1. Introducción
Si existe actualmente un caldo de cultivo perfecto para la superioridad moral más allá de cualquier connotación religiosa, ya que ésta está demasiado explotada en la historia para aquellos que quieren imponerse como ejemplos de virtud presente, ese es el vegetarianismo y la defensa de los derechos de los animales. Lo que a priori debería ser una preferencia alimentaria más basada en una dimensión ética personal perfectamente razonable, como de hecho es para la mayoría de vegetarianos, en manos de unos pocos se convierte en arma arrojadiza que sirve sólo como excusa para recriminar la amoral conducta que sostiene el resto de la humanidad al permitirse el disfrutar de una alimentación omnívora; lo problemático no es el vegetarianismo en sí, pues es perfectamente respetable y lógica en su dimensión ético-dietética, sino que lo es el vegetarianismo cuando se convierte en fundamentación moral: ya no es una elección basada en una perspectiva del mundo, sino la reducción implacable de una verdad (histórica y, por tanto, discutible, polimorfa, cambiante) en una verdad absoluta; cuando el vegetarianismo se convierte en una moral, en una ideología, es cuando se convierte en un hecho problemático en sí mismo. Lo que pretenden hacer los vegetarianos radicales es reducir la existencia humana a la de homo natura, o ser que vive en armonía con la naturaleza, refiriendo así su condición moralizante, porque el que come animales no puede ser un humano pleno.
Con la intención de demostrar como éste vegetarianismo radical es una condición moral que no soporta un análisis riguroso —y, reiterando en ello, refiriéndonos única y exclusivamente a la imposición moral del vegeterianismo como único modus vivendi realmente humano— analizaré los grandes argumentos sostenidos por los adeptos de esta causa para defender el por qué lo natural en el ser humano sería sólo comer vegetales. Para ello categorizaré tales argumentos en dos niveles de índole metafísica: el ser humano como sujeto entre objetos, lo cual presupone que el único ser auténtico es el ser humano; y el ser humano como objeto entre objetos, lo cual presupone que el ser humano es un ser entre seres. A través del análisis desde estas dos perspectivas caerán por sí mismas ambas perspectivas ya que, en tanto ideológicas, se sostienen en un reduccionismo interesado que no permite forma alguna de pensamiento crítico.
2. Críticas al vegetarianismo radical
2.1. El ser humano como sujeto entre objetos
Algunos animales se alimentan de otros animales impelidos por su naturaleza ya que, instintivamente, están hechos para cazar y así han sobrevivido durante siglos siguiendo un condicionamiento genético: un león en la sabana podría ser intercambiable por cualquier otro león de la sabana, y ambos cazarían y copularían del mismo modo. ¿Por qué? Porque los animales son seres perfectos, ya terminados, o, lo que es lo mismo, cuando un león nace no devendrá otra cosa que león; el animal nace ya terminado, con todos sus instintos y cualidades ya completas sólo esperando su desarrollo físico pleno que llegará en la edad adulta, donde su comportamiento será igual que cualquier otro animal de su especie; aunque cada león tenga su propio peso y altura, incluso los habrá que son machos alfa y otros que no, un león es, en su existencia, indistinguible de cualquier otro león. Los animales son perfectos en sí mismos, ajustados a la lógica de la naturaleza e impelidos por una existencia dirigida en la cual se puede cartografiar con precisión que es lo que ocurrirá exactamente en cada etapa de su vida —y esto nos lo demuestra de forma evidente cualquier documental sobre animales, pues su patrón siempre se reduce hacia una cierta clase de hitos que, salvo interferencia humana, son constantes en su especie.
¿Qué hay entonces del ser humano? Él no es igual que ningún otro animal, ni siquiera es un animal en un sentido puramente existencial, en tanto está alejado de las condiciones impositivas de la naturaleza; igual que un león es sustituible por cualquier otro león, ningún ser humano es sustituible por ningún otro ser humano: cada ser humano tiene una historicidad particular, una vida pasada (propia, cultural e histórica), que le hace único. Un león en la sabana no se piensa a sí mismo, no actúa buscando un sentido propio de su existencia, al contrario que un ser humano que se ve constantemente impelido para encontrar el sentido de sus propios actos; mientras el león no se plantea por qué caza o copula, el hombre se cuestiona a cada momento el por qué caza o copula. El ser humano es la única criatura que tiene una existencia plena y, por ello, tiene una particular responsabilidad al respecto del lugar que habita y todo lo que ello contiene.
Si bien hasta aquí todo es perfectamente lógico y razonable, los vegetarianos radicales irían un paso más allá: el hombre sólo lo es en tanto no se deja llevar por sus condicionamientos naturales y, por extensión, puede y debe elegir no hacer sufrir a los animales o el planeta. En éste caso el ser humano es visto como un guardián universal sobre el cual cae la responsabilidad última al respecto de la naturaleza, haciendo así del cuidar de los animales y del planeta una responsabilidad ontológica: el aceptar la necesidad de cuidar del planeta no es una clausula discutible, es la realidad misma de la existencia: el hombre es homo natura.
La única pega posible a éste respecto es, precisamente, el radicalismo de aceptar que la única condición existencial responsable por parte del hombre es hacer del vegetarianismo y el ecologismo en su sentido más estricto la única posibilidad razonable de su actuar; hacer del vegetarianismo o el ecologismo una moral es un error, porque ni es útil ni es una realidad humana. Si aceptamos que de hecho el hombre es un ser profundamente temporal, mediado por su historia y por la historia, entonces debemos aceptar que no puede darse que la realidad esencial de la humanidad sea el ser defensores de la naturaleza en tanto la historia nos demuestra que el desprecio hacia la naturaleza ha sido la lógica imperante durante mucho tiempo — cuando no lo ha sido, era por parte de las clases pudientes: para reflexionar sobre el mundo o la naturaleza, primero hay que satisfacerse a uno mismo: la esencia del ser consiste en su existencia. Salvo que aceptemos una realidad trascendente, que de hecho existe un Dios o una fuerza divina que nos impone una cierta normatividad específica, la esencia del ser no es la defensa de la naturaleza, y sólo se defiende la naturaleza cuando uno se hace consciente de su dependencia de ella.
¿Y por qué tampoco es útil el vegetarianismo radical en éste sentido? Porque la imposición, ya sea a través de leyes morales o de principios ideológicos, sirven bien para conseguir adeptos entre aquellos que reniegan del pensamiento, aquellos que no quieren saber nada de su existencia, pero mal para hacer llegar el mensaje a aquellos que hacen de su existencia algo útil para sí. Nadie que se defina por pensar se unirá a una lógica rayano lo totalitario en sus eslóganes, porque si bien el respeto a la naturaleza y los animales es algo necesario, llevado al extremo sólo redunda en el absurdo de dejar de ser seres humanos para convertirnos en una especie de mesías histéricos de una verdad revelada que nunca existió.
2.2. El ser humano como objeto entre objetos
Un león es sustituible por cualquier otro león, ¿pero por qué no va a ser un hombre sustituible por cualquier otro hombre? Un operario técnico vale lo mismo que cualquier otro de su promoción, todos los filósofos son gente de escribir ininteligible y, al fin y al cabo, todos los cocineros son sustituibles entre sí siempre y cuando se les prepare específicamente para la carta a emprender; no hay objetos privilegiados en el mundo, un ser humano tiene el mismo valor que un animal o una planta y, en el caso más extremo, que un átomo o una ventana. Partiendo de que no vamos aquí a dar respuesta a la visión más extrema de esta postura, aunque sí partiremos de la condición existenciaria del ser humano como sólo una serie de parámetros fácilmente sustituible por otro individuo de parámetros similares —principalmente porque aun no ha habido ningún defensor de la ontología aplicada a objetos haciendo uso de tal filosofía para defender el vegetarianismo— como visión dominante al respecto del hombre entre los vegetarianos radicales —estando ahí precisamente su condición de humanista, de reducción ideológica de la existencia a unos parámetros específicos ajenos a la propia existencia — , abordaremos cada uno de los problemas específicos en subsiguientes categorías propias.
2.2.1. Si es válido comer carne, ¿por qué no nos comemos entre nosotros?
Esta primera cuestión es reformulable con el clásico ¿por qué es diferente comerte un conejo que comerte a tu abuela?, el cual nos puede dar una perspectiva particular al respecto del asunto: un conejo es un animal sustituible por cualquier otro conejo, pero mi abuela sólo hay una: mi relación con mi abuela es contingente, pero en tanto tengo una relación sentimental de cercanía con ella no puedo comérmela. Aunque sólo fuéramos objetos, un conejo para mi es algo distante de mi mismo, pero mi abuela no lo es en absoluto.
Si aceptamos que el ejemplo de la abuela es desafortunado, cuando no completamente imbécil, entonces podríamos afirmar ¿por qué es diferente comerte un conejo que comerte a un hombre desconocido? Aquí la respuesta es mucho más delicada, pero parte de la misma lógica anterior: cualquier ser humano, por lejano y extraño que éste me resulte, me remite una relación de familiaridad lógica que no tengo con el conejo; me parezco más a cualquier otro ser humano que a ningún conejo. Pero eso también explicaría por qué no comemos, por lo general, monos u otras criaturas de las cuales descendemos evolutivamente, ya que al ver un mono vemos un ser que es, en último término, aproximado a la concepción que tengo yo de mi mismo. En tanto tengo conciencia de mi mismo, soy consciente de mi propia existencia, no soy capaz de devorar —y, por extensión, consumir simbólicamente— aquello a lo cual soy semejante —o no seré capaz, al menos, si no existe alguna justificación particular histórica o cultural que lo razone.
2.2.2. Si es válido comer carne, ¿por qué no nos comemos a nuestras mascotas?
Si no nos comemos a nuestras mascotas es, precisamente, porque son nuestras mascotas; en tanto un animal es criado por seres humanos éste, con necesidad, pasará a ser parte de una lógica humana en la cual un perro, aun sin ser humano, es parte nuclear de la familia en sí; no podemos comernos a nuestro perro por la misma razón que no podemos comernos a nuestra abuela: porque es parte esencial de nuestra red de relaciones íntimas. En tiempos donde el apego por las mascotas era menor, donde se les veía más como un juguete para los niños o una herramienta de trabajo que de facto un ser con el que se convivía, no hubiera habido problemas en comérselos, pero en tanto nuestra sensitividad los ha asumido como mascotas han pasado de una red (de relación laboral) a otra red (de relación familiar) por la cual no consideraríamos adecuados comérnoslo. ¿Por qué no nos comemos, ni se comían tampoco nuestros antepasados, los perros que no son nuestra mascota? Porque, en nuestro tiempo, uno no se come aquello con lo que potencialmente puede convivir familiarmente, lo cual también nos vale entonces para justificar por qué no comemos seres humanos y explica los casos de canibalismo entre enemigos; sólo podemos comernos, o matar, aquello que deshumanizamos de forma absoluta, que nos es completamente ajeno; porque, en otros tiempos, uno no se come una herramienta de trabajo.
2.2.3. Si comes carne aceptas implícitamente/explícitamente la explotación/el asesinato animal
Esta apelación sentimental básica, basada en el hecho de que nadie quiere saberse dañando a seres indefensos, y que podríamos definir como la lógica Auschwitz, sería la banalidad del mal aplicada a la dietética: en tanto comemos carne somos culpables del sufrimiento animal. Aunque si bien esto es cierto, y no se puede negar que de hecho no tenemos derecho a infringir dolor a los animales en tanto moralmente no estamos por encima de ellos, porque somos objetos entre objetos, sería irracional pretender que tenemos alguna responsabilidad añadida sobre su dolor; si el ser humano es uno más entre animales, entonces matar otros animales para alimentarnos será tan malo como lo será visto que lo hagan otros animales. En tanto existen animales carnívoros, no puede achacarse al ser humano una responsabilidad moral estricto sensu en el comer carne —o ya sumergidos en la parodia absoluta de la mano de Futurama, deberemos hacer que los leones comiencen a comer tofu.
Ahora bien, si lo denominamos lógica Auschwitz es porque, de hecho, el problema va un paso más allá: otros animales comen animales, pero ninguno realiza exterminios selectivos de éstos. Partiendo de esta explicación que concluye en el hecho de que quien tiene mataderos perfectamente podría propiciar un nuevo holocausto, lo cual sería un argumento vomitivo sino estuviéramos usando exclusivamente la lógica de que un ser humano vale tanto como una piedra, lleva a afirmar que no debemos comer carne porque es elidir nuestra responsabilidad en un acto equivalente al holocausto. El problema de esta tesis es que consiste en el hecho de que el asesinato se da como una forma de exterminio sistemático, y no como una explotación económica y/o alimentaria; al judío en Auschwitz se le exterminaba por su condición de judío, a la vaca en el matadero se la mata por ser fuente de filetes válidos para la alimentación. Ser cómplices de Auschwitz es ser cómplices de un exterminio sistemático en el cual se eliminó a una serie de personas por una condición de nacimiento auspiciada por un odio sin sentido teórico o práctico, ser cómplices de la matanza del tocino es ser cómplices de una serie de sacrificios basados en alimentar a la humanidad y, en algunos casos, ganar dinero por ello. Aunque podríamos sentirnos culpables por esto segundo, debería ser más lógico sentirse culpable por un asesinato ideológico (Auschwitz) que por un homicidio alimentario (el matadero de tu ciudad) que, a priori, permite nuestra supervivencia como especie.
2.2.4. El ser humano no necesita comer carne para sobrevivir
Aunque esto es cierto, y sólo a medias, no podemos basar ningún argumento en la pura necesidad de la cual hace gala el ser humano. Aunque nos consideremos objetos entre objetos, aunque no tengamos una cualidad existencial particular, seguimos teniendo una serie de inquietudes y necesidades que van más allá de la supervivencia y que consisten, esencialmente, en la buena vida; no sólo queremos mantenernos con vida hasta morir de viejos, queremos que nuestra vida sea la mejor de las vidas posibles. No necesitamos comer carne, pero comer carne nos reporta beneficios alimenticios y un cierto placer cultural basado en lo gastronómico. El problema de esto es que lo de que no necesitamos carne es, como ya hemos dicho, una verdad a medias: los vegetarianos puros, aquellos que renuncian tanto de la carne como de cualquier cosa que provenga de un animal, tienen graves deficiencias vitamínicas —y ya, partiendo de eso, se invalida el vegetarianismo como algo físicamente ideal: hay gente que no es que no quiera, es que no puede o no debe comer exclusivamente verduras. Lo cual, a su vez, nos llevará a otro problema contemporáneo muy relevante: el de la técnica.
El ser humano tiene la capacidad de crear nuevas herramientas lo cual incluye, como no podía ser de otro modo, paliativos de toda clase para aquellos que tengan deficiencias dadas por una alimentación desequilibrada. Partiendo de que el ser humano es omnivoro, y lo es porque puede (y debe) comer tanto vegetales como carnes para mantener una salud adecuada por medios naturales, el vegetariano puro no deja de comer carne, sustituye a los animales por la farmacopedia. Esto nos da un doble problema: si el vegetariano es radical también en lo ecológico y cree que todo lo natural es mejor, por lo cual cree que el hombre es esencialmente homo natura, tendrá grandes deficiencias alimentarias ante la negación taxativa de tomar medicación paliativa; si el vegetariano no es radical también en lo ecológico, dependerá de una medicación más o menos constante para mantener un equilibrio biológico. La pregunta es entonces, ¿compensa, en un sentido puramente amoral y dado sólo a la utilidad del acto para la supervivencia, el renunciar a la carne en favor de la medicación? No, porque es más fácil y útil comer carne que medicarse de forma constante para mantener un equilibrio; la técnica es un sustitutivo de aquello que el ser humano no puede lograr por sí mismo, por lo cual tomar medicación por no comer carne es como arrancarse una pierna para ponerse una prótesis, un completo sinsentido —salvo que medien una serie de razones que vayan más allá de lo biológico, condiciones éticas por ejemplo, que justifican a su vez tal acción— al cual no es lógico lanzar a la humanidad en su conjunto.
Conclusiones
El vegetarianismo como opción vital es muy respetable, incluso admirable por todo aquello que tiene de sacrificio en favor de mantener una postura ética con respecto del trato animal, pero existenciariamente no hay ninguna condición que haga necesario que todo ser humano renuncie a la carne en su alimentación. Sólo la técnica permite esto, pero la técnica también ha permitido el descubrimiento y la creación de las bombas atómicas, lo cual no significa, en caso alguno, que utilizarlas sea una obligación humana; el si usar, o no, los progresos propios de la técnica, y también el como hacerlo, es una decisión que se da desde una ética particular, personal e intransferible, no desde una realidad anterior a la existencia en sí; no somos orgánica ni esencialmente herbívoros, por lo cual no tenemos obligación de hacer uso de la técnica para serlo. Pero quien decide asumir el camino del vegetarianismo lo hace desde la misma postura que alguien decide asumir un código ético personal que va contra sus propios intereses, porque lo que él cree que es lo justo no tiene porque coincidir de forma exacta con lo que él es existencial o biológicamente de partida.
El problema es que los vegetarianos radicales asumen esta postura no como una ética, sino como una forma moral, humanista, ideológica: cualquier cosa que no sea el vegetarianismo es caer en la barbarie. Esto, como hemos visto, no se sostiene más allá de ser una lucha sectaria y sectarista en la cual se pretende convencer al otro, al enemigo, al que no es tan humano como uno mismo, de que su postura es totalmente errónea y debería cambiar de opinión ipso facto si es que no le place ser un ser monstruoso ahumano. El problema es que a priori nada nos hace ser vegetarianos, y creer que sí es lo mismo que creer que el hombre es por naturaleza un trabajador, un consumidor o un pecador. Cuando la ideología aparece por la puerta, el pensamiento salta por la ventana, y cuando el vegetarianismo se convierte en radical una noble forma de pensamiento se convierte en la abyecta necesidad de pertenecer al único grupo de seres humanos puros que existen; al vegetariano radical no le importan los animales, aunque él crea que sí, pues sólo necesita sentir que pertenece a ese reducto de personas que están moralmente por encima de los demás: cuando una dieta deja de ser una decisión gastronómica o ética para devenir en una decisión ideológica o moral, entonces nada separa al que lo hace de cualquier adepto de una secta o el seguidor de un régimen totalitario. El problema no es si comes cadáveres de animales o de plantas, el problema es creer que sólo tú posees la verdad absoluta al respecto de la auténtica existencia del hombre por aquello que un día decidiste en exclusiva comer.
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