manipulando las reglas con las que toda la vida hemos actuado —aunque esto puede ser una virtud en tanto el antiguo idioma nos da giros y formas ajenas al nuevo; escribir en otro idioma es como añadir nuevas reglas propias a un juego: si la construcción tiene sentido, se juega un nuevo juego — , sino en los efectos de su pensar: hasta que no puede pensarse en otro idioma, no puede escribirse (bien) en tal idioma. El pensar con un lenguaje no implica sólo un uso adecuado del mismo, pues si así fuera cualquiera que aprendiera un idioma sería capaz de pensarlo, sino tener la sensibilidad particular que permite captar los matices particulares que dotan el sentido específico de las palabras; cada palabra es un testimonio vivo, en perpetuo devenir, del pensamiento de aquellos que una vez la utilizaron e, incluso, de aquellos que aun hoy la utilizan. Se piensa con palabras, y por ello sólo cuando se puede decir que se conocen las palabras en su historia más que en su significado podemos afirmar que pensamos su pensar.
La historia de Lolita podría resumirse en la historia de como la antiquísima Rusia se deja seducir por la nueva, caprichosa, catártica, América y, sin embargo, con eso sólo estaríamos rascando el más superficial de todos los estratos que podríamos extraer de una novela que se expande en todas direcciones con lampiños bracitos indecorosos de nínfulas desesperadas por jugar en la impostada inocencia de saberse por más grandes más pequeñas de lo que el ciego destino espera de ellas. Esta es la historia de Vladimir Nabokov en muchos sentidos, pero también la historia de todos los hombres ilustrados de la vieja Europa que veían la posibilidad de colonizar las tierras vírgenes y extrañas donde la poesía aun era posible, donde el hombre aun podía retozar en aquellos lugares donde la hierba estaba por surgir y no había sido aun completamente podada; esta no es una historia de seducción o pederastia, o no al menos en un sentido físico, porque Nabokov sólo sabe hablarnos en términos de un pensamiento metafórico, virgen, profundamente extraño incluso para sí mismo: es el seductor seducido, el hombre ya vivido que viaja hasta el paraíso para disfrutar con consciencia del vergel para encontrarse indefenso, desnudo ante la imposibilidad de no ser seducido y violado por las circunstancias caprichosas del pensamiento aun poético.
Porque si algo es Lolita, como Lolita, eso es poesía, pensamiento virgen. Ella es la posibilidad inmaculada de un pensar más puro del que podría soportar jamás un hombre cultivado de la vieja Europa, alguien demasiado consciente del funesto pasado que arrastra tras de sí en forma y genio de la metódica necesidad de delimitar una cantidad ingente de reglas para el juego, para no sentirse perdiendo en el juego; Lolita es simple, sucia, extraña y demasiado caótica para encontrarle un sentido, por ello Humbert Humbert ve en ella una nínfula, un ser poético: revolotea, picotea, ni vuela ni come, porque aun no ha sido inoculada por su auto-consciencia: todo le vale, pero sólo Humbert Humbert encuentra uso auténtico de ella. Para ella lo que es juego, para él es su placer.
Ni la vieja Europa pervierte a la joven América ni viceversa, porque ni una quiere ver pervertida a la otra ni esa otra se hace consciente de la trascendentalidad con que la observa la una. Humbert/Nabokov es el paciente observador que permite hacer a la nínfula, al cachorro salvaje, porque sabe que hacerle consciente demasiado rápido de su propia capacidad será lo que anulará su interés; el interés de la edad ingenua, de aquella que Hölderlin poetizaría en Diótima, sería precisamente en su capacidad para hacer renacer la fe en los hombres que ya sólo caminan sobre cenizas; la edad ingenua es aquella sin historia, aun en comienzo de su propio devenir, aquella para la cual su lenguaje aun es un proceso donde todo sentido le es dado por ella misma. He ahí la fascinación de Humbert Humbert por los usos juveniles del lenguaje de su pequeña amada, pues en ellos encuentra ese renacer de los dioses que le permite asistir a la creación de un lenguaje puro cuya significación comienza y acaba consigo mismo — nada hay de perversión en Lolita, porque toda relación que se da en su seno es la del encuentro de la historia con el inicio de ésta, la resurrección del poder de los dioses de crear su propio lenguaje en sus palabras, más también en aquellos pequeños actos de su vida.
Todo el actuar de Lolita es un eterno abrir posibilidades de forma ingenua, dar un nuevo sentido tanto a sus actos como a su lenguaje —lo cual lo explica bien Humbert Humbert en el dueto de confesiones con Lolita, cuando ella narra como sus primeras experiencias sexuales eran más vistas como un juego que como un acto repleto de mitología anterior a su propio actuar— produciendo así estar completamente abierta a todo sentido, siempre diluyéndose en la experiencia de un sentido completamente nuevo. Humbert/Nabokov siente fascinación por Lolita por la posibilidad de pensar a través de ella, de su lenguaje, de sus actos, de su cuerpo. Ella es el pequeño ángel que entrega el tiempo de los dioses a través de su propia experiencia, la posibilidad de vivir todo como un devenir constante donde todo acontecimiento se puede significar aun en significado nuevo, quizás incluso más puro, a través de los poéticos ojos de un alma aun ajena de la aniquilación de su candidez — el error capital de Humbert Humbert es aislarla del mundo, hacerla ser nínfula arrancándola del mundo, haciéndola poesía ajena de la vida.
Si hay que ser artista y loco para reconocer a la nínfula entre las niñas es sólo porque el que aun guarda un fragmento de su inocencia, de ese sutil volver atrás hasta el tiempo donde aun no había nacido el tiempo, es aquel que es capaz de apreciar el preciosismo salvaje de la mente indomada, el lenguaje en creación, el acto en juego. Sólo aquel capaz de sumergirse en las procelosas aguas del conocimiento sin abandonar nunca esa melancolía de saberse ante la muerte, de necesitar no escapar de ella tanto como de sentir que se hace diferencia con respecto de ella en vida, será capaz de entender los placeres de beber del rocío virgen de los píes de una poética nínfula. Sólo un artista y un loco crearía un Dios sólo por conocer los pensamientos de una poesía, de un acto, de Lolita. Porque sólo un Dios podría ya conseguirnos tal cosa.
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