te conformaste como el toro de ejecución

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El de­seo tie­ne, por su pro­pia con­di­ción, la pro­ble­má­ti­ca de ani­dar en su seno dos efec­tos con­tra­dic­to­rios en­tre sí: bús­que­da, y en­cuen­tro, de la ca­tar­sis ade­más de des­truc­ción de la ca­tar­sis mis­ma; en tan­to se al­can­za el de­seo len­ta­men­te se va des­tru­yen­do de­jan­do só­lo el efec­to re­si­dual de la na­da más des­es­pe­ran­za­do­ra. Es por ello que la vi­da es una eter­na con­fron­ta­ción en la que mi­ra­mos a los ojos a la muer­te en de­sa­fío por un ji­rón más de ca­tar­sis. He ahí la ge­nia­li­dad de una can­ción co­mo Brighter Than The Sun de Tiamat.

Con un so­ni­do par­ti­cu­lar­men­te gó­ti­co Tiamat nos de­lei­tan con una can­ción os­cu­ra pe­ro vi­bran­te que se va mo­vien­do en­tre unos fas­tuo­sos ba­jos y la de­li­ca­de­za de los dis­tor­sio­na­dos vio­li­nes en un en­can­ta­dor jue­go de con­tras­tes. Pero don­de es­tá real­men­te lo es­pec­ta­cu­lar, es en su vi­deo­clip. Un to­re­ro dis­pues­to a su fae­na y una jo­ven da­ma que con­quis­tar son los ele­men­tos pa­ra es­ta epo­pe­ya mo­der­na ac­tua­li­za­da só­lo que aquí la en­ves­ti­da no se­rá de un to­ro, sino de un trai­ler con­du­ci­do por la jo­ven. El to­re­ro, a lo lar­go de la his­to­ria de la li­te­ra­tu­ra del si­glo XVIII y XIX ‑des­de Carmen de Bizet has­ta ¡De eso na­da! de Lawrence- par­ti­cu­lar­men­te, ha sim­bo­li­za­do siem­pre el va­lor y el arro­jo, va­lo­res ra­cio­na­les de mas­cu­li­ni­dad, mien­tras la mu­jer era, li­te­ral­men­te, la pa­sión des­afo­ra­da del to­ro; el hom­bre se ve he­cho ji­ro­nes por la pa­sión des­truc­ti­va in­con­tro­la­da de la fe­mi­ni­dad. Aquí la co­sa se per­vier­te ya que no es la pa­sión ani­mal, el to­ro, lo que des­tru­ye al hom­bre sino lo que se le su­po­ne más pro­pio: la téc­ni­ca sim­bo­li­za­da en el ca­mión. La mu­jer con­tem­po­rá­nea, ra­cio­nal, con sus de­seos per­fec­ta­men­te con­tro­la­dos, arro­lla a su ama­do sin per­der ja­más nun­ca el va­lor de lo que de­sea; lo de­sea tan­to que es ca­paz de des­truir­lo pa­ra ha­cer­le en­ten­der su amor. Y só­lo arro­ján­do­lo an­te la muer­te, ha­cién­do­le par­ti­ci­pe de una des­truc­ción ejem­plar, pue­de re­co­no­cer­se y por tan­to amar y ser ama­do. No hay afán de des­truc­ción nihi­lis­ta, es só­lo una for­ma de des­truc­ción crea­do­ra en bús­que­da de la trascendencia. 

Embestida tras em­bes­ti­da el so­por­ta to­do el cas­ti­go, aguan­ta un po­co más los en­vi­tes de un de­seo tan bru­tal que rom­pe to­dos sus hue­sos has­ta el des­gas­te úl­ti­mo. La vi­da, los de­seos y el auto-reconocimiento se mi­me­ti­zan en un só­lo as­pec­to ha­cien­do de los tres un cues­tio­na­mien­to ne­ce­sa­rio pa­ra lle­gar a sí; só­lo arro­ján­do­me in­cle­men­te a los bra­zos de la muer­te pue­do re­co­no­cer­me y de­sear pues só­lo la muer­te mis­ma pue­de ori­gi­nar ‑y obliterar- mi ne­ce­si­dad de pro­yec­ción. He ahí el va­lor del to­reo pos­mo­derno, de la des­truc­ción co­mo téc­ni­ca de la pasión.

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